Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
—Pero hombre... —comentó Twiss con alivio—. No sea insensato. ¿No ve que ha sido una provocación de ese canalla?
Jovellanos tosió, expeliendo los hilos de agua que había tragado.
—¿Usted cree? No quiero ni pensar en la posibilidad que ha sugerido... —Volvió a toser e hizo un gesto violento con la cabeza como para quitarse de ella una idea demasiado desagradable—. Por ahí, por esa abertura ha salido... Sigámosle como perros de presa.
Twiss frunció el ceño y sonrió con los labios pegados a los dientes.
—Una escalera que sube. Esto me gusta más...
Pero no tardó en defraudarse, porque la escalera, a partir del primer rellano, se había hundido. Desde ese rellano hasta la abertura que en tiempos la comunicaba con alguna planta baja, clausurada ahora por escombros, todos los escalones habían desaparecido por un gran hueco longitudinal. Un hueco que, por lo que descubrió la vela, se había abierto en el techo abovedado de una gran cloaca que pasaba justo por allí. Sin duda que aquella era otra muestra más de los temblores geológicos que habían azotado a la ciudad. A la pareja no le fue difícil alcanzar el piso de la cloaca, le bastó con descender por los escombros del derrumbe. Para su alivio, era un conducto relativamente seco, por donde apenas fluía un dedo de agua transparente como el cristal. De alguna manera, tal vez por su profundidad, tal vez porque había quedado aislada del resto de la red por los desastres naturales, los torrentes de la lluvia no llegaban a ella. Por ahora, ya que pronto el sótano dejado atrás también comenzaría a rebosar.
—¡Ah, lo que es capaz de hacer cualquiera por un ideal, usted por el del amor sensual, señor alcalde! —se oyó la voz de Herradura rebotando por todo el túnel, aunque ellos establecieron pronto desde qué sentido se proyectaba—. No todo el mundo sería capaz de bajar hasta aquí sospechando lo que le aguarda. Las cloacas, las cuevas, las minas, solo son para los esclavos o los desesperados. Tengo entendido que en su tierra natal se están abriendo también algunas minas, creo que de carbón. ¿No es así?
Con el puño que sujetaba la vela, Twiss ocultó la visión de su otra mano por parte de Herradura, y, siguiendo la práctica del lenguaje de signos que habían ensayado en otras ocasiones, dio a entender a Jovellanos que le hablase mientras ellos seguían avanzando. Era evidente que el asesino quería que le siguiesen, y quería que sus palabras hirientes sirviesen de guía. También estaba claro que no le iban a sorprender mientras tanto, pero cabía la esperanza de que sus palabras les revelasen un punto débil en su alma pétrea por donde poder atacarle cuando llegase el momento. El momento y el lugar para sus crímenes más logrados ya los había elegido Herradura y hacia allí los conducía. A ellos les convenía, así pues, descubrir cuanto antes si había algún resquicio de humanidad en él.
—¡Ciertamente...! —respondió Jovellanos, al tiempo que con una caída de párpados daba a entender a Twiss que comprendía sus intenciones—, Ya que parece sentirse muy cómodo en este sitio, ¿usted qué es, un esclavo o un desesperado?
—Igual que usted, Jovellanos: esclavo de un ideal, desesperado por la pasión. Pero mi pasión no se surte de ese amor suyo vano y fútil, intrascendente, que ahora le arrastra bajo tierra. La mía es poderosa porque nace del deseo de libertad y justicia. Su amor por doña Mariana es egoísta, porque a través de ella espera consuelo a sus desdichas. No se engañe, aunque pudiese dar su vida por la vida de ella, en realidad usted ganaría mucho. Por ejemplo, una conciencia satisfecha y tranquila en el momento de expirar, de acuerdo a su honor de caballero. En cambio, mi amor no espera recompensa, porque dará sus frutos cuando mi polvo sea menos que polvo. Tengan más compasión por mí que por los demás, pues habiendo yo vislumbrado la claridad perfecta jamás llegaré a disfrutarla. No por casualidad estamos en estos túneles, ni le he mencionado las minas, porque fue en una mina donde yo, un esclavo y un desesperado, encontré la luz más resplandeciente. Infinitamente más valiosa que suspiros de alcoba y proyectos de enamorado.
—¿Qué luz? ¿Esa de libertad y justicia?
Jovellanos consultó su brújula. Se dirigían hacia el sur, seguramente se estaban desviando de San Nicolás. Otro cálculo que habían errado, se dijo. No se atrevió a mirar al reloj por no perder la cabeza.
—¡Oh, Jovellanos, cuánto vale usted! Ese mismo ideal, sí, pues no puede haber otro más grande. ¿Sabe cómo llegué a la mina? Por una traición. Por una parecida a la que sería capaz de cometer el espía inglés que lleva al lado —se rió brevemente—. ¡Vamos, señor Alcalde del Crimen...! ¿No se habrá creído ese cuento de Twiss sobre usted en su libro de anotaciones, compadeciéndose de su suerte en amores? Es un truco muy viejo entre los espías el intercalar información relevante entre textos vulgares. El corazón de Juana no miente respecto a Twiss, y, por una vez, Ruiz estaba en lo cierto.
Jovellanos y Twiss se cruzaron sus miradas. El segundo hizo un gesto de desconcierto, y aquel uno que infundía tranquilidad. Un gesto por parte de Jovellanos que decía que Herradura se proponía malmeter la discordia entre ellos, pero que él no estaba dispuesto a caer en su burda trampa.
—Estábamos hablando de la mina, José de Herradura. Cuéntenos qué es lo que le pasó en ella —dijo Jovellanos, adelantándose un poco al cerco luminoso de la vela, que sacaba del anonimato piedras milenarias con costras de ripia.
—Ese fue tan solo un episodio, importante, pero uno más en una serie de ellos. Como habrá supuesto, la infancia de un pobre bastardo como yo en Sevilla no fue nada fácil. Hasta un niño de diez años sabe lo que es la humillación por parte del padre que cree día a día que vive sangre suya mal empleada. Las burlas nada disimuladas de los demás niños y de todos los vecinos solo hicieron ahondar más mi tormento. Como les ha contado ese borracho de
La jamerdana,
que ha convertido la añeja sangre del podrido y anciano conde del Corchado en vino agrio, partí hacia las Indias a edad tan temprana, en la expedición de Jorge Juan y La Condamine. Fueron unos buenos años, sí, señor. Padecí muchas privaciones en alta mar y en la selva, en las costas áridas y en los fríos Andes. Pero también aprendí a esforzarme, a sacrificarme, a tener curiosidad por los extraños fenómenos de la naturaleza. Conocí a grandes marinos, a científicos. Descubrí maravillas en los viajes que realicé por tierra. Incluso vi de lejos la nave del capitán Anson, ese condenado corsario inglés que saqueó Paita delante de nuestras narices.
—Usted ya debería tener unos quince años... —comentó Jovellanos.
—Catorce, exactamente. Como era de prever, aquel estado de aventura y ensueño infantil no podía durar siempre. En una de sus estancias en Lima, el capitán Jorge Juan me puso a cargo del colegio jesuita de San Martín para mi instrucción. Era la primera vez que los jesuitas se cruzaban en mi camino. Aunque más bien fueron ellos quienes me señalaron sus inicios, porque, a pesar de quienes eran, me enseñaron mucho. Es más, me dieron los instrumentos espirituales para aprender sin descanso.
—Ya comprendo... Le enseñaron medicina, y fueron ellos quienes le pusieron ese
instrumento
de la sierra en las manos.
—No sea sarcástico, Twiss. Aquí le valdrá de poco. Antes de los jesuitas vi cortar muchos miembros destrozados por la metralla de los combates navales, y después lo vi también en la mina, en peores circunstancias. Estando al cuidado de la Compañía me limité a aprender, y ya lo creo que fui un buen estudiante. Un estudiante algo rebelde, difícil, pero muy por encima de los mejores. Por ello fue que los padres lograron inscribirme en la Universidad de San Marcos a pesar de que era un muerto de hambre sin linaje conocido, acaso poco respetable.
—¿Allí fue donde conoció a Olavide? —insistió Twiss.
—No. No llegué a conocerle. Él se movía en otro mundo más suntuoso, él era el hijo de un acaudalado comerciante. Luego, al poco inició su brillante carrera política en el virreinato de Perú. ¡Ah, qué bribón...! —Herradura rió con gusto, pero bajo—. Solamente yo sé las trapacerías que él y su padre cometieron, aun con lo más sagrado. No se sorprendan de este juicio, caballeros. Conozco sus ideas al respecto. Si soy alguien excepcional para este tiempo de miserables es porque no albergo ídolos en mi pecho, ni quisiera el de Olavide, y de ahí mi fuerza. Hace mucho que dejé de ser como ese manteísta de Sabas Juaranz, enamorado de mitos de carne y hueso o de leyenda...
—¿Y es por ello que lo usó de cebo, y que no le hubiese importado matarle? —le interrumpió Jovellanos.
—No lo comprende, señor alcalde. Sabas Juaranz ha sido un mero instrumento, como todas las víctimas. Además era pernicioso de por sí, porque, repito, se parecía a mí cuando yo tenía su edad. Era rebelde, idealista, arrojado... Sin embargo, no apreciaba la realidad en su verdadera esencia, y no quería aprender. Me veneraba, igual que yo veneré alguna vez equivocadamente, en lugar de comprender que los hombres mortales no somos nada, que solo cuenta el ideal que nos trasciende. Se preguntará usted a quién veneré yo. A una damisela de la mejor sociedad limeña. Lo malo fue que ella me correspondió. Algo parecido a lo que le ha sucedido, Jovellanos. Pero, al contrario que usted con doña Mariana, yo no tenía la menor oportunidad. Más bien cayeron sobre mí todos los prejuicios de los criollos. Me pegaron, me vejaron, me expulsaron hasta de las peores callejas. Entonces...
Jovellanos, terriblemente desasosegado, intuyendo que Herradura se dejaba arrastrar por el curso impetuoso de sus pensamientos, no quiso que se alejase así como así de aquello que acababa de referir. Le interrumpió.
—Un momento... Ahora lo veo claro. A raíz de aquel fracaso amoroso usted concibió la idea de que ningún hombre merecía la dicha del amor que se le había negado. Olavide con su mujer, yo con doña Mariana, incluso usted mismo con su propia esposa Isabel, y quizá muchos otros. ¿Cómo puede encontrar en esos sacrificios de seres inocentes un paliativo a su frustración? ¿Qué ideal noble se puede levantar a partir de ese principio?
—¡No ve nada, amigo mío! —exclamó tajante el invisible Herradura— ¿Cómo podría rebajarme a matar por una causa tan ridícula, igual que un personaje de Plauto? Tampoco es por ese motivo tan sutil que sostiene Twiss respecto a que tales damas específicamente molestaban a mis planes. ¡Bah...! Esas damas han sido solo unos pocos de entre otros muchos individuos. Simplemente se ha sentido más aflicción por ellas que por otros. Es su ventaja en la vida por infundir tanta ternura. Yo tan solo he hecho que desbrozar el sendero, y lo mismo han caído hierbajos que bellas flores.
—También asesinó al bueno de Quesada, ¿no?
—¿Quién si no? Con su muerte Ruiz buscaba un escarmiento, pero a mí me interesaba un mártir. Solo me adelanté a sus sicarios.
—Permítame decírselo, Herradura —intervino Twiss—, es usted un hijo de puta.
—Se lo permito, Twiss —sonó como un relincho de risa desde su oscuro lado del túnel—. Pero volvamos a mi juventud, a mis veinte años, cuando no tuve más remedio que escapar de Lima, asqueado e iracundo. ¿Saben qué hice? Me subí a los montes de Tarna y Guianuco y me uní al caudillo inca Juan Santos Atahualpa. Llevaba quince años en rebeldía al frente de los indios campas y había desbaratado a todas las tropas que el virrey marqués de Villagarcía había enviado contra él. Yo fui el único blanco que se le unió, aparte de su lugarteniente Antonio Gatica. Al principio a su lado creí encontrar un ideal puro de lucha en medio de aquellos picos selváticos y olvidados del mundo. Sin embargo, al cabo de un año hube de reconocer que Atahualpa era un vulgar saqueador, un embaucador estrecho de miras. Engañaba a los indios diciéndoles que era el enviado del dios Viracocha. ¿Qué se podía esperar de un tipo que para liberarles del imperio español a la vez los encadenaba en espíritu? Un día, no, una noche, en San Luis de Shuaro, Gatica y yo le estrangulamos. Qué difícil es estrangular a un hombre incluso con cuatro manos... Desde entonces me ha parecido un método de matar harto trabajoso, poco científico. De lo que no me apercibí fue de que Gatica había traicionado a su jefe junto conmigo y, al mismo tiempo, a mí mismo con las fuerzas del nuevo virrey, el conde de Superunda. Entonces, cayeron sobre mí grillos y cadenas. No me ejecutaron porque me tenían reservada otra suerte peor. Cosa que se le había ocurrido al padre de la damisela que, a sus ojos, yo había deshonrado en Lima. El caballero se llamaba Ventura de Santelices, el director del Banco de Rescates, la compañía de mineros y azogueros encargada de explotar las minas de Potosí y Huancavélica por medio de la mita. ¿Saben lo que es la
mita?
Jovellanos, Twiss, si quieren imaginarse una de mil partes de lo que es la mita, síganme por donde yo ahora me introduzco.
Dicho eso, la voz de Herradura desapareció de imprevisto. Jovellanos y Twiss esperaron volver a oírla durante un buen rato, pero fue en vano. Inquietos aun más que si tuviesen al asesino a la vista, apresuraron algo el paso a través de la opresiva cloaca. Avanzaron hasta ir a dar a un pequeño colector circular donde la alcantarilla que habían recorrido tomaba otra dirección. Jovellanos comprobó con la brújula que hacia el oeste, seguramente que para enfilar ya el río. Calculó que podrían encontrarse no muy lejos del palacio arzobispal. Iba a proseguir por ese camino, cuando Twiss llamó su atención con un toque en el hombro. Le señaló a su derecha, donde el halo de la luz era más intenso. Allí, a una altura de casi dos varas, se abría una boca arqueada por donde se derramaba una corriente de agua regular. Se apreciaban seis agujeros en su piedra, opuestos de tres en tres, en el arco y en la base recta. Debían de haber sujetado tres barrotes en tiempos inmemoriales, barrotes que en su momento se habían desintegrado. Twiss hizo las señales correspondientes con la mano para decir que, de acuerdo con sus palabras, Herradura tenía que andar por allí. No cabía otra interpretación.
Había que tener muchos redaños para intentar siquiera asomar la cabeza por aquel agujero, porque Herradura muy bien podría estar esperándoles allí mismo, a dos palmos, dispuesto a descargar un golpe mortal. Pero no tenían otra alternativa. Puesto que portaba el espadín y la vela, apenas ya un dedo de cera, Twiss decidió abrir la marcha. El conducto no era más ancho y grueso que el cuerpo de un hombre gordo, de forma que para avanzar había que contonearse casi como una serpiente, ganando terreno con movimientos de codos, cadera y rodillas. Por detrás, rozando las plantas de sus polainas, le seguía Jovellanos. Acaso todavía más incómodo que Twiss, pues el agua, que les bajaba desde la barbilla por el cuello, a causa del contoneo del inglés a él le salpicaba por toda la cara al punto de impedirle tomar aire a menudo. Twiss notó que les llegaba una sutil corriente de aire debido al temblor de la llama, que por momentos se doblaba más y más hacia ellos. Hasta que la única luz que poseían se extinguió súbitamente, como si alguien oscuro y silencioso hubiese soplado muy fuerte a dos cuartas de la mano que la sostenía.