Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
La muerte de Gracia había acontecido en el mes de mayo anterior. Paseaba ella por el Jardín de la Danza del Alcázar cuando una espina de un rosal pinchó su cuello. Tan nimia herida fue suficiente para que al cabo de poco más de un día falleciese después de espantosas convulsiones. Esta terrible desgracia, tan sin sentido, tan equívoca por ir de la mano de la hermosura floral, ocasionó un pesar inmenso en el ánimo de Olavide. A partir de entonces, descuidaba las más elementales prevenciones hacia sus enemigos del Cabildo, embarcándose en una lucha frontal contra los poderosos palacios de los grandes señores. Su empeño en representar el
Tartufo
en El Coliseo formaba parte de esa sórdida guerra.
Así era el hombre que vio venir Twiss a su encuentro aquella mañana. Llevaba muy bien su cincuentena; de pelo tan cano que no necesitaba peluca blanca, de constitución robusta, de estatura media y mirada vivaz. Su traje era más bien austero comparado con los que le rodeaban, con una casaca de camelote ceniciento como prenda más distintiva. Juana de Iradier hizo una reverencia y Twiss le imitó. Un piélago de caballeros, damas y aduladores se congregó a su alrededor.
—Así que es usted el viajero Richard Twiss... —dijo Olavide con un acento espeso—. Bienvenido a la ciudad de Sevilla y a esta tertulia.
—Excelencia... Le presento mis respetos.
Twiss gruñó para sus adentros. En realidad Juana sí había dado aviso de su visita. Otra travesura de esa actriz engreída...
—Habla muy bien español. ¿Dónde lo ha aprendido?
—En las Indias españolas. En Cuba y en Santo Domingo.
Los ojos del asistente se iluminaron al oír esas palabras. Se acercó más a Twiss y apoyó una mano en su espalda sin ninguna prevención.
—¡Ah...! Ha estado en América. Venga... —Olavide condujo con campechanía al inglés hacia el extremo del salón donde un dosel de cortinajes parecía indicar que allí se encontraba la presidencia del acto—. Entonces sabrá con cierta exactitud qué es lo que está pasando en las colonias del Norte. Todos esos feos incidentes... ¿Cree que acabará en guerra?
—Eso al día de hoy solo lo sabe quien crea que la puede ganar...
Esta respuesta ingeniosa provocó la risa del asistente, emulada de inmediato por la de todos los demás presentes.
—Me agrada usted, Twiss. A veces las tragedias únicamente se soportan con sentido del humor.
—Me place que Su Excelencia sepa apreciarlo. El humor es un manjar exclusivo de los espíritus inteligentes.
Ya en la presidencia, de la que colgaba un retrato de Voltaire, Pablo de Olavide rogó a Twiss que disertara sobre sus viajes, y el propósito que los animaba. Así lo hizo Twiss, no sin cierta aprensión. No se esperaba que tuviese que hablar ante más de cien espectadores, que le escrutaban con avidez y que se preguntaban en silencio, seguro, qué habría hecho la noche pasada con la descocada actriz. Vino a decir que estudiaba las costumbres de los pueblos, para establecer aquello que todos tenían en común, si bien con distintos matices, y que no era otra cosa que la experiencia. Un caballero, que parecía de alto linaje por su calidad de vestir, le contradijo aduciendo que resultaba evidente que lo común a todos era la Razón universal, pues sin ella no nos entenderíamos. Twiss mostró su desacuerdo con gran ironía; porque, en efecto, no nos entendíamos, y la experiencia lo demostraba. Al final hubo aplausos para uno y para otro.
Una vez finalizada la disertación de Twiss, para su alivio, intervino otro tertuliano. Era el único de los allí presentes, exceptuando a Olavide, que no llevaba peluca. Y lo hizo acerca de las reformas emprendidas para mejorar la educación en Sevilla. A continuación un joven de ojos desvariados tocó al clavicordio algunas piezas del músico de moda en la corte llamado Luigi Bocherini. Más tarde, la misma Juana declamó algunas coplillas de carácter jocoso, que hicieron las delicias de toda la tertulia.
Finalmente, un ejército de camareros sirvió unos refrigerios, que era una forma fina de advertir que la tertulia se acababa, puesto que ya era hora del almuerzo. Se consideraba de muy mal gusto que las tertulias se prolongasen en una comida para todos los asistentes; eso no se hacía ni en París. Bien es cierto que Olavide tenía por costumbre comer siempre muy acompañado, nunca con menos de diez personas. Twiss y Juana formarían parte de los invitados de aquel día.
El almuerzo tuvo lugar en uno de los espléndidos salones de la planta alta del palacio, de un estilo que no era árabe como el de la baja, sino renacentista. Twiss no era de gran comer, pero por educación hubo de dar cuenta de los abundantes platos que se le servían. La conversación transcurrió sobre gustos literarios. El asistente hizo saber a Twiss que era un ferviente admirador de Fielding y Richardson, en especial de la
Pamela
de este último. Recordó algunos episodios graciosos de la novela; y Juana, atenta siempre a lo suyo, le sugirió la posibilidad de hacer una divertida pieza teatral de la misma.
—Excelencia, estoy segura de que esa señorita Pamela se adaptaría muy bien a mis dotes artísticas —apuntó además Juana.
—No lo pongo en duda... —comentó Olavide con una sonrisa pensando que así era, a la vez que provocaba otra en Twiss—. ¡Pero, ah, doña Juana...! Las dificultades que tenemos para sacar adelante el
Tartufo
se multiplicarían por cien. Esos infernales demonios de los conventos serían capaces de mandar un ejército de frailes con el que quemar el Alcázar. Porque esta ciudad, con sus murallas alrededor, es en realidad un claustro. ¿Sabe usted, señor Twiss, por qué en Sevilla hay tantas iglesias y sus fieles se confiesan tanto?
Twiss ejecutó un gesto de ignorancia, aunque Olavide prosiguió sin esperar a que abriera la boca.
—¡Pues porque en Sevilla se peca mucho! —El asistente soltó una sonora carcajada, y los comensales le imitaron, aunque no todos—. ¡Ya he advertido al presidente y al rey nuestro señor que los jesuitas no andan muy lejos, sino que siguen agazapados en sus huras! Pero no se me escucha debidamente. Su Majestad solo se preocupa de su caza y de sus perros, sin atender a los verdaderos peligros que acechan al país. Figúrense que hace años, en pleno consejo con sus ministros, llegó a palacio la nueva de que había sido visto merodeando por los alrededores un gran jabalí. Se levantó, dejó a los presentes boquiabiertos y corrió a cazar al animal. ¡Qué obsesión, dioses del Olimpo...! ¿Cómo es posible que destierre a un pobre labrador a Ceuta por haber hurtado seis bellotas de uno de sus cotos? ¿Qué es más importante, sus jabalíes o la sangre que da vida a su reino?
La callada atención de los demás comensales hizo que el asistente interrumpiese su perorata. Tal vez estaba yendo demasiado lejos. De modo que cambió de conversación con asombrosa agilidad.
—Y dígame, señor Twiss, ¿dónde se hospeda?
—En la posada de La Cruz de Malta, Excelencia.
—¡Oh...! Ese no es un lugar apropiado para su categoría.
—Los hay peores... —replicó Twiss echando una mirada acusadora a Juana; a lo que ella respondió mandándole a paseo con unos nerviosos pases del abanico por su rostro lleno de coloretes.
—Me gustaría que viniese a instalarse en el Alcázar —prosiguió Olavide—. Como habrá comprobado, es bastante grande...
Mientras todos los de la mesa reían por esta última frase de su jefe o protector, uno de los comensales que estaba enfrente de Twiss le hizo un breve y sutil gesto con la cabeza, dándole a entender que declinase la invitación. Twiss bajó los párpados para comunicar que entendía.
—Disculpe, Excelencia, pero ya he aceptado la oferta de otro caballero para trasladarme a su residencia. Comprenda que por mi honor no podría echarme para atrás...
—Comprendo. La palabra dada es siempre lo primero.
Una vez que hubo concluido la comida, el asistente se retiró para atender a un correo que había llegado urgentemente de las colonias de Sierra Morena. Entretanto, las damas se encerraron en unos aposentos para hacer la siesta o parlotear, mientras que los caballeros prefirieron pasear por los jardines y fumar de sus pipas o de sus puros. Twiss se acercó en el apartado patio de las Muñecas al hombre que le había hecho el gesto en la mesa, el mismo que no llevaba peluca y que había disertado sobre la enseñanza.
—Perdón... ¿Por qué ha creído conveniente que no aceptase la invitación de Su Excelencia?
—Me imagino que no ignorará los conflictos y las asechanzas que aquejan a Sevilla. A mi juicio hubiese sido contraproducente para su labor de viajero estudioso que hubiese venido a vivir aquí. Se habría colocado, siendo además forastero, tan decididamente de parte de uno de los bandos que, por desgracia, dividen a la ciudad que gran parte de la misma, quizá en el fondo la más poderosa, ya le sería hostil. Muchas puertas de las que usted espera que se le abran no lo harían.
Esas palabras tan llenas de sentido común provocaron que Richard Twiss sintiera una inmediata simpatía por tal caballero. Se presentaron.
El hombre que se inclinó ante Twiss aquella tarde era Gaspar de Jovellanos. Era más bajo que él, unos cinco años mayor, elegante, bien parecido, de voz bien modulada, de modales exquisitos. Era el Alcalde del Crimen de la ciudad; una especie de magistrado del peculiar sistema judicial español, pues hacía las veces de juez, fiscal y policía para los asuntos civiles. Al oír de nuevo Twiss ese título de
Alcalde del Crimen,
sus labios se apretaron. Pensó que era alguien que debía estar al tanto de los enredos y de los temas más escabrosos de la ciudad. Aquellos que le habían llevado a pararse ante la cárcel dos días antes. Sí —se dijo—, verdaderamente había tenido suerte con Juana. Si procuraba el trato con aquel hombre, acaso su labor se tornaría más fácil.
A continuación se pusieron a pasear por los recargados pasajes del palacio árabe. Jovellanos mostró un profundo interés por las ideas de Twiss, así como por las últimas novedades del pensamiento que se hubiesen dado allende los Pirineos. Confesó que en la espléndida biblioteca del asistente, con miles de libros traídos de Francia, aparte de la suya propia, podía encontrar una vastedad de temas y autores, pero no las obras más recientes o las más osadas. Era proverbial el celo de la Inquisición en confiscar libros prohibidos en la frontera y en las aduanas. Lamentó en especial no poder leer los trabajos de Pope o Hume; debido más a su deficiente conocimiento del inglés que a la prohibición en sí. Twiss se conmovió por un espíritu tan selecto y, como buen hijo de comerciante, propuso un trato a Jovellanos: se encargaría de guiarle por la ciudad, mientras que él le enseñaría inglés en el tiempo que durase su estancia en Sevilla.
—A propósito de la estancia... —comentó Twiss mientras estrechaba la mano de un aturdido y encantado Jovellanos—. ¿Sigue en pie su oferta de alojamiento?
—Por supuesto... —contestó Jovellanos con una sonrisa, congratulándose por la perspicacia de ese hombre—. Aunque lamento que no pueda ser en mi casa. Ya es pequeña para mí, y para un ama y un muchacho que me atienden. No obstante, vayamos a hablar con Francisco de Bruna, un buen amigo mío. El sí posee una espléndida casa en un buen barrio. Andará por ahí fumando...
Cuando Twiss y Hogg regresaron a La Cruz de Malta con el propósito de recoger sus cosas y mudarse a la casa de Bruna, se encontraron con que los baúles estaban abiertos y sus contenidos desparramados por el suelo de la habitación; los cajones de la cómoda tirados y el colchón abierto de dos tajos. Twiss pidió explicaciones a la posadera doña Elvira. La mujer se mostró estupefacta e indignada por el atropello. No se imaginaba quién podía haber entrado en pleno día en su establecimiento y cómo había causado todo aquel estropicio sin que ella se enterara. Lloró y se tiró de los pelos, rogando que el caballero inglés no diese parte a la Audiencia, pues podía ser su ruina y la de sus tres hijos, uno de ellos paralítico. En tales circunstancias, doña Elvira no atinó a esgrimir la menor objeción cuando minutos después Twiss le comunicó que se cambiaba de vivienda. Incluso pareció respirar con más facilidad.
La vivienda adonde se mudó la pareja resultó ser un auténtico palacio. Francisco de Bruna era el teniente de alcalde del Alcázar Real; es decir, el segundo detrás de Olavide. En la práctica, debido a las frecuentes y prolongadas ausencias del asistente, era la persona que gobernaba la ciudad. Tenía una fortuna considerable y, aunque no era noble, su palacio no tenía nada que envidiar a las residencias de los grandes señores. Poseía una bien nutrida biblioteca, preciosos restos romanos y árabes, bustos, vasijas, monedas, pedestales, y, sobre todo, grandes obras de maestros de la pintura, como Velázquez, Murillo y Valdés Leal.
Twiss se acomodó en una magnífica alcoba, alegrándose de que Hogg hubiese encontrado un lugar digno en los aposentos de los criados de la casa. La esposa de Bruna, doña Leonor, no puso ningún impedimento; muy al contrario, se alegró de que un viajero que había fascinado al asistente se alojase bajo su mismo techo. No tardó la mujer en invitar a sus amigas para que conociesen a su insólito y atractivo huésped. Mientras que Twiss charlaba en el salón con Bruna y otros caballeros, Leonor y sus amigas le observaban desde la anexa habitación de las mujeres, que era un estrado de madera alzado del suelo una cuarta, cubierto de alfombras y cojines de terciopelo, donde las damas se entretenían en sus labores y cotilleaban. Un lugar que ningún hombre podía pisar.
Los siguientes días fueron frenéticos en actividades para Twiss de la mano de Jovellanos. Juntos visitaron diferentes monumentos y palacios de la ciudad, donde moraban las viejas familias nobles, custodiando sus herrumbrosas armaduras y sus raídos pendones medievales. Una tarde, Jovellanos le llevó a la Audiencia Real, sita en la plaza de San Francisco, frente al Cabildo de la ciudad. Lo primero que hizo fue presentarle a su secretario Fernández, al lado del portón que se abría a la calle de Chicarreros. Twiss observó con curiosidad tan modesto pero importante edificio, un gran caserón esquinado, con un patio interior no muy espacioso pero a cuya sombra se hostigaban algunos coches y carros.
Más tarde, Twiss mostró gran interés en visitar la Casa de la Moneda. Jovellanos le condujo a la célebre ceca de Sevilla, prestigiosa por sus acuñaciones y sus pesos exactos. De sus refinadas técnicas había surgido el método de valorar en quilates la ley de los metales preciosos. Durante más de dos siglos por sus dependencias habían pasado las ingentes remesas de plata y oro que se habían enviado desde las Indias; aunque en la actualidad no dejaba de ser una sucursal de la casa matriz de Madrid. Twiss se entretuvo durante un buen rato en interrogar a sus encargados y a varios empleados sobre multitud de cuestiones relacionadas con su actividad. En concreto, la forma de evitar que se extraviase el metal descargado en Cádiz. Jovellanos le aseguró que eso no podía suceder, que los controles eran muchos, y que la ley apenas dejaba resquicios para la actividad de los falsificadores.