Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
Obviamente, de inmediato se les pasó por la cabeza que aquel había sido el escondrijo donde habían estado guardadas las tejas de oro durante nueve años. Había sitio para contener varios cientos. Tal vez Thiulen no había tenido tiempo de sacarlas de allí. Sí, eso explicaría todo.
—Otro Lorenzo igual a Thiulen... —comentó Twiss—. ¿A qué esperamos?
Como impelidos por una ciega pasión, se apresuraron a mirar al interior a través de medio palmo de rendija que se les ofrecía. Cuál no sería su horror cuando la luz les reveló que dentro descansaba un cuerpo, alguien con túnica de nazareno.
—¿El cómplice interior...? —preguntó Twiss al tiempo que medio afirmaba.
—¿Por qué habría de llevar túnica? —replicó Jovellanos con la llama de su vela temblando en los espejos de sus ojos.
Sobraban las especulaciones. Pegaron las velas en la misma lápida, a ambos lados del caballero de piedra dormido, y se pusieron a descorrerla todavía más a fin de observar mejor el cuerpo. Entre ambos hicieron un esfuerzo enorme, imaginándose la fuerza que debería poseer Thiulen para correr y descorrer solo aquella mole marmórea.
—¡No, no, Twiss, no es posible...! —exclamó un abatido Jovellanos cuando la lápida se hubo descorrido lo suficiente.
Por su parte, Twiss cerró los ojos y negó repetidas veces, cansado, apoyado en el borde del sepulcro. El cuerpo carecía de cabeza y presentaba todas las características del
anima pinguis.
Jovellanos retrocedió hasta la pared, también agotado. De espaldas a ella reflexionó en voz alta.
—Lleva razón, Twiss. Ese hombre debía ser el cómplice que les abrió la puerta. Quizá fuese un profesor, alguien de una orden religiosa. De este modo Thiulen vuelve a cumplir con sus designios anunciados en el piscator, reservando el
anima pinguis
solamente para aquellos que profesan. —A continuación entonó unos versos del vaticinio correspondiente—. «... Que el ladrón perderá sus dedos, y la virtud se tornará desvelos...»
Al abrir Twiss de nuevo los ojos, algo en el fondo de la urna le llamó la atención. Se mojó un dedo con saliva, se metió en la urna hasta la cintura y pasó el índice por su lecho. Por un segundo Jovellanos pensó que su acompañante había perdido el juicio. Al poco Twiss emergió y acercó una vela a su dedo. Hizo una señal a Jovellanos para que se aproximase. Este no pudo evitar que el asombro enarcase sus cejas. El dedo de Twiss brillaba.
—Fíjese. Polvo de oro. Un polvo que solo se desprende del oro de la mejor ley. No, Gaspar, no me gustaría tener tanta razón. Porque no querría preguntarme cómo ese individuo ha podido deshacerse de las tejas...
Jovellanos se imaginó que la misma desazón que a él le embargaba debía de estar socavando la entereza de Twiss. Quiso buscar una última explicación racional a aquel misterio, así que también él se inclinó por dentro de la urna para pasar los dedos por el fondo y para mirar por debajo del cuerpo.
—Debe de haber una explicación, Richard... —se oyó su voz, ahuecada y forzada por la posición—. Seguramente ese canalla ha arrojado tal polvo a la urna para castigarnos aún más la inteligencia. O acaso solo había unas pocas tejas, como antes hemos pensado, que se podía haber llevado en su saco, por los tejados, por el mismo camino que hemos usado nosotros. En todo caso habrá huellas en el mármol..., que es una piedra muy blanda.
Twiss emitió unas breves y débiles carcajadas.
—Sí, eso es. Ese iluso se creía que ocultaba un gran tesoro cuando en realidad no tenía oro ni para hacer un anillo a cada esbirro de Caetano.
Volvió a reír, esta vez con ganas, y esperó la risa de Jovellanos. Pero este no tuvo ninguna reacción sonora; muy al contrario, se irguió en silencio con la cara lívida como el mármol del sarcófago. A continuación, con la mirada, indicó a Twiss que observase las muñecas del cadáver, despejadas de las mangas de la túnica por él.
Twiss no podía creer lo que veía. Alrededor de sus muñecas aquel hombre poseía unas marcas, algo así como pequeñas costras de piel que, una a continuación de otra, formaban círculos perfectos. Eran las escarificaciones de las que habló Sentina respecto a Thiulen. Azarado, deseoso de confirmar lo que no quería admitir, abrió la túnica por su parte superior. Allí también, alrededor de la base de lo que quedaba de cuello, existía otro círculo parecido a un collar de costras.
—Dígame que esto es una pesadilla, Jovellanos. Dígame que en realidad nos hemos quedado dormidos vigilando la casa de Jacinto Horcajo, y que usted simplemente es una ensoñación mía...
Jovellanos no dijo nada y cerró los ojos. Se limitó a entrelazar las manos frente a la cara. Pero no rezó, más bien trataba de asirse a los fundamentos de su espíritu racional para no verse arrastrado a una sima de instintos y de miedos supersticiosos.
—Salgamos de aquí, Twiss. Salgamos de aquí antes de que sea demasiado tarde...
Estaban conformes en que esa era la mejor decisión, de modo que volvieron a encasquetarse sus puntiagudos tricornios. Sin embargo, antes de dar un paso, hasta ellos llegó con claridad hiriente una cantinela del campanario. Alguien estaba tañendo la campana de la iglesia con insistencia sañuda.
—¡No estamos solos...! —dijo Jovellanos en voz alta, a lo que Twiss correspondió de igual modo.
—¡El
interfector,
sea quien sea, aún está aquí!
Sin más dilaciones, echaron a correr hacia donde sabían que se encontraba el campanario. En cierta manera aquellos tañidos habían sido como un bálsamo, un acicate para entrar en acción y postergar las áridas y desagradables reflexiones para más tarde.
—¡Cúbrase el rostro con la capa! —aconsejó Jovellanos a la carrera.
—¡Así lo haré! ¡Ese bastardo a mí no me mata con su cerbatana...!
Después de todo, sus mentes todavía regían con sentido. El error fatal de Thiulen y todos los demás, si bien insospechado, había sido desprenderse de los capirotes de sus túnicas a causa del calor. Así que de ninguna forma debían ofrecer un palmo de carne desprotegida donde el asesino pudiese clavar sus dardos.
Pasaron frente al presbiterio y cruzaron la nave central con cuatro zancadas. A un lado, frente al campanario, la multitud de estudiantes y religiosos regulares de la procesión se había agolpado en torno al portón. El clamor de la campana en medio de la pía noche de Jueves Santo había sido como una llamada, un toque de alerta en los ánimos exaltados de una muchedumbre por semanas de creciente zozobra.
Lo que encontraron Jovellanos y Twiss en el pequeño rellano del campanario no hizo sino añadir un balde más al pozo del horror. Ante ellos, el sargento Bustamante, completamente desnudo, colgaba de la cuerda de la campana por el cuello seccionado. De ningún modo había podido alcanzar al segundo pelotón de sus hombres de la calle Laraña; y, lo que había sido fatal, se había tropezado con el
interfector.
Este, habiendo acabado su labor dentro del edificio, no habría querido permanecer ocioso pudiendo engrandecer con más escarnio el sangriento cuadro. La forma en que hubiese salido y vuelto a entrar en el templo con el cuerpo y sin ser visto era otra losa más de ignorancia que caía sobre ellos.
El cuerpo todavía se movía debido al impulso dado: hacia arriba cuando la campana bajaba, y hacia abajo cuando subía. En ese momento las rodillas del viejo soldado se hincaban en el piso y su tronco muerto se inclinaba hacia delante, como si se prosternase humillado. La pareja se apresuró a detener ese odioso e indigno vaivén. Ambos hombres agarraron el cadáver, como si se sujetasen a una columna temblorosa. La campana dejó de sonar, y fue aquel silencio repentino lo que aguzó sus sentidos más profundos. Algo o alguien, inmóvil, oscuro, silente, por detrás, estaba fijo en ellos.
Jovellanos y Twiss, a la vez, se giraron protegiéndose con las capas como si se embozasen. Tan solo pudieron ver cómo unas piernas salían ligeras hacia la nave central. Fueron tras ellas. Hubieron de rodear los bancos, cosa que el
interfector
no había hecho, porque había corrido a saltos sobre los mismos. Le vieron entero, con la vestimenta negra que describiera Fermín, cuando subía y cruzaba las gradas del presbiterio, agitando con su empuje las llamas de la multitud de velas que adornaban el altar. Hasta que desapareció por un lado del retablo mayor.
—¡Vamos!
—¡Corra!
Se animaban entre sí Jovellanos y Twiss. No podían desperdiciar esa ocasión por nada del mundo, a pesar de que por los golpes en el portón presagiasen fugazmente que algo inquietante ocurría en el exterior del templo.
Cientos de nazarenos y penitentes pugnaban por entrar en la iglesia. Algunos se habían encaramado fuera de sí a las hornacinas vacías de su portada, los más golpeaban la madera remachada, gritando vivas al Cristo de la Buena Muerte. Un fraile se abrió paso entre brazos y piernas sin control, llegó a la puerta con su llave y la hizo girar dentro de su cerradura. Pero las hojas no cedían, y eso enervó aún más la cólera de los estudiantes. Entonces ocurrió que empezaron a oírse por doquier en Sevilla las campanas de sus iglesias, como si la de la Anunciación las hubiese despertado a todas. Era la señal del Cielo que fray Diego José de Cádiz había advertido que llegaría para que todos se levantasen contra los enemigos de la religión católica. Fue así que, por esa suerte de aparente intervención celestial en su templo, los estudiantes tornaron sus vivas a Jesucristo en mueras contra Pablo de Olavide y todos los del Alcázar. Redoblaron su empuje por cruzar el umbral de la iglesia, en cuyo interior creían que estaba pasando algo extraordinario, pues aparecían patentes para todos los signos que les hacía ver su fe. Pero pese a sus embestidas el portón seguía sin ceder.
Jovellanos y Twiss siguieron los pasos del asesino por estancias y pasajes de los que supusieron que iban a dar a otro de los rincones del claustro, el más cercano a aquel por el que ellos habían cruzado. Al ir a doblar un corredor, uno detrás de otro tropezaron con algo blando atravesado en el piso. Rodaron en la oscuridad y se golpearon con las paredes y algún mueble. Dolorido, Twiss regresó a gatas y tanteando, hasta dar con el cuerpo caído. En medio de la penumbra hizo un esfuerzo para tratar de averiguar con quién habían topado. Llegó a vislumbrar que era alguien joven, no mayor que Sabas, con el cuello abierto y una llave metida en la boca. Era el estudiante que desde el interior había franqueado la puerta de la calle de la Sopa.
—¿Quién es? —preguntó Jovellanos, procurando incorporarse.
—No es
él...
—contestó Twiss.
Continuaron su alocada persecución hasta alcanzar el claustro. Salieron al centro del patio empuñando sus armas. Allí no había nadie más que ellos. Miraron hacia las alturas, a las hiedras que se elevaban hasta el tejado agarradas a sus pérgolas, a su vez sujetas a las columnas de los arcos. La blanca luna y los repiques de las campanas parecían llenar el cielo nocturno. Ni siquiera se les ocurrió pensar que el
interfector
pudiera haber escapado por otra puerta, pues ¿no tenía el estudiante asesinado en el pasillo la llave dentro de su boca? Estaban seguros de que había salido a la calle por los tejados, por el camino que ellos bien conocían.
—¡Sé que me oyes...! —gritó Twiss levantando con desesperación sus pistolas—. ¡Baja y enfréntate a mí con los puños! ¿Quién eres? ¿Qué pretendes de nosotros?
Twiss giró como un borracho cerca de la fuente, se guardó las pistolas y a continuación se puso a trepar por una de las pérgolas. Jovellanos le agarró y procuró hacerle desistir de su empeño.
—¡De nada te va a servir ese tesoro! ¿Me entiendes...? —clamaba Twiss mezclándose en su boca el sudor con la saliva.
—Déjelo, Richard. ¿Quién sabe dónde andará ya? Ese tipo es igual a los gatos, ágil como ellos y con parecida vista. Morico me aseguró que era un nictálope, alguien que ve tan bien de noche como de día.
Al oír eso, una idea fugaz como una centella cruzó la cabeza de Twiss. Era algo muy revelador, algo precioso, pero que por la tensión del momento se vio incapaz de retener. En esos instantes solo le poseía la decidida voluntad para seguir agarrado a la hiedra.
—Baje —insistió Jovellanos—. Debemos regresar y descolgar a Bustamante.
—¿Qué despropósito es ese? —replicó Twiss—. Debemos salir de aquí. Van a derribar la puerta y nos van a capturar entre tantos muertos.
Jovellanos se retiró de él en dirección a la iglesia.
—La puerta resistirá. —Jovellanos retrocedió unos pasos—. Pero, en fin... Haga usted lo que quiera... Yo voy a descolgar a ese hombre. Bustamante era un soldado valiente y no un criminal. No se merece que le encuentren tan deshonrosamente.
Twiss comprendió que debía hacer caso a Jovellanos; al fin y al cabo, él era el hombre de acción. Fue detrás, y juntos alcanzaron de nuevo el rellano del campanario. El portón resistía los embates del gentío, en efecto. Una vez descolgado el sargento, le llevaron a uno de los bancos para que reposase dignamente. Jovellanos comenzó a quitarse su capa a fin de cubrirle.
En ese momento sintieron por detrás el gañido de unos hierros rozando sobre otros metales. Ellos se volvieron hacia el portón aturdidos, y lo que pudieron entrever a través de las penumbras les dejó paralizados. Alguien estaba descorriendo los pasadores que hasta ese instante habían mantenido unidas las hojas de la puerta. No era el
interfector,
que les estuviese infligiendo la más cruel broma, sino alguien bien conocido para Twiss: Silva. Sin duda que a partir de la pelea callejera les había seguido los pasos a lo largo de los tejados.
Nada más descorrer el último pasador, Silva soltó una risa heladora, y, acto seguido, dejó que la muchedumbre del exterior, al irrumpir como una avalancha, al abrir de par en par las hojas, con una de estas le ocultase contra el muro.
Las primeras filas de estudiantes y frailes rodaron por el suelo debido al empuje de sus compañeros. Se incorporaron enrabiados, pero también satisfechos de haber forzado por fin el portón. Mas, de repente, la horda con túnicas o sin ellas, con hábitos o sin hábitos, colegiales o manteístas, se encontró cara a cara con Jovellanos y Twiss. Se contuvieron y se fueron acallando justo en el sitio a donde llegaba la luz lunar. Parecía que no daban crédito a lo que veían: dos sujetos trasteando sobre un cadáver degollado y en cueros dentro de su iglesia, en posición yacente semejante a la de Cristo muerto.