Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
—Deje que veamos nosotros...
Dicho eso, Twiss se acercó al balcón y subió la persiana. El sol de la tarde penetró en la estancia con una intensidad cegadora. Los ojos de todos se fueron haciendo a la luz, fijos en el torso de Sagrario. Tenía aún la camisa medio abierta, dejando al descubierto un espeso vello y algunos lunares, pero nada más. Los intrusos se observaron entre sí decepcionados. Intrigado por ese proceder, Sagrario también se echó un vistazo al pecho.
—¿Qué buscan?
—Una especie de cicatrices —le contestó Twiss—. Las tiene el asesino.
—¿Y por eso se han atrevido a arrasar mi casa?
—Le ruego que nos perdone —se disculpó Bruna envainando su arma—. Tenemos razones para pensar que el asesino es alguien a quien se le llama
peruano.
—Esto no tiene perdón, señor Bruna. —Sagrario cogió sus calzones y reanudó su vestimenta—. Se han comportado como inquisidores. Podían haber preguntado como gente civilizada.
—¿Qué deberíamos preguntar? —inquirió Jovellanos.
Sagrario alzó su cara hacia él, mostrando una sonrisa perversa.
—El único
peruano
que conozco con cicatrices por todo el cuerpo se llama Rafael Artola...
Sin más dilaciones, el grupo salió corriendo de la casa de Sagrario. No había más tiempo que perder en aplacar a aquel hombre. Por fortuna, aun siendo paisanos, los miembros de la
corte de los peruanos
nunca habían estado bien avenidos, de modo que esa revelación de Sagrario tenía todos los visos de ser verdadera a fuer de querer incordiar a Artola. Todo convergía en él.
De nuevo en el patio se encontraron con Hogg, a quien habían dejado bajo un naranjo, y que hablaba con el capitán Doncel y otros seis soldados. De inmediato Doncel les puso al corriente de que no había podido dar con José de Herradura, pero sí con Artola. Estaba con los carabineros en su dormitorio, dándoselas de Alejandro Magno. A Artola a menudo le gustaba mezclarse con la clase de tropa, especialmente con los carabineros a quienes mandaba, a los que denominaba «mis conquistadores». Aparte de beber y bromear con ellos, le encantaba contarles sus aventuras galantes y sus lances guerreros en milicias extranjeras, todo lo cual le había hecho muy popular en la guarnición. Los hombres irían por él a cualquier batalla, más aún que por el mismo asistente.
El dormitorio de los carabineros era una larga nave esquinada entre el apeadero y el patio de Banderas, paralelo y por delante de las caballerizas, haciendo fachada a un pasaje que conducía al pequeño patio del Yeso. Doncel había dejado apostados un par de sus hombres en cada una de sus dos puertas. Los de la principal saludaron a Bruna cuando el grupo se les acercó. Antes de decidirse a entrar, llegaron hasta ellos las palabras jactanciosas que Rafael Artola pronunciaba a viva voz en su interior, acompañadas de las risas y aprobaciones de quienes le escuchaban.
—¡Bruna es más delicado que una porcelana de Sévres...! —decía subido a un camastro y empuñando su sable, atendido con delectación por unos diez carabineros medio desnudos— ¡Si anoche me hubiese hecho caso, a esta hora los rebeldes andarían corriendo por Portugal! Bastaba que nos hubiésemos abierto paso con nuestros sables hasta el Cabildo, como hizo mi regimiento en la batalla de Kolin, donde le dimos una buena lección al mismo Federico el Grande. ¡A este quiero, y a este no quiero! ¡Zas, zas...! Ah, si hubiesen rodado cincuenta cabezas entre los cascos de nuestros caballos...
Al ver aparecer por la puerta a Bruna, Jovellanos y Twiss, seguidos de Doncel y dos soldados, los carabineros borraron sus caras risueñas, y algunos incluso se incorporaron de sus camastros, aunque sin llegar a ponerse firmes. Artola advirtió esa reacción, dejó de dar tajos al aire con su sable y se giró hacia donde todos miraban.
—¿No cree que ya han rodado demasiadas cabezas, Artola? —comentó Jovellanos.
El interpelado enmudeció por unos segundos, y en su rostro se dibujó una severidad escalofriante. Sin embargo, pronto la transmutó por una expresión de guasa, que extendió el desconcierto entre los recién llegados y la admiración entre sus
conquistadores.
—Muchachos, demos la bienvenida a los
asistentes
del asistente. —Rió y arrancó risas—. Aunque sin permiso, por fin parecen escuchar la voz de los hombres de valía.
—¡Suelte el sable y dese preso! —le espetó Bruna.
—Así que estamos en esas... ¡Venga usted a quitármelo!
Bruna y los suyos dieron unos pasos hacia Artola y al momento los carabineros echaron mano a sus armas para defenderle. Se agruparon en torno a él. Pero entonces, por cada una de las seis ventanas de la nave irrumpieron dos o tres fusiles de los granaderos que habían sido apostados en el callejón. Los carabineros retrocedieron o bajaron sus armas. Aquello les pareció algo más serio que una simple bronca entre funcionarios celosos. No obstante, Artola permanecía encaramado sobre el camastro, retador.
—¡Suelte el sable! —repitió Bruna.
—¡Atravesado en su pecho! —gritó Artola al tiempo que le embestía con el acero.
Pero un disparo certero de Twiss dio en la base de su empuñadura y se lo arrancó de la mano. Acto seguido, Doncel y tres soldados se abalanzaron sobre él. Les costó trabajo dominarle. Por fin le sujetaron fuertemente acostándole sobre el camastro. Jovellanos se inclinó sobre Artola y le abrió la camisa. Lo que se les ofreció a sus ojos era impresionante. Tenía todo el pecho hasta la garganta cruzado de cicatrices: curvas, rectas, incisas, recientes o casi borradas por el tiempo. Jovellanos sabía que allí y en aquel momento debían dar una explicación de por qué actuaban de ese modo, si no querían que el malestar de la milicia perdurase, aumentase y derivase por derroteros incontrolables. Así que, tan rápido y tan fuerte como le permitía su garganta reseca, comunicó a Artola las graves sospechas que recaían sobre él y los motivos que las avalaban.
Para turbación de todos los presentes, Rafael Artola se echó a reír cara al techo de la nave. Risa que paulatinamente fue decayendo en un amargo llanto. Las lágrimas se derramaron de sus ojos cerrados y bajaron por las hendiduras varoniles de sus mejillas. Jovellanos hizo un gesto a los soldados para que soltasen sus miembros y retrocediesen un paso. Twiss echó un trago de su petaca, y acto seguido fue el primero que se atrevió a romper aquella enojosa situación.
—¿De qué se ríe? ¿Por qué llora? ¿De nosotros o por las víctimas?
—Es el llanto de quien ve el patíbulo delante de él —comentó Bruna.
—Esperemos que antes de subir a él nos diga dónde se halla ese oro —volvió a apostillar Twiss.
—¡Bah...! No dejará de gimotear... —insistió Bruna de manera implacable.
Inesperadamente, como espoleado por la rabia, Artola se incorporó, y se hubiese arrojado otra vez sobre Bruna de no ser porque sables y bayonetas se lo impidieron.
—¡Le voy a decir por qué lloro, pisaverde! —gritó con babas y lágrimas saltando de su boca—. Es cierto que aquella noche en Triana veía en el castillo como si fuera de día, pero no con mis ojos, sino a través de amargos recuerdos. El hombre que en Lima me contó cómo era por dentro el castillo de San Jorge de Sevilla no fue otro que mi padre. Sí, él trabajó para la Inquisición, y de verdugo. En tiempos más duros que los de ahora, cuando se atormentaba a diario a docenas de desdichados. Cuando dentro de sus muros había más monstruos y seres embrutecidos de los que podemos imaginar. Y el peor era mi padre, sí, señor Bruna. Era tan bueno con los hierros candentes y el látigo que el Santo Oficio de Perú le reclamó mediando un buen sueldo. Sucedió en la época del virrey marqués de Villagarcía, que quiso acabar de una vez a sangre y fuego con la rebelión del indio Juan Santos Atahualpa, el último de los incas. Entonces y allí, en medio de una bacanal de sangre y dolor, fue que me engendró aquel demonio. Un ser tan abyecto que, hasta que no me embarqué de joven en El Callao, no había día que por cualquier motivo no me azotase hasta caer rendido. Es verdad que muchas de estas cicatrices son posteriores. Me las he ganado en el campo de batalla luchando al servicio de los Habsburgo contra los prusianos o contra los turcos. Miento, señores. Las he buscado yo con ansia en los filos y las puntas de las armas enemigas. No porque desease la muerte, que tal vez la deseaba, sino porque algo me dominaba y me decía que castigándome así castigaba también a mi padre. Por eso río y lloro, Twiss, Jovellanos, señor Bruna... Es gracioso y triste que se me acuse de crímenes horrendos basándose en las huellas de un crimen horrendo que dejó el cadáver de un niño flagelado e insepulto dentro de mi persona.
—¿Lo ha oído, señor alcalde? —prorrumpió Bruna, tratando vanamente de volver aquellos contundentes argumentos en contra de quien los había pronunciado—. Acaba de confesar la causa por la que odia al clero y a todo lo que conlleva...
—Artola no es el asesino —se oyó la voz grave y rotunda de Hogg, que estaba en el umbral de la puerta apoyado en sus muletas, entre dos soldados. Desde allí había escuchado con gran aflicción la historia de Artola, tan cruzada de azotes como la suya.
—¡Bah...! —Bruna despreció la opinión de Hogg, y dio sobre sí una vuelta completa para ir viendo los rostros de todos los presentes—. Yo no creo en las supersticiones de los salvajes. Artola puede ser tan sincero como verdaderos sus crímenes. No hay contradicción en ello. ¿Por qué no nos cuenta dónde estuvo anoche después de que Jovellanos le dejase en la calle de las Armas?
Artola no necesitó decir nada, puesto que varios de los carabineros salieron en su defensa. Juraron por la Virgen Santísima que habían estado toda la noche a su lado, luchando de calle en calle con facinerosos hasta alcanzar la zona protegida. A continuación se desató un gran alboroto de apoyo hacia él. Twiss se subió a otro de los camastros y reclamó silencio levantando una pistola.
—¿Y qué nos dicen de José de Herradura? ¿Alguien le vio anoche?
Cada cual miró a quien tenía al lado. Hubo murmullos y gestos de ignorancia. Jovellanos asintió sutil pero significativamente de cara a Twiss, leyendo su tensa y vivaz expresión. Pensaba igual que él. Solo cabía ya la posibilidad de que Herradura fuese el
interfector,
porque, sin nada, sin siquiera sospechas que hubiesen recaído sobre él, quedaba desnudo ante la evidencia. De lo contrario, sería el desastre para todos ellos.
—Yo estuve con Herradura —dijo por fin uno de los granaderos que se asomaban por una de las ventanas del fondo del dormitorio—. Yo estuve con él en el hospicio de San Hermenegildo. Pero se ausentaba mucho, a veces durante cuatro o cinco horas seguidas. A los que le acompañábamos nos decía que se iba a hacer rondas para vigilar el edificio desde el exterior. Entonces no nos importó, pues aquel parecía un lugar muy tranquilo. Pero ahora...
Twiss saltó del camastro y fue el primero en reemprender la marcha. Todos los demás fueron saliendo deprisa de la nave.
El capitán Doncel condujo al grupo hasta el cuarto que ocupaba Herradura en una casa del patio, donde momentos antes él ya había estado en su búsqueda. Era un sitio pequeño, sobrio y aseado, con una cama, una cómoda, una mesa, una silla y una pequeña librería llena de volúmenes. Solo entraron en el cuarto Jovellanos, Twiss y Bruna, mientras que Artola se quedaba en el quicio de la puerta. Este parecía un hombre renacido, como si la escena que había padecido en el dormitorio, delante de sus
conquistadores,
hubiese cauterizado heridas abiertas en su alma. Sería arrojado y temerario, pero no era un ser rencoroso. Si alguna vez había castigado a alguien baldíamente, había sido a sí mismo. Por su parte, Doncel se alejó en busca de Gutiérrez, Moya y Sagrario, a fin de que entre todos, con toda la gente disponible, indagasen sobre el paradero de Herradura.
El trío registró minuciosamente cada rincón del cuarto. Conocían de sobra a Herradura a través de su faceta de
interfector
como para no albergar esperanzas de que hubiese dejado pista alguna acerca de su escondrijo secreto. Porque debía tenerlo donde guardar su vestimenta negra y sus infernales instrumentos de matar. Pero cabía la posibilidad de encontrar algún trozo de la extraña tela de su traje oscuro, o algún dardo caído en algún rincón, o algún macabro trofeo de sus víctimas, algo que les confirmase materialmente lo que para el intelecto ya resultaba evidente por medio de la razón.
No había nada sospechoso en el cuarto, ni siquiera algo extraordinario. Herradura parecía un hombre discreto, pulcro y metódico, de lecturas no demasiado arriesgadas. En eso que al hojear Jovellanos uno de los libros cayó de él un mechón de pelo negro y sedoso, que Twiss se apresuró a recoger del suelo, como impelido por la textura de otro semejante que no podía olvidar. Lo pasó entre sus dedos a la vista de los demás.
—Pudiera ser el recuerdo de alguna víctima... —comentó.
—No. Juraría que ese cabello es de mujer —repuso Jovellanos.
—¿De mujer? —dijo Bruna con una sonrisa incrédula—. Pero si a Herradura no se le conocen... amoríos...
—Pudiera ser de alguna de las chicas de Los Isidros —apuntó Jovellanos.
Artola entró en el cuarto, se acercó a ellos y se puso a acariciar un extremo del mechón.
—Este pelo era de su esposa —sentenció, atrayendo sobre sí las miradas desconcertadas de los otros—. Se llamaba Isabel de Velasco. Era muy bella y llamaba la atención por su cabellera negra y ondulada, como el de una gitana. Murió hace años, poco después del casamiento. El médico dictaminó que porque su delicado organismo no pudo soportar un incipiente embarazo. Yo apenas la vi un par de veces, y Herradura nunca habló de ella después.
Jovellanos señaló con una mano abierta las paredes blancas del cuarto.
—¿Y vivían aquí? Me parece poca cosa para un hombre casado y de su posición.
—No, señor alcalde. Aquí se mudó una vez viudo. De casado vivía en un par de casas. Ignoro dónde. Herradura es un hombre muy reservado. Ahora veo que como una serpiente...
—Esa casa pudiera ser un buen escondite... —caviló Twiss.
—Con un poco de suerte puede que se encuentre dentro del perímetro —apuntó Bruna.
Jovellanos se acercó a la pequeña ventana y miró hacia el patio de Banderas. Desde allí pudo ver a pelotones de granaderos cruzar a la carrera la plaza de un lado para otro, registrando una vivienda u otra, mientras que al lado de la fuente formaba una compañía de carabineros en sus monturas dispuestos a extenderse por las calles que todavía se controlaban.