El alcalde del crimen (2 page)

Read El alcalde del crimen Online

Authors: Francisco Balbuena

El médico Morico abrió desmesuradamente los ojos y, aturdido, se inclinó de nuevo sobre el cadáver para observar mejor. Al cabo de unos segundos farfulló sorprendido unas palabras incomprensibles. Por su parte, el inspector de labores no pudo soportar la idea sugerida por Twiss, y se alejó trastabillando, hasta ir a parar a un rincón donde se amontonaban sacos. Se puso a vomitar entre la pared y los fardos.

—Señor Twiss... —habló Jovellanos con voz dura—, le rogaría que evitase las fantasías morbosas propias de países con brumas. En esta tierra la imaginación tiene las riendas más endebles.

—Es verdad, don Gaspar... —aseveró el médico después de haber examinado mejor el espantoso tajo y las ropas, manejando entre dos dedos una porción de sustancia sanguínea—. Esto parece como jabón seco en lugar de sangre. En mis treinta años de oficio no había visto nunca nada parecido. Y luego está el corte. Mire... Limpio y recto. Nada de este mundo podría hacer algo así... ¡Virgen Santa...!

Las persignaciones y los lamentos corrieron por entre todos los presentes. Tan solo Jovellanos, Twiss, Gutiérrez y el capataz Quesada mantuvieron la compostura.

—¿Podría haberlo producido un hacha, un hacha bien grande...? —preguntó Jovellanos, tratando de que en su semblante no se apreciase su creciente preocupación.

—Imposible —contestó Morico—. Cuando joven asistí como forense a la ejecución del conde de la Sierra Bermeja, y puedo asegurar que el hacha era bien grande y que el verdugo tenía gran pericia. Pero aun así el corte presentaba irregularidades, tropezones en la carne y desgarramientos en el pellejo...

—¿Y una espada? ¿Un sable? —le interrumpió Gutiérrez mostrando el suyo.

—Tampoco.

Mientras que Morico salía del molino, para a continuación enjugarse el sudor de la frente con un pañuelo que ocultaba en la ancha manga de su casaca, Jovellanos y Gutiérrez, muy pegados entre sí, intercambiaban comentarios en voz baja. Por su parte, Twiss cogió un puñado de hojas de tabaco y las olió. Se imaginó qué podría hacer con ellas en su pipa Hogg, su criado negro. Después volvió a tomar la palabra.

—A menos que el asesino estuviese familiarizado con la medicina. O con la mar, más exactamente...

—¿Qué...? —exclamó Morico—. ¡Un médico jamás haría algo así...!

—Señor, no afirme nada tan categóricamente —giró Twiss su cabeza hacia un perplejo Morico—. Digo también que tal vez el asesino conozca la vida marinera. En mis viajes he visto trabajar a los cirujanos de los navíos. Poseen sierras muy finas y de varias clases. Con ellas separan miembros destrozados por la metralla o comidos por la gangrena. Y con una limpieza igual a la de ahí abajo.

—¡Ah...! Pudiera ser... —El Alcalde del Crimen se llevó las yemas de sus dedos a la frente, meditabundo—. Ignoramos tanto... Y todavía no nos hemos preguntado quién y por qué ha podido cometer una monstruosidad tal. ¿Quién? ¿Por qué?

Morico se acercó a donde estaban Jovellanos y Gutiérrez y, con voz apenas audible, mirando de reojo a uno y a otro lado, habló.

—¡Ejem...! Si me permite, señor alcalde... Yo podría analizar algo... Tal vez...

—¿Cómo se atreve? —exclamó un enfadado Gutiérrez.

—¡Me atrevo en nombre de la ciencia y de la justicia! —replicó Morico con no menor genio.

—¡Cálmense ambos, caballeros! —impuso Jovellanos su autoridad.

Domingo Morico, además de médico y matemático, era uno de los últimos seguidores que quedaban de Gottfried Wilhelm Leibniz y su teoría de las mónadas. Por aquella época era el director del hospital de la Caridad, donde también vivía, y donde había instalado en un cuarto, accesible a muy pocos, su
laboratorio,
como él lo llamaba; o la «caverna de un alquimista», como decían sus detractores. Allí guardaba el único microscopio y el único termómetro de Fahrenheit que existían al sur de Madrid. Naturalmente que no buscaba la piedra filosofal, pero sí, entre otras cosas, el
flogisto,
un misterioso gas que se suponía había en las entrañas de todos los sólidos. A menudo, con gran precaución, para su estudio se llevaba vísceras y órganos de los fallecidos en el hospital; aunque muy rara vez cuerpos enteros, porque eso hubiese sido provocar a su suerte. Y esto era precisamente lo que había sugerido a Jovellanos: la autopsia. Una práctica que ya era bastante habitual en tierras como Escocia y Holanda desde hacía varios siglos, pero que en Sevilla su sola mención aún equivalía a un sacrilegio, y su práctica a una segura sentencia de muerte.

Unos gritos agudos y sollozos de mujeres llamaron la atención de todos. Volvieron sus miradas, y vieron aparecer por el otro extremo de la nave a cinco padres dominicos que avanzaban con paso apresurado. Venían sofocados a causa de su largo recorrido desde Triana, desde el castillo. Pertenecían al Santo Oficio, y uno de ellos, el que los encabezaba, era su comisario en Sevilla. Se llamaba Gregorio Ruiz de Olarte. Era un tipo largo, flaco y amarillo como una vela. Jovellanos supuso que el timorato director Quiñones, preso del pánico, había hecho avisar a todo el mundo con autoridad a diez leguas a la redonda.

—¡Ah...! Veo que no falta ni Domingo
Morico
—exclamó Ruiz con una voz grave y potente, poniendo énfasis en el apellido del médico—. ¿O debería llamarle
Viernes,
a semejanza del libro desviado de ese inglés conocido por Defoe? A propósito —miró al inglés—, he oído hablar de usted, ¿qué hace en una situación tan dolorosa y nuestra como esta?

Antes de que Twiss pudiese replicar a Ruiz cuando pasaba por delante de él, Jovellanos le quitó las palabras de sus labios.

—Hermano..., este caballero está aquí porque yo quiero. Usted es el que tiene que explicarse.

Ruiz, haciendo caso omiso a la interpelación, se detuvo para fijarse duramente en Morico y señalarle de forma admonitoria.

—Brujo, no quiero ni pensar que estuviese hablando de abrir un cuerpo humano. De practicar ese rito infame al que los de sus artes llaman
autopsia,
y mucho menos con un sirviente de Dios. ¡Antes de permitirlo sucumbiríamos todos los católicos de este reino!

Las córneas de Morico parecían querer salirse de sus órbitas, sus dientes rechinaban y el sudor apareció en su frente. Intentó contestar a Ruiz, pero ya los cinco padres dominicos se acercaban al molino. Miraron al fondo y se arrodillaron, en un único movimiento, dejando oír y ver avemarías y persignaciones. Luego, después de que Gregorio Ruiz ejecutara un gran signo de la cruz, entonaron un rezo en latín, como un murmullo sin pausa.

El Santo Oficio o Inquisición ya no poseía el inmenso poder que había tenido antaño. No hacía muchos años, durante el reinado de Fernando VI, eran frecuentes los autos de fe y las hogueras en las plazas públicas. La propia Sevilla tenía un famoso
quemadero
en el Prado de San Sebastián, donde habían ardido miles de infelices. Pero ahora reinaba el hermano de aquel rey, Carlos III, un hombre influido por las ideas ilustradas de su época en la medida suficiente como para enfrentarse al Santo Oficio y a todas aquellas partes de la Iglesia que cuestionasen su autoridad regia.

Siguiendo esta política, había expulsado a los jesuitas en el año 1767, a imitación de lo que hizo el marqués de Pombal en Portugal y Turgot en Francia. El motivo aparente se encontró en los desórdenes que habían recorrido el reino el año anterior, acusándose por ellos a la Compañía de Jesús de sublevar al pueblo contra la Corona. Aunque en el fondo el célebre motín de Esquilache no se había debido estrictamente a la negativa del pueblo a recortar sus capas y a recoger las alas de sus sombreros, sino al malestar general contra el ministro Esquilache por la subida del precio del trigo. Y tanto en uno como en otro hecho, había tenido una influencia decisiva el Santo Oficio.

De este modo, solapadamente y con la desesperación que impulsa los últimos y peligrosos estertores de una fiera herida, el Santo Oficio iba minando la posición de todos aquellos ministros y consejeros reformistas que rodeaban al rey. Décadas antes había caído en desgracia Macanaz; después de la destitución de Esquilache le llegaría su turno al conde de Aranda, su sucesor, que era el principal apoyo con que contaba el asistente. Ahora gobernaba en Madrid Campomanes, reformista aunque no tan decidido como Aranda, y que por ello no prestaba la suficiente ayuda a Olavide. Este se había quedado solo en Sevilla, resistiendo en el último reducto importante de los ilustrados. Y sabía que cada día su posición se tornaba más y más difícil.

También lo sabía Gaspar de Jovellanos aquella mañana delante del cadáver de un cura decapitado. Sabía que aquel asesinato de un ministro de la Iglesia podía ser un golpe demoledor sobre el Alcázar, y para propiciarlo estaba Gregorio Ruiz. Sabía que el inquisidor trataría de acrecentar la tensión en la ciudad culpando de la muerte a los enemigos de la religión. Y solo había un modo de impedírselo —pensó Jovellanos removiéndose de tensión—: esclarecer todo y detener al culpable cuanto antes.

Los cinco inquisidores terminaron su oración y se levantaron. El comisario Ruiz se volvió hacia todos los demás y volvió a hablar con su voz bronca, esta vez dirigiéndose directamente a Jovellanos.

—Señor alcalde, creo que su labor aquí ha terminado. Este crimen pertenece a la jurisdicción del Santo Oficio. Marche con Dios...

—De ninguna manera —replicó de inmediato Jovellanos, como si hubiese esperado esas palabras—. Ha ocurrido en mi ciudad, y ese hombre parecía vecino de ella.

—¡Era un sacerdote, por el amor del Altísimo! —clamó Ruiz, levantando en la lejanía gritos femeniles.

—Como si era un obispo. La Inquisición entiende de asuntos de fe, no de sangre.

—¿Pretende vedar nuestro legítimo y legal derecho?

—Lo que le digo, padre, es que la justicia civil tiene preeminencia.

—¡Apelaré a Su Eminencia, a la Suprema si es preciso!

De la boca de Ruiz escaparon gotas de saliva como ácido corrosivo. Entretanto, Twiss se acercó a Gutiérrez y le susurró al oído.

—¿Qué es la Suprema?

—El órgano superior del Santo Oficio... —respondió el militar con otro susurro, aunque de tono más nervioso—. No le gustaría caer en sus garras...

Los gritos de Ruiz resonaban de nave en nave, encogiendo el corazón de quienes le oían. Gregorio Ruiz tenía fama de implacable, de hombre duro como el pedernal. Se decía que había estado diez años en la Inquisición de México y que, debido a sus métodos en exceso crueles, en unos tiempos ya crueles de por sí, el cardenal Lorenzana, un hombre moderado y tolerante, le había hecho expulsar de la Nueva España. Llevaba cuatro años en la metrópoli, en Sevilla. Él mismo había pedido a la Suprema que se le destinase al lugar del reino donde los acólitos de Satanás parecieran tener más fuerza. Por ello, por su celo purificador, moraba ahora en la capital del
demonio
Olavide.

—Apele si quiere a instancias tan elevadas para la religión, pero no para la Justicia, que para eso está la de Su Majestad, a la que yo represento en Sevilla.

—Señor alcalde... Este sacrílego asesinato es un claro ataque a la religión católica —arguyó Ruiz, apoyándose en el asentimiento de sus cuatro compañeros—. Ni el mismo rey podría negarlo.

—¿Cómo lo sabe? Yo solo veo ahí el asesinato de un hombre, y no un ultraje a la fe.

Los ojos grises de Ruiz adquirieron un brillo lesivo, viendo que no había forma de sacar de sus trece a su oponente. Pero al instante comenzó a cabecear con cierta satisfacción.

—Hay testigos de sus palabras —señaló a todos los presentes con un amplio movimiento semicircular de su brazo derecho extendido—. Esa es una opinión claramente deísta, propia de quien no cree en la sacralidad del sacerdocio.

—¿Y usted cree que ya ha descubierto al asesino en mí? —Jovellanos levantó unas breves risas de Twiss, Gutiérrez y Morico—. Mire, padre Gregorio, entierre a ese hombre cristianamente, mientras que yo, si me deja, para empezar me ocupo de averiguar quién era.

Jovellanos se colocó su tricornio e hizo un ademán para salir. Sin embargo, antes de dar dos pasos seguidos, el sonido de una campanilla le detuvo, así como a los que ya le seguían.

Por el arco de entrada a la nave aparecieron cuatro monaguillos con sendos crucifijos, más altos que ellos, y otro más haciendo sonar la campanilla. Detrás iban dos sacerdotes, uno balanceando un incensario, cuyo humo le envolvía mientras avanzaba, y el otro leyendo un breviario latino. Por último, seis mancebos portando una camilla y unos lienzos cerraban la fila.

Mientras que todos volvían a descubrirse, Jovellanos hizo un comentario por lo bajo a Morico, que parecía querer ocultarse detrás de él.

—Vaya..., es gente de la catedral... A esta hora Quiñones debe de haber dado aviso hasta en Córdoba...

—Por Hipócrates, señor alcalde... No sabemos cómo ha muerto la víctima... —Morico echó mano a un brazo de Jovellanos y lo agitó—. Debíamos haber hurgado en el cadáver...

—Ya es tarde...

—Hay que averiguar si tiene alguna herida que no hayamos observado, y de qué clase...

—¡Ya es tarde, Morico...! —sentenció con rabia don Gaspar.

Una vez que la procesión de la catedral hubo sorteado a las mulas y los fardos de tabaco, los dos sacerdotes se adelantaron hacia el último molino. Observaron con estupor el cuerpo del fondo. Después de las obligadas avemarías y persignaciones, mientras que uno entonaba un salmo, el otro se aprestó a hacer uso de un hisopo. Al esparcir este por segunda vez el agua bendita, con un grito de escalofrío dejó caer los utensilios de sus manos y acto seguido se las llevó crispadas a la cara. Se volvió hacia todos los presentes, entrelazando sus diez dedos en un nudo sobre la boca.

—¡Por todos los santos, Dios mío...! —exclamó con los ojos salidos de sus órbitas—. ¡Es el padre Mateo! ¡Es el padre Mateo!

Con dos zancadas, Ruiz se puso a su altura y le zarandeó por los brazos al tiempo que le preguntaba:

—¿Está seguro?

—¡Sí, padre...! ¡Esos ángeles bordados en su casulla! ¡Y esas cruces plateadas...! Inconfundibles... Hacía un mes que se lo habían confeccionado las monjitas de Santa Rosalía... Nos lo enseñó a todos. ¡Con lo contento que estaba...!

Por lo que en unos segundos comentó quedo Gutiérrez a Twiss, el difunto era Mateo Berrocal, que ostentaba el puesto de capellán de la catedral, y era una de las personas más allegadas al cardenal Francisco de Solís.

Other books

Cold in Hand by John Harvey
The Death of Me by Yolanda Olson
Checkmate in Amber by Matilde Asensi
3 Malled to Death by Laura Disilverio
Where the River Ends by Charles Martin
The 900 Days by Harrison Salisbury
Mortal Faults by Michael Prescott