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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (35 page)

Ruiz dejó ver un rollo de papel con su otra mano. En eso que los del redondel esgrimieron sus espadas contra los de la puerta elevada o las volvieron a desenvainar de debajo de sus capas. Twiss permaneció tranquilo, procurando acercarse a la escalera. Para ello necesitaba seguir hablando.

—No sea insensato, Ruiz. La única lista que le tendría que preocupar es la que posee en su mente el asesino de sus hermanos. En la que, por cierto, puede que esté usted. Debería saber que nadie en este momento conoce la identidad del asesino. Y que solo hay un modo de desenmascararlo, que es con los instrumentos de la ley, y no con los de la barbarie. Suelte a ese hombre y déjenos partir. Le prometo que...

—¡No dé un paso más, y deje caer sus famosas pistolas!

—Conforme. Para que vea mi buena voluntad...

Las dos pistolas de Twiss cayeron por debajo de su capa. Además retrocedió un par de pasos. Juan Gutiérrez se puso a su alcance por detrás y le habló muy bajo.

—¿Qué hace? Debemos actuar ya...

Twiss le replicó con igual tono, torciendo la boca y sin perder de vista a los del rellano.

—Hogg está en medio de la línea de fuego... Con eso no contábamos...

Ruiz sonrió, bajó un peldaño y se asomó amenazante y soberbio.

—¿Qué me quiere prometer? ¿Que usted y ese pusilánime de Jovellanos van a atrapar al asesino? No nos haga reír. En un mundo lleno de maldad los brazos ejecutores de Satanás nunca van a faltar. ¿Cree que el Santo Oficio se conformaría con que el Alcalde del Crimen nos presentase mañana a un culpable, a alguien cuyo único delito, por grave que fuese, tan solo sería el de sacrificar a tres curas en el cumplimiento de su ministerio? No, señor Twiss, los peores crímenes son otros, y provienen del espíritu. Del espíritu enfermo y poseso que extiende su cizaña librepensadora, que socava el orden moral, que usurpa los misterios de la Creación con impías ciencias. Jovellanos, por poseer tal espíritu culpable, es juez y parte, y usted y los que le acompañan sus cómplices, y este esclavo negro a su servicio una alimaña sin alma. ¡Un monstruo de naturaleza diabólica insensible al dolor!

Hogg comprendía que en esas palabras había insulto y vejación para él, de modo que, realizando un colosal esfuerzo, se columpió desde sus ataduras y alargó los pies para golpear con ellos a Ruiz. Este retrocedió cobardemente hacia el fondo del rellano, en tanto que el verdugo comenzaba a restallar una y otra vez su látigo sobre el cuerpo colgante de Hogg.

—¡Quieto, miserable...! —gritó Twiss.

Ruiz blandió el rollo de papel, asomándose entre sus dos porta-antorchas.

—¡Firme esta confesión y no habrá más castigo!

Twiss sufría como si le azotasen a él, mientras que sus cinco compañeros no cabían en sí de desasosiego.

—¡Lo firmaré! ¡Lo firmaré...!

El verdugo seguía cruzando su látigo en el tórax de Hogg, que se retorcía pero que no emitía ningún quejido de dolor. Muy al contrario, comenzó a entonar una vieja balada de piratas, aquella que cantaba las gestas del capitán Kidd antes de que fuera ahorcado a principios del siglo en Nueva Inglaterra.

Yo maté a William Moore, mientras navegaba,

yo maté a William Moore, mientras navegaba,

yo maté a William Moore...

Más latigazos y con más saña.

—¡Basta! —gritaba Twiss, que había alcanzado la escalera y logrado subir un par de peldaños.

Hogg proseguía con su cantinela, que soliviantaba aún más al verdugo.

... Y lo dejé ensangrentado

no muy lejos de la playa,

mientras navegaba, mientras navegaba...

—¡Ordene a sus hombres que tiren las armas! —exigió Ruiz.

—¡Tiradlas! —gritó Twiss.

Los aludidos dudaron confusos durante unos segundos. Hasta que por fin dejaron caer de mala gana sus espadas y espadines sobre la tierra del redondel.

Entretanto, a un paso de la boca del pasadizo que conectaba el pozo con La Tinaja, Fermín hacía girar con fuerza la onda que llevaba para lanzar sus piedras, recuerdo de sus días de golfillo callejero. Tenía la cabeza llena de chichones, todavía estaba mareado por la caída y no veía muy bien, pero confiaba en la habilidad de sus manos para acertar en el blanco.

Hogg seguía con su balada, aunque muy debilitado ya.

... No muy lejos de la playa...

mientras navegaba..., mientras navegaba...

Esa pertinaz resistencia animó al verdugo a estrellar su látigo contra el abdomen de Hogg, de músculos más débiles, a fin de abrirle las tripas.

Entonces, Fermín dio un par de pasos sin dejar de girar su onda hasta salir del túnel que le ocultaba, y lanzó la piedra contra la gorda y pelada cabeza del verdugo. Nada más sentir el impacto, este soltó el látigo. Todos los de dentro de La Tinaja y los que se asomaban por su boca se quedaron estupefactos. El verdugo, rígido como un leño, cayó hacia delante y se precipitó al fondo de La Tinaja. Por el sonido que produjo al impactar en la arena, parecía que había reventado un odre lleno de sebo.

—¡Disparad! ¡Abrasadlos a todos! —ordenó Gregorio Ruiz.

Los
familiares
del patio comenzaron a disparar con mosquetes y pistolas. La gente del Alcázar hubo de refugiarse bajo el potro o dentro de las covachas abiertas. Una lluvia de plomo caía rozando a Hogg, que apenas ya tarareaba su canción. Twiss aprovechó para subir más peldaños, al objeto de cortar la soga que bajaba desde la barra de hierro para ir a anudarse a una argolla de la pared. Los tipos de las antorchas trataron de impedírselo con sus teas a modo de espadas llameantes. Porfiaron contra su navaja. Mientras que esta cortaba la soga, Twiss no pudo impedir que las llamas prendiesen en sus ropas y parte de sus cabellos. Cortó la soga y Hogg cayó sobre el cuerpo del verdugo. A continuación Twiss corrió hacia el barril de agua para apagar sus ropas, al tiempo que daba una fuerte orden a sus compañeros.

—¡Ahora!

Oído esto, todos abrieron sus capas. Debajo de las mismas llevaban unos correajes de los que colgaban dos pistolas, un trabuco y los utensilios de carga. El trabuco era un arma de fuego temible a corta distancia, tanto más si, como en aquella ocasión, iba cargado con sal gorda. Primero una salva de Artola fue a dar en la espalda de uno de los portaantorchas, que pretendía rematar a Twiss mientras el inglés tenía el torso sumergido en el barril. Picado de la viruela salada, el atacante corrió escalera arriba dando brincos. Junto a su compañero y Ruiz desapareció por la angosta puerta de roble, que se cerró. Después, los gemelos Rubio salieron al centro del redondel y dispararon contra la boca de La Tinaja, y, mientras volvían a cargar sus trabucos, Gutiérrez y Herradura los sustituían con los suyos. Como si fuese el cráter de un volcán que escupiese sal ardiente, los sicarios se alejaron de la boca. Luego, Artola y Twiss se unieron con sus respectivas armas al fuego granizado de los demás, de tal forma que los esbirros del patio desistieron en su acoso.

Fermín se había abrazado a Hogg. Este sonreía e intentaba sacar fuerzas de flaqueza, pero no podía incorporarse, tenía una pierna rota.

—Bien, muchacho... —dijo Twiss agachándose frente a Fermín y Hogg—. Buena la has armado...

—Yo... Yo quería ayudar a Hogg, pero temía que ustedes no me dejasen y...

—Sobran las explicaciones. Todavía nos queda lo más duro. Tenemos que salir de este infierno.

El único modo de hacerlo era volver al pozo e ir a dar a la puerta del escudo. Pensaron que con seguridad arriba los estaban aguardando; además, Hogg no podía caminar por sí solo. Artola y Herradura se ofrecieron para llevarle a horcajadas. Twiss y Gutiérrez abrirían el grupo y los Rubio lo cerrarían. Antes de ponerse en marcha, para no alarmar a los demás, Hogg comentó algo en inglés a su señor con expresión harto preocupada.

—Amo..., he vuelto a ver aquí al tipo de la calavera en la cara...

—Llevas demasiado tiempo sin comer...

Twiss no quiso dar importancia a esas palabras. Bastante tenía con lo que tenían como para preocuparse por fantasmas. Sacó su petaca de whisky y se la ofreció a Hogg para que la apurase.

Poco más tarde, el grupo de ocho subía con gran dificultad por la retorcida escalera del pozo. No tardaron en alcanzar el hueco entre los peldaños. Al otro lado, la banda de facinerosos no se conformaba con cerrarles el camino, sino que, envueltos en la penumbra, parecían bajar otra pasarela para extenderla a modo de puente. Al descender por el pozo Twiss y Gutiérrez ya habían ideado un plan para escapar de esa ratonera, así que ahora se pusieron manos a la obra. Levantaron la pasarela original y la inclinaron entre los peldaños y el rellano solitario y sobresaliente de una puerta superior. Al igual que Fermín, ellos también se habían preguntado acerca del modo de acceder a esos misteriosos pasajes abiertos en la mampostería. Sin duda esa era la única manera de hacerlo.

El primero en encaramarse al rellano fue Twiss; después Herradura, quien, ayudado desde abajo por Artola y Fermín, intentaba subir la enorme humanidad de Hogg. Entretanto, Gutiérrez disparaba uno detrás de otro los trabucos y las pistolas parapetándose también detrás de la pasarela, secundado desde más abajo por los hermanos Rubio.

Las salvas hacían estragos, pero se mostraban insuficientes para contener a la marea de sicarios bullendo más arriba. Alguno cayó al fondo del pozo, y otros colgaban de los peldaños sobre el vacío, aullando frenéticamente ante la indiferencia de sus compinches. Otra cosa hubiese sido si Jovellanos no les hubiese obligado a usar solamente salvas, pues no quería más sangre que la imprescindible. Por lo tanto, soportando los aguijonazos de la sal, los sicarios lograron poner en pie su pasarela y, con ella como escudo, descendieron hasta el hueco.

El que parecía ser su jefe debía de ser muy listo, puesto que, en lugar de tender un puente hasta el otro lado de la escalera, ordenó que su pasarela se inclinase también a modo de rampa sobre el rellano del pasaje superior. De esta forma cortaban la retirada de los del Alcázar y, a la vez, no perdían la protección de su escudo. En tanto que Herradura lograba por fin subir a Hogg y, juntos ambos, penetrar en el oscuro pasaje, Twiss intentaba echar abajo la pasarela enemiga, mas era demasiado pesada para moverla siquiera. Los atacantes comenzaron a subir por ella en tropel vociferando de satisfacción. Twiss pronto tendría que cruzar la navaja con sus espadines.

En esto que Fermín alcanzó asimismo el rellano, con tan mala maña que no pudo evitar colocar el hachón que portaba bajo el trasero de Twiss. Este se dolió de la quemazón y se revolvió, y justo en ese momento tuvo una idea brillante. Quitó la antorcha al muchacho, y ató alrededor de su fuego, con sus mismas tiras de cuero, el cuerno de pólvora que colgaba de su cuello. Era una bomba, que no tardó en dejar rodar por la rampa del enemigo.

La improvisada bomba pasó entre los brazos y las piernas del primero de los atacantes, su intrépido jefe, que, acto seguido, alzó la cabeza hacia quien la había lanzado. Las miradas de él y de Twiss se cruzaron. Este reconoció esas grandes y hundidas cuencas oculares, casi cubiertas por el embozo de su capa, al fondo de las cuales apenas se adivinaba el diminuto brillo de sus oscuras y siniestras pupilas.

—¡Silva...! —gritó Twiss asombrado.

Pero Silva no respondió. Dándose cuenta del peligro que corría, se revolvió como una fiera enjaulada y se lanzó rampa abajo sobre los cuerpos de sus hombres. La bomba había rodado hasta el mismo fondo, entre la piedra del peldaño y la madera de la rampa, bajo el amasijo de facinerosos. La alarma cundió entre ellos y hubo una despiadada lucha por escapar. Unos trataron de subir por la escalera y otros se tuvieron que conformar con evitar caer al vacío tenebroso asiéndose como lapas a sus compañeros.

Twiss se alejó del borde del rellano justo en el momento de la explosión. Sintió cómo crujía la madera y estallaban numerosos gritos de pavor, y luego oyó el caer de cuerpos y objetos en las invisibles aguas del fondo del pozo. Twiss pensó en Jovellanos y en los reproches que le haría si supiese de tal acción. El humo acre de la pólvora invadía por doquier la penumbra, envolviendo a los fugitivos como una niebla protectora. Por fin todos lograron alcanzar el pasaje.

Habían perdido toda luz, aunque, tanteando, se apercibieron de que iban por un lugar angosto y bajo, del que no sabían hacia dónde les conduciría. Juntos los ocho, sin perder el contacto entre sí, fueron subiendo y bajando escalón tras escalón.

—Confíen en mí, caballeros —decía Artola, que encabezaba la columna—. Solo hay que seguir el fresco que llegue de la superficie.

—¿Qué fresco? Yo me asfixio en esta chimenea —se quejó Herradura desde atrás.

Poco a poco fue llegando hasta ellos un sonido acompasado e indefinible; hasta que se hizo patente que era el tañido de una campana. De una campana no muy grande, aunque de repicar lúgubre e inquietante.

—¿Quién y por qué toca a esta hora? —preguntó Gutiérrez con desespero.

Twiss se imaginaba los motivos de ello.

—Me temo que no presagia nada bueno para nosotros —comentó.

Fue el sonido de la campana lo que los condujo a la superficie, a una abertura sobre el malecón que separaba la muralla del castillo del río. Estaban fuera de ese antro, pero todavía no habían escapado. Era evidente que aquel portillo lo usaban los inquisidores para cruzar el Guadalquivir en barca, para sus secretas y macabras idas y venidas. Sin embargo, ahora no había allí ningún bote, tan solo unos cuantos troncos varados de los miles que habían llegado a la ciudad. Por otro lado, a unos treinta metros hacia el sur se extendía el puente de barcazas, el cual, a juzgar por las antorchas que recorrían su cabecera desde el cabestrante y el terraplén de acceso, parecía estar fuertemente vigilado.

Los fugitivos debatieron durante un buen rato qué hacer. De inmediato se descartó intentar internarse a campo través como habían planeado. Tendrían que cruzar Triana cargando con Hogg, de modo que estarían muy expuestos y podrían ser cazados como alimañas. Por contra, podrían cruzar el río sumergiéndose en sus aguas, valiéndose de los troncos para flotar. Pero el Guadalquivir bajaba bastante crecido y, sobre todo, excepto Twiss y Hogg, que se encontraba en un estado lamentable, ninguno de los demás sabía nadar.

—Preferimos morir luchando antes que ahogados —dijo uno de los Rubio.

—Un puente es un lugar de honor para luchar en él, no el agua —remachó su hermano.

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