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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (16 page)

El muchacho, evitando con destreza los tenderetes y los transeúntes, enfiló la larga y recta calle de la Feria. Ya había poca gente en ella porque era la hora de comer. Incluso los comerciantes, dejando las mercancías expuestas en las puertas, se resguardaban en algún rincón sombrío de sus tiendas para echar unos bocados. Sin embargo, a la altura de la Fonda de San Basilio, alrededor de la cual se reunían habitualmente contrabandistas y buscavidas, salieron cuatro muchachos al paso de su carrera. Iban desharrapados, sucios, uno de ellos descalzo, y sus greñas, mal recogidas en coletas anudadas de cualquier manera, les llegaban casi a la cintura. Todos tendrían más o menos su edad, entre diez y doce años. El más fuerte y que parecía mayor se adelantó en actitud desafiante hacia Fermín. Este no tuvo más remedio que parar su carrera al no ver claro por dónde continuarla.

—¿Adónde vas tan deprisa, galgo conejero? —preguntó el otro con un acento muy cerrado.

—Aparta, Carahigo... —respondió un impaciente Fermín—. Ya hablaremos otro día.

—Quedamos que vendrías con nosotros ayer a La Jamerdana. Nosotros cuatro solos no pudimos con ese condenado relojero y su aprendiz a pesar de que iban borrachos. Por tu culpa hemos perdido unos buenos reales.

—Por mi culpa no. Es que sois unos flojos... Déjame seguir...

—Vaya... El señorito se caga de la prisa porque se lo ha mandado su amo.

A estas palabras de Carahigo siguieron las risas de sus compinches. Fermín trató de cruzar entre ellos, pero fue rechazado por manos con uñas corvas y sucias.

—Me das pena... —le espetó Carahigo—. Nos has abandonado para ser un esclavo. Y un esclavo además de ese alcalde marica, que te la mete todas las noches.

Una cólera súbita acudió al rostro moreno de Fermín, de forma que, haciendo caso omiso del número de contrincantes, que ya le rodeaban, se encaró con Carahigo.

—¡Hijoputa..., mi señor no es marica!

—Entonces, ¿por qué te enseña a leer?

En vez de enzarzarse Fermín con el granuja en una pelea que sabía que de antemano la tenía perdida, optó por usar el golpe más demoledor y sorpresivo que conocía. Se acercó tanto a Carahigo con la mano derecha en el pecho que parecía que con ella quería protegerse, de tal forma que a dos palmos de él soltó el codo contra su mandíbula. Carahigo cayó redondo al suelo. Los demás se quedaron paralizados, momento que aprovechó Fermín para proseguir su carrera contra el tiempo.

Poco después alcanzaba el portón de la gran casa que buscaba. El criado que lo abrió no le quería dejar pasar y exigió que le diese el mensaje a él. Fermín insistió en que debía dárselo en persona a la señora, o de lo contrario ya se enteraría el Alcalde del Crimen de quién obstruía la acción de la justicia, dijo acordándose de una frase que había oído por boca de su amo. A continuación pasó a la casa y llegó hasta los mismos aposentos privados de la mujer por la que sentía una fascinación tan honda y tan malsana —creía él— que solo la conocía su confesor. Esta era la quinta vez que veía a Mariana de Guzmán, y ahora estaba nada menos que donde ella abría la puerta de su reino de fábula; rodeada de libros y preciosas láminas, de encajes y tapices, de yelmos emplumados y de perros hermosos con carlancas doradas.

Doña Mariana estaba leyendo a la luz violácea de una ventana que daba a un patio lleno de lilas, al lado de una pequeña mesa ovalada. Se acercó a ella con las piernas temblorosas, con más miedo que frente a Carahigo y sus granujas. Informada previamente de tan singular visita, la joven dejó el libro en la mesa y, con una sonrisa, hizo un gesto al muchacho para que se acercara. Para su sorpresa, ella enjugó el sudor de su frente con un delicado pañuelo, cariñosamente, y le empezó a hablar con un tono que le supo a dulce de leche. Fermín sintió aquellos toques en su cara y aquellas palabras tan armoniosas de forma tan suave y lejana que creyó que estaba soñando y que la voluntad le había abandonado. No supo de qué modo comunicó el aviso de su amo, pero el caso es que lo hizo. Cuando Mariana llamó con una campanilla al mayordomo, Fermín tuvo la sensación de despertar hecho un heraldo. La marquesa ordenó al criado que bajase al muchacho a la cocina para que le diesen bien de comer, y que mandase preparar el coche a fin de salir de inmediato. Contento por haber tocado a escondidas una punta del chal que acariciaba el cuello de aquella reina, Fermín comió frente a varios criados como si tuviese hambre de una semana. Ya lo había hecho dos veces aquel día; y dentro de poco, en cuanto volviese a casa, después de pasar por la Audiencia, la buena de doña Amelia también le tendría preparado algo suculento.

Cuanto más lo pensaba, Jovellanos más cuenta se daba de la perspicacia y la sensatez del cardenal Solís. Ese anciano sospechaba, o se temía al menos, ya que las circunstancias eran muy extrañas, que la desaparición del cura Andrés podría acabar de manera trágica. Y ello, unido al caso del padre Mateo, iba a enrarecer aún más el aire que se respiraba en Sevilla. El cardenal necesitaba a la justicia civil porque en el fondo creía en su bondad, siguió pensando Jovellanos, pero en adelante no podría tratar directamente con sus servidores sin granjearse la hostilidad de todos aquellos que veían en esa justicia el reverso patético de la mano disoluta de Pablo de Olavide. La Iglesia, al menos su mayor autoridad en Sevilla, no podía contribuir a dividir aún más a la ciudad. En consecuencia, la idea de servirse de Mariana de Guzmán como mensajera de la necesaria información y recomendable colaboración que debían mantener ambas instituciones no podía haber sido más afortunada. Ella era discreta, inteligente, portadora de un prestigio familiar que, pese a todos los obstáculos, la hacía invulnerable a cualquier asechanza.

—¿Cree que habrá llegado ya?

Esta pregunta de Twiss arrancó a Jovellanos de sus pensamientos. Iban caminando por la calle de los Genoveses. Momentos antes en la Audiencia, donde Jovellanos había dado las instrucciones pertinentes para abrir el caso de Andrés Palomino, había preferido cubrir a pie el corto trecho hasta la catedral. Si les volvían a apedrear, al menos podría salir corriendo detrás de los agresores.

—Sí —contestó Jovellanos—. Ella parece muy interesada en ayudar.

—¿Ella...? —preguntó Twiss en inglés—. Ella es una palabra algo insustancial, ¿no lo cree? ¿Por qué no Mariana o marquesa?

Jovellanos se dio cuenta de por dónde quería ir su acompañante y, acto seguido, cambió totalmente de tema. Aunque, con gran dificultad, no de lengua.

—¿Dónde aprendió ese lenguaje de signos tan curioso, señor Twiss?

—¿Qué...? —el interpelado se hizo el distraído un momento, advirtiendo que Jovellanos esperaba que le abriese un nuevo camino, ya que él mismo le había querido llevar a otro indeseado—. ¡Ah, lo del patio...! Con los indios mohicanos. Ya le he dicho que esas gentes tienen mucho que enseñarnos.

Así, hablando ahora de los viajes de Twiss por el Nuevo Mundo, cubrieron los metros que les separaban de la catedral.

Jovellanos acabó haciéndole partícipe de sus sueños de infancia cara al mar Cantábrico, allá en su pequeña villa natal de Gijón, donde barcos de Europa entera recalaban para dejar sus géneros, recogiendo los productos de la zona: castañas, nueces, azabache, sidra o piedras de amolar. Y recordó con nostalgia cuándo salió de su amada Asturias para estudiar cánones en Oviedo y en la Universidad de Alcalá. Había tomado la primera tonsura. Pero su destino no se encontraba en la Iglesia. Poco después, su tío el duque de Losada le había procurado aquel puesto de Alcalde del Crimen en Sevilla. Y ahí llevaba varios años, en una ciudad portuaria como Sevilla, pero alejada de su añorado mar muchas leguas.

—¿Seguro que no desembarcó por Gijón? —preguntó Jovellanos cuando ya se internaban en el recinto catedralicio.

—Seguro. Navegué de Plymouth a Santander y desde allí fui directamente a Madrid en la línea de galeras de José Arenas.

A aquella hora de la tarde había gente en la catedral, por supuesto, pero mucho menos que por la mañana. Gracias a que Jovellanos había dejado a los alguaciles en Santa Catalina, con la orden de mantener clausurada la parroquia hasta que se presentase en ella alguien de la catedral, no había corrido todavía la noticia del asesinato de Palomino. De lo contrario, posiblemente en aquel momento las naves estarían llenas de multitud de viejas devotas y de acongojados creyentes en general elevando sus temores ante sus numerosas capillas.

No necesitaron buscar mucho entre las figuras agachadas frente a los racimos de velas de las capillas. Tal y como habían convenido, encontraron a Mariana de Guzmán arrodillada en un asiento del coro de la capilla real, a un lado de su presbiterio semicircular. Detrás de ella había dos damas del servicio de su casa. La imitaban, pero no con el recogimiento en la oración de su señora, sino atentas entre sus velos a lo que aconteciera alrededor.

Twiss optó por esperar de pie y apoyado en la sombra de una columna, donde no llegaba el tornasol de las vidrieras ni el temblor amarillento de los cirios. Desde su escondrijo sin luz, pues, vio como Jovellanos saludaba ligeramente a las dos damas de compañía y como a continuación se acercaba al asiento de Mariana. Estuvieron hablando por unos momentos, él de pie mano sobre mano y con ellas asiendo su sombrero a la altura de las piernas, y ella arrodillada con sus manos entrelazadas. Mariana iba tocada con una mantilla blanca que caía desde una gran peineta; hablaba sin girar la cabeza hacia su interlocutor, siempre con la mirada puesta en los cuadros de Vidal el Viejo y el facistol del centro del coro. Luego, cuando Twiss supuso que debían de estar tratando del asunto más escabroso que les había llevado allí, Jovellanos se arrodilló al lado de la damisela. Así continuaron juntos un buen rato, apenas observándose de reojo. Se le antojó que estaban separados no solo por medio paso, sino por un muro invisible de prejuicios. Y, sin embargo, en ese momento tuvo la seguridad inequívoca de que entre ellos había un lazo tan poderoso que apenas se daban cuenta de él; o quizá no querían aceptarlo, o desearlo pese a todo.

De repente un golpe que castañeteó en su hombro hizo girarse a Twiss con cierta sorpresa. Era el abanico de Juana de Iradier. Ella le miraba pícaramente a través de su mantilla, en tanto que a varios pasos por detrás doña Irene montaba guardia, oculta en la penumbra y por un abanico encarnado, una mantilla negra y un vestido morado. La Malagueña habló con su característico desenfado y su proverbial desmesura.

—¿Se puede saber qué hace un hereje como usted en tierra santa?

Twiss no supo qué contestar, simplemente tuvo la tentación de mirar a la pareja arrodillada en la primera fila de asientos y así explicarse.

—¡Ah, ya...! —Juana se abanicó con violencia—. Me abandona en la cama por la mañana sin darme una explicación, y ahora le encuentro en esta casa de Dios acompañando a un cortejo que seduce a una inocente en una capilla. ¡Qué vergüenza...!

Con ademanes y gesticulaciones exageradas, Twiss trató de que ella bajase el tono de su voz, que resonaba por la inmensidad de las cúpulas como acusaciones públicas de adulterio.

—¡Chiiist...! No, mujer. No es eso...

—Si ya lo sé, tontillo... —Juana se reprimió la risa con el abanico—. Toda Sevilla sabe que el señor Alcalde del Crimen lo tiene de ayudante. Haberse visto, ¡a un inglés...! Por Dios bendito, qué muerte tan horripilante la del padre Mateo. Parece que todavía le estoy viendo tumbado ahí sobre su catafalco, sin cabeza. Y ahora estará en el Cielo con el alma a medias. ¡Uf, qué escalofrío...! Lo que no me explico es qué tiene que decir la marquesa solterona sobre ese crimen.

—Juana, por favor... Si solo tiene veinte años, es más joven que usted.

—Sí, pero yo ya tengo una hija legítima.

Twiss retiró a la actriz hacia las sombras entre las columnas y la reja del coro.

—¿Y cómo sabe usted que están hablando del crimen? ¿De qué crimen?

—Suélteme... ¿De cuál va a ser? Ya todo el mundo sabe que esa marquesita se interesa por las circunstancias de la muerte del padre Mateo de parte de Su Eminencia. Las cosas que se oyen... No hay secretos en el palacio arzobispal...

Twiss hizo un mohín de desagrado. Alguno, o varios, o todos los comensales de la mesa del cardenal ya habían hablado más de lo pertinente. Juana continuaba su parloteo.

—Porque de amores esos dos poco podrán hablar. Lo que se dice por ahí...

—Lo que traten es asunto de ellos. ¿Para eso viene aquí, a cotillear?

—No diga eso, caballero. —El semblante de Juana adquirió una súbita expresión de profunda tristeza—. Vengo a rezar. Rezo por mi hija, y también rezo por usted, por su alma pecadora. Una actriz como yo no puede ir a cualquier iglesia, porque no me dejarían ni arrodillarme. Tengo que venir a este templo grande, y a esta hora solitaria para poder pasar desapercibida.

Twiss agachó la cabeza lamentando sus palabras. De repente, Juana lo atrajo hacia sí tirándole de la chorrera de su pañoleta. A continuación abrió su abanico y lo interpuso entre sus caras pegadas y el resto del templo. La voz de ella se tornó mucho más baja y comedida.

—También se cuenta que el garrote está esperando a Federico Quesada. El pobre no tiene salvación, ahora que su mujer acaba de dar a luz a su cuarto hijo. Se cuenta que no quiere decir dónde estuvo la noche del asesinato. Pero yo sé de gente que estuvo con él esas horas. De mucha gente, caballero Ricardo...

Un ligero vértigo acudió a la cabeza de Twiss. No podía ser que por casualidad, por parte de alguien inesperado y totalmente ajeno al caso, surgiese una pista, un indicio de rastro siquiera. No podía ser que la parlanchina Juana supiese algo de las relaciones de Quesada, de los supuestos
amigos
que tanto habían dado que pensar a él y a Jovellanos. No podía ser, pero pudiera ser.

—¿A qué gente se refiere, Juana...? —preguntó Twiss tratando de contener su vivo interés.

—¡Huy! Ni piense que diga el nombre de
ellos
en la catedral. Me condenaría al Infierno eterno.

Twiss la maldijo por dentro. Una vida estaba en juego y ella con sandeces. No obstante, como valía la pena perseverar, habría que plantear la cuestión por otro camino. De nuevo preguntó, con exquisito tiento.

—Supongo que no hablará de oídas, Juana. Supongo que usted conocerá a esa gente...

—Pues claro. Qué desconfiado es usted. Antes de partir para la Corte, mi segundo protector, Gregorio Vázquez, me llevó a donde se reúnen. Me dijo que me convendría que conociese mundos distintos. ¡Qué tontería! ¡Si solo hay uno...! —La Malagueña acercó su boca a un oído de Twiss, y habló como un susurro—. Hacen cosas muy extrañas... Para mí que son cosas del demonio...

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