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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (18 page)

Jovellanos y Twiss no supieron qué replicar. Mucho menos este último, para quien lo que acababa de oír encajaba con aquello de los
amigos
de Quesada con quienes quería verse. Había que mantener la sangre fría —se dijo—, debía de proveerse de sus propios datos de la experiencia y luego sacar las conclusiones pertinentes. Por su parte, Mariana tuvo un pronto que le llevó casi a arrojarse al hábito blanco y negro de Ruiz.

—¿Cómo se ha atrevido? ¡Ha jugado con el temor de una madre a perder a un hijo sin bautizar para que declarase contra su propio esposo! Con seguridad la declaración que el Santo Oficio quería oír... ¡Han dado tormento a esa mujer!

Gregorio Ruiz retrocedió medio paso ante el empuje de Mariana, aunque sus hermanos ejecutaron un sutil movimiento envolvente sobre ella.

—Tranquilícese, doña Mariana de Guzmán —dijo Ruiz interponiendo sus dos manos huesudas—. El dolor es de los hombres, pero la verdad es patrimonio de Dios.

Mariana puso un dedo casi entre los dos ojos de Ruiz.

—¡Miserables...! ¡Den gracias de que no tenga en mis manos la espada de los Guzmanes!

Ruiz estuvo por responder algo sobre los Guzmanes que hubiese sido peor que una estocada, pero no dijo nada. Aquella jovencita pertenecía a la estirpe de santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los dominicos y primer Gran Inquisidor del reino, y ello coartaba mucho. El dominico simplemente echó a andar cruzando por entre los oponentes, sin despedirse, seguido de los suyos como un torbellino blanco y negro.

Una vez repuestos Jovellanos y Twiss de la sorpresa que les había producido el súbito genio de Mariana, todos prosiguieron su marcha entre las hileras de naranjos. Jovellanos se regocijaba por dentro. Esa criatura de apariencia quebradiza que caminaba a su lado con andares tan gráciles le había plantado cara a la alimaña de Ruiz, tal y como a él le habría gustado hacerlo tantas veces, pero que la responsabilidad de su cargo se lo había impedido. Le gustaba ese carácter porque denotaba que aquella joven no era de sensibilidad afectada o acomodaticia. Cosa, por otro lado, que en el fondo le dejaba un regusto amargo, ya que se le antojaba la bahía de un mar inmenso y fascinante, pero sobre el que jamás podría navegar.

Antes de cruzar el umbral de la galería, la dama rompió el silencio y mostró preocupación por el asunto de la masonería y Quesada. Twiss secundó esa inquietud, sabiendo que esa acusación no era en absoluto descabellada. Curiosamente, fue el propio Jovellanos quien pareció más sosegado. Argumentó que, aunque fuese cierta esa relación, en modo alguno podía considerarse una prueba agravante en contra de Quesada.

—Si tenía motivos para asesinar dos veces, se acepta y se sanseacabó. Pero el que fuera masón no afectaría a la naturaleza de sus crímenes. Sería como si para el carpintero o el sastre sus responsabilidades penales estuviesen gravadas en razón de sus oficios —argumentó Jovellanos.

—¿Lo ha dicho Cesare Beccaria? —preguntó Mariana con la ingenuidad de su juventud.

—No. El Derecho romano.

Un diácono los recibió, de forma servicial, aunque con disimulado resabio por ver en sus dominios a una mujer. Condujo al trío a lo largo de un pasillo de la primera planta hasta el último cuarto de una larga fila, el que había ocupado Mateo Berrocal. Dijo que nadie había querido ocupar esa habitación después de lo ocurrido, por respeto al difunto, pero también por aprensión morbosa. No había llave en la puerta, como en todos los demás cuartos de la galería, que eran como celdas conventuales. Un simple picaporte la mantenía cerrada. El diácono lo giró, abrió la puerta y dejó que pasasen a husmear.

Era una estancia pequeña y blanca, con un balcón a un lado de la cama protegido por una fuerte reja, a través del cual se veía el palacio arzobispal. Indudablemente, por allí no hubiese podido entrar ni una ardilla. Aparte de la pequeña cama, hecha con esmero y dispuesta para ser usada y sobre la que había un crucifijo, había una cómoda baja, un baúl cerrado, una silla, un orinal bajo ella y, enfrente, al lado de la puerta, un aguamanil con espejo.

—No, señor alcalde —respondió el diácono a una pregunta—. Ni encontramos señales de alboroto ni de sangre. Ni una gota.

—¿El padre Mateo tenía por costumbre acostarse con la ropa talar puesta? —le preguntó Twiss.

El diácono no supo qué contestar, desconcertado, interrogativo con sus ojos saltones. Jovellanos le recordó que habían encontrado el cuerpo del difunto en el molino de la fábrica con esa ropa.

—Ya lo sé, señor alcalde. Aquí nadie se lo explica. Era una ropa nueva. Tan bonita que a todos nos había admirado. La iba a estrenar al domingo siguiente de que sucediera su desdichada muerte —se santiguó.

—¿A qué se refiere? —preguntó Jovellanos.

—Pues a que el canónigo magistral le había encomendado celebrar misa de a ocho nada menos que en la capilla mayor. ¡Ese es un honor reservado a pocos, y además en domingo!

Mientras los hombres hablaban, Mariana hurgaba con poco disimulo bajo la almohada y en los cajones de la cómoda. Cogió un espejo de mano que había sobre esta, junto a un candelero con su vela, un eslabón y una pajuela para hacer fuego.

—¿Era muy presumido el padre Mateo? —preguntó Mariana.

El diácono volvió azarado su cabeza hacia ella y permaneció mudo durante unos segundos. Luego, apremiado por las miradas de los visitantes, después de echar un vistazo al pasillo, contestó como si cometiese una grave indiscreción.

—La verdad es que sí, señora marquesa. Era un buen mozo, bien parecido...

—¿Quiere decir que le gustaba hacer ostentación de su gallarda figura con ricos vestidos...? —insistió Mariana.

—Pues... —el diácono estaba abochornado y no pudo continuar hablando.

Jovellanos le despidió con un gesto, y entornó la puerta. Se imaginaba adonde quería ir a parar Mariana de Guzmán. Esta enseguida contestó a la pregunta que le acababa de plantear Twiss.

—¿Por qué he sabido que el padre Mateo era un presumido? Por los espejos, caballero. Tenía tres espejos en este pobre cuarto. El del aguamanil, este —levantó el que asía—, y otro que guardaba en un cajón de la cómoda. Esto, a mi entender, explica por qué el asesino le sorprendió con el traje talar puesto aquella noche. Se lo estaba admirando. Una vez más, imagino. Seguramente haciéndose reflejo con el del aguamanil y este espejo de mano. Las mujeres sabemos esas cosas.

Acto seguido se colocó de espaldas al espejo del aguamanil y puso el de mano delante de ella, de tal forma que podía verse la parte posterior de su vestido.

—De este modo, caballeros. Incluso podría cortarse el cabello él mismo, a su gusto.

Jovellanos y Twiss se quedaron boquiabiertos. Desconocían ese truco. Al primero le cortaba el pelo doña Amelia, y al segundo, Hogg. Pero, claro estaba, lo importante eran las inmediatas conclusiones que de todo ello se podían sacar. Twiss no tardó en seguir una línea argumental lógica de acuerdo a sus principios empíricos.

—Don Gaspar, la señora ha desvelado algo muy esclarecedor. Tenemos a un hombre aún joven y guapo, al decir de los que le conocían, presumido y quizá presuntuoso, con un antecedente, al menos demostrado, de que la atracción por el sexo femenino podía más que sus votos sacerdotales, luego...

Jovellanos le interrumpió, decidido y animado, para continuar con sus propios argumentos racionalistas.

—Luego si era amigo de la segunda víctima, Andrés Palomino, también joven, que fue capaz de mentir por él en un juicio de delito de solicitación en confesión, o sea, que era un sinvergüenza, podemos colegir que eran compañeros de francachelas. Ello nos permite deducir que tal vez...

—¡Sí! —confirmó Twiss—, que tal vez su juventud y su gallardía tenían que demostrársela a menudo...

—Frecuentando acaso...

—O de tarde en tarde...

Mariana, que para nada ignoraba adonde conducía la argumentación, se plantó en medio de ellos con los brazos en jarra, con el mismo genio que había demostrado minutos antes frente a Gregorio Ruiz.

—¡Por el amor de Dios, caballeros! —gritó mirando a ambos—. ¿Quieren hacer el favor de abandonar esa falsa delicadeza que los convierte en ridículos petimetres? ¿Es que se creen que una dama no sabe lo que hay por el mundo? Sé lo que hay que saber de las casas y de los callejones de El Arenal. De las criaturas que de vez en cuando aparecen flotando en el río aún con el cordón. De que en el barrio de San Marcos no entran ni los alguaciles del Cabildo a riesgo de ser acuchillados. De las atrocidades sin nombre que se cometen en el castillo de Triana. Para qué seguir... Díganlo claro, pues: Mateo y Andrés acudían a burdeles. Lugares con gentes de mal vivir, donde podrían haber encontrado la horma de su zapato, es decir, a su asesino.

—Está bien... —Jovellanos se rindió, aunque no sin resistencia—. Pero todo esto es una simple especulación, señora.

—A menos que... —Twiss se agachó junto al baúl—, a menos que encontremos las ropas vulgares que debían usar para acudir a esos sitios. Me apuesto un bergantín lleno de ron de Jamaica a que las del padre Mateo están aquí.

—No apueste tanto —replicó Jovellanos—. Si Ruiz ha encontrado esas ropas, puede que haya llegado a la misma conclusión que nosotros y, por supuesto, no habría dejado aquí esas evidencias de la inmoralidad de un sacerdote.

Mariana movió un dedo juguetón frente a la cara de Jovellanos.

—Se equivoca, señor alcalde. Porque Ruiz solo habrá buscado rastros de la presencia de Quesada, y no nada reprobable del padre Mateo.

—Únicamente hay un modo de comprobarlo...

Dijo Twiss a la vez que sacaba una navaja. Y se puso a trastear con su punta en la cerradura del baúl.

—Pero ¿qué hace? ¿Se ha vuelto loco, Twiss? —exclamó Jovellanos, al tiempo que se acercaba a la puerta del cuarto para vigilar el pasillo—. ¿De dónde ha sacado esa navaja?

—De una tienda de la calle de las Sierpes. —El inglés siguió hurgando en la cerradura—. Después del ataque que sufrimos Hogg y yo, prefiero andar un poco más seguro.

—Cielo santo —se lamentó Jovellanos con afectación—. Es usted un peligro público.

—La verdad también es patrimonio de la justicia —concluyó Twiss.

Con unas pocas vueltas más el mecanismo de la cerradura cedió. Jovellanos y Mariana se aproximaron al baúl, que ya abría Twiss. Todos en silencio, el inglés buscó en su interior. Había libros, clásicos o religiosos. Entre los clásicos sobresalían, y así los mostró Twiss, la
Apología
y
Las metamorfosis
de Apuleyo, y el
Decamerón
de Boccaccio. Las dos últimas eran obras de carácter libertino. Pero la primera además era una autodefensa que el autor latino había hecho contra la acusación de seducir con malas artes a una rica viuda. Sobraban los comentarios. Había también enseres de costura en una caja, otro espejo, dos pares de zapatos, camisones de dormir, dos sombreros de clérigo, dos juegos de sotanas, camisas y calzones negros, medias negras, una capa negra, cordones para el hábito, otro traje talar de peor calidad y, al fondo del todo, ropas de vulgar villano.

—Usted nunca pierde una apuesta, ¿no? —preguntó Jovellanos con satisfacción.

—Depende...

Mariana retrocedió hasta la cabecera de la cama y de debajo de la almohada extrajo una rica estola bordada con cruces y ángeles de largas alas. Indudablemente, pertenecía al último traje que había vestido Mateo Berrocal.

—No se olviden de esto. —Mostró la estola colgando de una mano—. Y ahora permítanme que saque yo mis propias conclusiones. Me imagino que después de la muerte del padre Mateo algún alma piadosa, quizá el diácono de ahí afuera, encontró la estola extendida en la cama, la estola que hacía juego con las vestiduras del cadáver, y tuvo el gesto de doblarla y guardarla bajo la almohada de la víctima, que jamás volvería a usarla. Lo que viene a decirnos, caballeros, que el asesino, por no llevársela consigo, entiende poco de liturgia o que los asuntos eclesiásticos le traen sin cuidado.

—O que tenía prisa —advirtió Twiss divertido.

—O que le daba igual como fuera vestida su presa —remachó Jovellanos con igual tono.

Mariana, desalentada, dejó caer la estola en la cama.

Capítulo 8

Por supuesto, no se pudo evitar que antes de caer la tarde la mala nueva del asesinato del cura Andrés Palomino corriera de calle en calle por toda Sevilla. En cuanto el arzobispado mandó a su gente a Santa Catalina para hacerse cargo de la situación, multitud de vecinos se acercaron a la iglesia a curiosear. Tal y como les había ordenado Jovellanos, los alguaciles de guardia se retiraron tan pronto como se vieron rebasados por los parroquianos en la puerta. No tardaron, por esa misma puerta, en volver a salir a la calle mujeres e incluso hombres, duros y de insulto fácil, llorando o gritando por tan espantosa desgracia. Uno tras otro, excepto donde se había cometido el crimen, los campanarios empezaron a repicar a muerto, y no cesaron hasta bien entrada la medianoche.

El entierro se preparó para pasados dos días, y no tres como en la anterior ocasión. El cardenal Solís, siguiendo el consejo de Mariana, optó por no dilatar demasiado la inhumación del cadáver a fin de evitar prolongar la morbosidad del populacho. Había que aplacar los ánimos en todo lo que se pudiera. Se esperaba que el funeral estuviese tan concurrido como el del padre Mateo, aunque, para el observador avisado, y Richard Twiss lo era, resultaba patente que algo estaba cambiando en las caras de aquellos que se cruzaban con él por las plazas y por las callejas. Un temor acerbo iba aflorando desde lo más hondo, animado desde los pulpitos con insinuaciones a «las desdichas venidas de afuera». Y eso, lo sabía bien él, solo podía traer más problemas. Cuando cabalgaba solo hasta el teatro El Coliseo o a la casa de Juana, se congratulaba de haber comprado la navaja; quizá con ella no pudiera mucho contra un espadín traicionero, pero junto a las pistolas era una ayuda apreciable. Luego, ya en la cama junto a la Malagueña, reflexionaba sobre todo ello cara al dosel que los cobijaba, con las manos cruzadas entre la cabeza y la almohada.

—¡Huy, huy...! Cuánto piensa el señor... —dijo ella a su lado, abanicando sus pechos desnudos—. ¿Cómo piensa, en inglés o en español?

Ya que Twiss no contestaba, un codazo de Juana le sacó de sus cavilaciones.

—¿Eh? Sí... Pues pienso con ideas...

—¿Y son buenas o son malas?

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