El alcalde del crimen (65 page)

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Authors: Francisco Balbuena

Mientras esto sucedía, enfrente, la Audiencia era saqueada y se repartía vino a su alrededor. También en la plaza, en su extremo norte, en la Cárcel Real se sublevaron los presos, que en casi su totalidad escapaban para unirse al motín general, no sin antes ajustar algunas cuentas entre sí y entre los guardianes. Se temía que hubiera habido al menos una docena de muertos. Entre ellos parecía estar el peligroso falsificador de moneda Caetano Nunes. Este se había defendido de sus agresores a tiros desde el fondo de su covacha. Según se decía, una puñalada traicionera le había segado la vida tumbado en su propia y mullida cama. Luego, rociado de absenta, su asesino le había prendido fuego. Solo había quedado un horrendo e irreconocible cuerpo achicharrado.

Al oír esto, Twiss buscó la mirada de Jovellanos. Encontró en ella igual pensamiento que el suyo: el muy astuto y hábil Caetano había sucumbido a manos de aquellos a quienes ya no servía su astucia y su habilidad.

El capitán Moya tomó la palabra desde su silla.

—En mi opinión lo ocurrido en la cárcel no hace más que aumentar nuestras adversidades. Del pueblo común podríamos tener la esperanza de que llegado a un límite no lo sobrepasase. Pero unidos los presos a él, gentes arrojadas y peligrosas, sin nada que perder y mucho que ganar en el desorden, nada bueno nos puede augurar.

—¿Y por qué no han proseguido su ataque? —preguntó el siempre impulsivo Artola—. Muy al contrario, nos han dado la oportunidad de levantar las barricadas. En nuestro repliegue hemos visto como algunas casas ardían, pero no parece que esté habiendo grandes desmanes y saqueos, ¿no es así?

Bruna confirmó esas palabras con la cabeza. Excepto los incendios de esas pocas casas —entre las que se encontraba la de Jovellanos—, el de la cárcel y el de la Audiencia, poco más había habido hasta el momento. Como había supuesto, el conde del Águila sería un oportunista pero no un salvaje, de forma que no consentiría que se le escapase de las manos el control de la situación.

—¿No se han hecho con armas de fuego?

Meneses recibió parecida respuesta de Bruna.

—Todavía no...

José de Herradura aclaró para muchos esa aparente irresolución de los amotinados.

—Los cabecillas rebeldes no tienen prisa porque saben que el tiempo corre a su favor. Esperan que haya más asesinatos y, sobre todo, esperan a que concluya la Semana Santa. Hay que suponer que prefieren dar el paso definitivo de su levantamiento una vez que transcurran estos días, cuando los escrúpulos religiosos dejen de refrenar a muchos. Sevilla no es el Madrid de hace diez años, aquí pesa mucho más la tradición.

—¡Allá ellos! —exclamó Artola—. Ahí quería ir yo a parar. Ya que parece que no están dispuestos a seguir adelante por ahora, deberíamos aprovechar para desencadenar un contraataque. El asistente ya debe de estar cerca, de vuelta con sus tropas. A mí no me agradaría que me encontrase encerrado en este rincón de la ciudad con los brazos cruzados...

Se calló al ver que Bruna retrocedía hasta donde se alzaba una pequeña mesa. De ella cogió un tricornio de carabinero. Lo alzó para que todos lo viesen bien mientras regresaba a la mesa central. Explicó que pertenecía a uno de los tres correos que se habían mandado a las colonias de Sierra Morena.

—Esta prenda militar estaba a la venta en la plaza de Lora del Río. El cochero de la línea de diligencias Roca se hizo con ella, y ayer por la tarde, nada más arribar a Sevilla, la trajo al Alcázar. Nos ha contado que unos pueblerinos habían encontrado a los tres carabineros degollados entre los cañaverales del río. Les habían dado cristiana sepultura hacía más de una semana, aunque no tenían reparos en vender sus ropas.

El estupor se adueñó del cuarto de banderas. Casi todos los presentes se levantaron de sus asientos y se aproximaron para ver mejor el sombrero, para tocarlo incluso, como si no diesen crédito a sus ojos.

—No es posible... —masculló Esteban del Sagrario—. A unos y a otros, aquí y lejos de aquí, a curas y a soldados...

—¿Qué quiere ese monstruo? —se preguntó Meneses al tiempo que se enjugaba torpemente el sudor con un pañuelo de encaje. Twiss le contestó.

—Que nos pongamos nerviosos.

—Pero de algún modo, aunque sea por boca de un pastor, tendrán que llegar las noticias de lo que ocurre en Sevilla a las Nuevas Poblaciones... —comentó Artola con los dientes enclavijados mientras pasaba una mano por el fieltro del tricornio de uno de sus muchachos.

—Deseche cualquier esperanza —le replicó Herradura—. ¿Quién va a ir a aquellos montes tan apartados sabiendo que solo encontrará conflictos entre los colonos y los capuchinos de Romualdo de Friburgo?

Bruna volvió a hablar, acallando un conato de discusión con sendos ademanes de sus manos.

—Caballeros, debemos perseverar mientras tengamos ocasión. Ayer mismo despaché otros correos para Cádiz. He tenido que tragarme mi orgullo y pedir ayuda a la Capitanía General de la Isla del León. El viaje es mucho más corto, y esperemos que haya más suerte. Pero no nos vamos a quedar con los brazos cruzados mientras aguardamos acontecimientos. El señor Herradura tiene razón respecto a la Semana Santa. Así pues, antes de que concluya debemos reforzar nuestras posiciones. Hay un par de asuntos que tenemos que atender especialmente. Observen...

Se inclinó sobre el plano de Sevilla extendido en la mesa y todos los demás le imitaron.

Poco después, dentro del perímetro se desencadenaba un gran movimiento de tropas y civiles al servicio del Alcázar. Por medio de todo aquello que tuviese ruedas o cascos en las patas, se empezó a evacuar la fundición y la Casa de la Moneda. Había que trasladar a la ciudadela las piezas de artillería y los enormes moldes, susceptible todo de caer en manos de los rebeldes si estos sobrepasaban el cerco. Asimismo, había que poner a mejor recaudo todo lo de valor de la ceca; hasta la última onza de oro, pero también los preciosos troqueles y las prensas. Si a partir de entonces ese fabuloso botín aparecía como de difícil alcance, acaso en muchos sublevados menguasen las ganas de luchar. Así se hizo. Un reguero de carros, bestias y hombres estuvo toda la mañana yendo y viniendo a través del postigo del Carbón desde el barrio de la Carretería hasta el Alcázar.

Pero, aparte de las cuestiones defensivas, todavía aguardaban más tribulaciones aquella mañana. La primera tribulación era de carácter anecdótico, aunque parecía un claro indicio del nivel de nervios que podría acarrear el sitio del palacio. Sucedió mientras tenía lugar la reunión del Estado Mayor. Doña Leonor, haciéndose acompañar por Rosario y doña Amelia, se acercó al aposento que ocupaba Chantale de Grasse en la planta alta del patio de las Doncellas. La esposa de Bruna había quedado vivamente impresionada al enterarse de que la cautiva francesa era nada menos que la hermana del marqués de Grassetilly, un íntimo del rey Luis, y no había parado hasta dar con la forma de acercarse a ella. Aquella mañana había encontrado la excusa por medio de unos regalos de ropas que supliesen al desgarrado hábito de clarisa de la francesa. Pero Chantale era demasiado altiva como para aceptar la limosna de la vulgar mujer de un advenedizo plebeyo como Bruna, y rechazó el ofrecimiento con malos modos. Y, en la misma puerta de su cuarto, armó un descomunal escándalo. Entre insultos y patadas se arrojó contra doña Leonor, que no tuvo más remedio que defenderse. Las dos mujeres se engancharon por sus cabelleras, mientras que Rosario y su tía doña Amelia trataban de separarlas. Las cuatro rodaron por el corredor hechas un ovillo de tafetán y muaré, de enaguas y zagalejos, y sus gritos llegaban hasta el cercano patio del Crucero y la lejana huerta de la Alcoba. Finalmente, unos soldados separaron las uñas de los pelos y los dientes de los brocados. Más tarde, a Chantale de Grasse se la aposentó en un lugar más apartado y discreto, en una de las habitaciones altas del recoleto patio de las Muñecas. Francisco de Bruna estuvo a punto de dejarla libre para desembarazarse de esa arpía, pero Twiss le recomendó que no lo hiciera, pues estando fuera del Alcázar ella sola sería capaz de encabezar la peor banda de forajidos.

La siguiente tribulación era más trascendente, aunque en aquel momento nadie en la ciudadela podía llegar a interpretar su alcance. Se presentó nada más terminar el consejo en el cuarto de banderas. Al traspasar su puerta vieron venir presuroso hacia ellos al teniente Juan Gutiérrez. Llegaba sucio del polvo del camino, con barba de varios días. Había cumplido con su misión de buscar a Alonso Berardi por todo el curso inferior del río, aunque en vano. Al frente de su patrulla había alcanzado Las Horcadas, donde se suponía que se encontraba Berardi dirigiendo a sus brigadas de esclavos moros. Pero no se hallaba entre ellos, y tampoco nadie quiso o supo decirle en dónde paraba, a pesar de que se había interrogado de manera harto viril a un par de sus ayudantes.

—Finalmente —explicó Gutiérrez—, se nos acercó a escondidas un capataz de sirga que no debe de tener muy buenas migas con Berardi. Nos dijo que había oído rumores de que el genovés hacía días que había subido a la ciudad. Así pues, señor alcalde, ese masón puede estar ahora en Sevilla.

—¿No le parece mucha casualidad que tengamos indicios de la presencia de Berardi aquí precisamente en los días que suponemos se ha movido el oro de lugar, señor Twiss?

El inglés se mordió el labio inferior, procurando no decir más cosas que las que hubiese deducido Jovellanos.

—Lo que me parece es que si Berardi tiene algo que ver en esto deberíamos vigilar muy bien el puerto de las Muelas, por si pretende sacar las tejas a través del río que tan bien conoce.

—¿Qué oro? —intervino Artola—. ¿No han dicho que no lo han visto? Ese oro no existe, caballeros...

—No podemos descuidar esa posibilidad —dijo Bruna, alejándose del corro de hombres—. Sagrario, encárguese de que se controlen exhaustivamente todos los movimientos del muelle.

—Así se hará...

La última tribulación ahondaba más profundamente bajo el pecho de Jovellanos. Ocurrió poco antes de mediodía, después de tres horas de mal sueño. Una vez afeitado, al salir de su aposento se encontró con Fermín y Fernández, que hablaban sin tapujos pero que nada más verle aparecer se callaron de repente. El muchacho incluso ensayó una escapada nerviosa y sin sentido. Jovellanos le detuvo con un par de voces. No le gustaban nada las expresiones de su pupilo y de su secretario, así que exigió explicaciones.

Fermín contó que había estado un buen rato fuera del perímetro, husmeando entre los numerosos grupos de amotinados que se encontraban acampados en la plaza de San Francisco. Allí había oído un rumor inquietante. Resultaba que por la noche había habido un incidente en las tapias del caserón de doña Mariana. Se creía que alguien había intentado saltar el patio. Aunque no podía ser ninguno de los rebeldes que mantenían rodeada la casa —se aseguraba—, pues tenían órdenes de vigilar a la marquesa, y no de agredirla o asustarla más de lo necesario.

Alarmado, Jovellanos se encasquetó su sombrero y se dispuso a ir hacia donde le mandaba su corazón. Sin embargo, Fernández le contuvo agarrando uno de sus brazos. Después de tantos años de conocerse, aquel hombre, poco mayor que él, era la primera vez que le tocaba. Hasta ese punto llegaba el respeto que le profesaba. Jovellanos observó aturdido los ojos implorantes de su secretario.

—Se lo ruego... No vaya, señor alcalde. Sería peor...

«Maldito y condenado inglés», se dijo Jovellanos pensando en Twiss. También había seducido a Fernández con su irritante sentido común.

Capítulo 25

Poco después de las doce del mediodía del Viernes Santo una carroza traspasaba la cancela de la casa de Mariana de Guzmán. Conducía el carruaje la propia marquesa, y no su cochero Guillén, que se quedaba atrás atribulado en medio del patio, sin entender por qué se prescindía de él. Los facinerosos que custodiaban el caserón pegados a la tapia se quedaron perplejos por lo que veían. No tanto porque aquella damisela enfermiza y perdida gobernase un coche de dos tiros, ya que habían oído hablar de su destreza al mando de las riendas, sino porque se atreviese a aventurarse a la calle estando ellos allí, y estando Sevilla como estaba.

Mariana iba erguida y altiva en el asiento del cochero. Con ambas manos manejaba las riendas, con el suficiente temple para que las bestias sintiesen que eran bien gobernadas, y cruzado en su regazo llevaba el látigo. Su mirada se dirigía fija al frente, como si no le importase nada de cuanto ocurriese alrededor, ni siquiera los escupitajos que caían en los bajos de su vestido. Los amotinados escupían, pero no se atrevieron a impedirle el paso, simplemente se apartaron con expresiones hoscas y echaron un vistazo al interior del carruaje. La frágil marquesita salía sola.

La carroza se dirigió al sur de la ciudad por la ruta que permitiese eludir mejor las plazas y calles más concurridas. Atravesó un buen trecho por Jesús del Gran Poder, luego por San Eloy, pasando por delante de El Coliseo —en cuya puerta, atestada de frailes de diferentes ordenes, le pareció distinguir a Diego José de Cádiz con un gran crucifijo en la mano—, giró en torno a la iglesia de la Magdalena, bajó por San Pablo, fue paralela a la muralla a lo largo de la calle de la Pajería, y por fin enfiló la calle de los Simios. Era la primera vez que doña Mariana se aventuraba por la mancebía de El Arenal. Al igual que por los barrios más elegantes, su paso levantaba gran expectación. No faltaban las amenazas y los insultos soeces de los transeúntes, pero el porte gallardo y decidido de la joven refrenaba más de una intención aviesa.

Al principio se sorprendió de no ver apenas prostitutas. Le habían contado que hasta en pleno día pululaban en enjambres por sus esquinas y callejones. Más tarde, al pasar por la bocacalle del Arquillo de Atocha, atisbo un revuelo de gentes que tenía lugar alrededor de una torre de la muralla. Varios jóvenes diáconos con varas la habían emprendido a verdugazos contra un variopinto amasijo de mujerzuelas y gañanes, que esgrimían sus dagas retadoras, pero que no se atrevían a hacer uso de ellas. Era evidente que el clero trataba de arrinconar las costumbres más licenciosas. En cambio, sí abundaban los matasietes y los pillos de toda índole, que bebían y jugaban a los dados y a la baraja en cualquier rincón de la calle principal, así como vendedores de fruta y hortalizas llegados de Triana, de pescado y de aves del río, que vendían sus géneros en el suelo sobre meras esterillas. A ninguno le gustaba que tuviesen que apartar sus mercancías al paso de la carroza, y no se privaban de hacerlo entender profiriendo amenazas e improperios contra su conductora, pero acababan cediendo a su tenacidad.

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