Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
Twiss cumplió con holgura la parte que le correspondía del trato, de modo que puso un gran empeño en enseñar inglés a quien tanto hacía por él. Jovellanos, que dominaba perfectamente el latín y el francés, aprendía con facilidad. No en vano, al ocupar el cargo de Alcalde del Crimen, pese a ignorar todo lo referente al oficio de magistrado, en pocas semanas se había puesto al corriente de cuanto debía conocer de la mano del juez retirado marqués de San Bartolomé. Sin embargo, para disgusto de Jovellanos, aquello había durado muy poco. De repente el marqués falleció. Al cabo de ocho años, ya Jovellanos apenas recordaba las facciones de su viejo maestro; pero lo que no olvidaba fácilmente era el llanto de su única huérfana, una niña de rizos amarillos que más de una vez le había secado la garganta al cruzarse con ella.
Ahora su profesor era mucho más joven, y el inglés no parecía tan árido como las teorías de Grocio o Hobbes. Y así, con profunda dedicación por ambos caballeros, transcurrían las lecciones hasta altas horas de la noche en casa de don Gaspar o en la Audiencia. Al concluir, Twiss y Hogg regresaban a pie al palacio de Bruna, no muy lejano, por calles oscuras como grutas, angostas como cimitarras sarracenas.
—¿Ha oído, amo? —preguntó Hogg, tratando de que su farolillo de papel encerado iluminase mejor a Twiss.
—He oído, Hogg. Juraría por el capitán Kidd que alguien nos sigue a sotavento —dijo el caballero inglés, echando un estéril vistazo a las tinieblas de su espalda.
Por si acaso empuñó una de sus pequeñas pistolas. A partir de ahí avanzaron bastante alertados hasta alcanzar el portón de la casa. Y no le dieron mayor importancia a aquel hecho.
Al día siguiente había nueva tertulia en el Alcázar, y se aprestaron a acudir desde bien temprano. Era una tertulia especial, de despedida, ya que el asistente Olavide regresaba a las Nuevas Poblaciones en Sierra Morena. En las colonias habían surgido problemas con los frailes capuchinos, que querían fundar más conventos de los que su promotor estaba dispuesto a soportar. Por ello, por una ausencia que se esperaba larga, acudieron al Salón de Embajadores más tertulianos de lo habitual, hasta rebosar en otras salas y corredores.
Jovellanos presentó a Twiss a sus amigos más allegados de la tertulia y de Sevilla: el teniente mayor Juan Gutiérrez; don Domingo Morico, matemático y médico; Gregorio Vázquez, comerciante y potentado; y don Cándido María Trigueros, canónigo de la catedral. Mis tarde, entre el ir y venir reinante, Twiss se dio cuenta de que su guía no perdía de vista a una dama bastante joven, de tez nacarada, de un porte majestuoso y a la vez sencillo. Quiso creer que allí había un sentimiento más intenso que el que pudiera conllevar compartir las ideas afines de un club social.
Una vez que hizo acto de presencia Pablo de Olavide y se hubo sentado en la presidencia, todo el mundo se acomodó a su alrededor como pudo. La persona que debía disertar ese día era precisamente la damisela por la que Jovellanos mostraba tanta atención. Desde un lugar prominente, la joven abrió un libro y se puso a leer algunos de sus párrafos, que a continuación comentaba con gran discernimiento. La obra era el
Emilio o la educación,
de Juan-Jacobo Rousseau. La joven se entretuvo especialmente en glosar la opinión del autor ginebrino acerca de que Emilio, el alumno, ha de experimentar el rigor de las cosas y no el de sus semejantes, puesto que el hombre, cuanto más se aleja de su condición natural, más lejos está de la felicidad y la virtud. Llegado a este punto, Jovellanos tomó la palabra para discrepar o apoyar lo dicho, como era lo acostumbrado.
—Siento estar en desacuerdo con tan ilustre autor. La Razón nos dice que las leyes que nos otorgamos, como hijas de ella, arrancan al hombre del salvajismo. Lo contrario sería como comparar las hordas bárbaras de los hunos con el excelso Imperio de Roma.
—Podríamos comparar en perjuicio de Roma, caballero —replicó la damisela con decisión—. Basta con recordar el cruel martirio de los cristianos. ¿Acaso no se imponen las leyes por el castigo y el miedo, y no por el convencimiento natural? Educad al hombre de acuerdo a sus instintos y tenderá al bien. Por contra, puede que obedezca, sí, pero con rencor y odio malquistado, proclive al delito.
Estas palabras provocaron algunos breves aplausos entre la concurrencia. Twiss creyó advertir cierta contrariedad de Jovellanos, no porque una mujer, y además tan joven, rebatiese sus argumentos, sino porque le gustaba oír los suyos de su boca. Y esa boca permanecía tan lejana..., tan silenciosa quizá para otros sentimientos.
Don Gaspar retomó el hilo de la discusión dispuesto a superarse. Sabía que aquella joven no era fácil de batir en cuestiones jurídicas. Su padre precisamente había sido quien le había dado a él las primeras lecciones de Derecho.
—El delito proviene de la ignorancia, señora. Es cierto que aun el más sabio de los hombres puede cometer un crimen, pero ello sin duda se debe a que las leyes morales de la civilización, que nos elevan sobre los animales, no lo olvidemos, no han calado profundamente en su espíritu. Educad... al niño... —en ese momento la voz de Jovellanos vaciló y su mirada se desvió de la presidencia, cosa que ocasionó un ligero murmullo entre los asistentes—, en la templanza... y en la mesura... y...
Las miradas de todos siguieron el paso del chambelán y un criado mayor, que habían penetrado en el salón, sumamente nerviosos y con sus rostros desencajados. Sus expresiones reflejaban tal espanto que algunas damas clamaron al cielo y varios hombres, alertados, se levantaron de sus asientos. Los dos sirvientes llegaron completamente aturdidos frente a Olavide. Por mucho que hablaban, no atinaban a explicarse; e incluso uno a otro se atropellaban con las palabras. El asistente, haciendo gala de prudencia, los alejó hacia la salida más cercana, lejos de la expectación general. Ya allí, mal que bien, a trompicones, le contaron el espanto sucedido en la Fábrica de Tabacos.
Horas más tarde, nada más puesto al corriente Pablo de Olavide por Jovellanos de los pormenores del macabro hallazgo de la Fábrica de Tabacos, montó en su carroza sin siquiera haber comido. Ya lo haría en alguna posada del camino. El asunto era muy grave, a su juicio, pero poco podría hacer él más que observar mientras sus subordinados lo investigaban. Compartía los temores de Jovellanos, y confiaba en que llevase a buen fin sus pesquisas.
—No le tiemble el pulso, Gaspar —le dijo asomándose por la ventanilla del carruaje—. Manténgase firme y llegue hasta donde deba llegar. Don Francisco está a su disposición para todo lo que necesite.
Francisco de Bruna se quedaba al mando del Alcázar y de la ciudad. Olavide conocía bien sus limitaciones, pero sabía que era un hombre honesto y de fiar.
La comitiva del asistente emprendió la marcha. Detrás de la carroza iban dos carretas con suministros y, por delante y a la retaguardia, unos veinte carabineros a caballo. La columna salió por la puerta del Retiro, que daba al exterior de la muralla, por no tener que cruzar la ciudad. Al poco, después de cubrir un repecho y de sobrepasar varias torres paralelas al arroyo del Tagarete, se perdieron de vista camino del acueducto de los Caños de Carmona. Solo cabía imaginar ya su destino en Sierra Morena.
A eso de las cuatro de la tarde, poco después de comer, Jovellanos, Twiss y Hogg salieron del Alcázar y se dirigieron a la Audiencia a pie. Había poca gente por las calles. Entraron en el edificio por su portón de la calle de Chicarreros. El secretario Fernández les salió al encuentro a mitad del patio. Era un hombre de unos cuarenta años, de estatura media, menudo, muy servicial y eficiente, vistiendo siempre con paños de colores discretos y de modesta calidad. Tenía que mantener a una gran familia. Dos de sus hijos correteaban entre él y los recién llegados. No tardó en poner a su jefe al corriente de las últimas novedades.
—Señor alcalde, Quesada no ha querido almorzar —fue lo primero que dijo.
—Vaya... Y eso que doña Rosario cocina de maravilla —apuntó Jovellanos con cierta ironía.
Tal era la confianza que Jovellanos tenía depositada en él que prefería que le sirviese también de escribano para los asuntos delicados, de aquellos de los que había que guardar una gran discreción. Él mismo tomaría ahora las notas pertinentes en el interrogatorio de Quesada. El grupo se encaminó al ala norte del caserón.
Alumbrados por un candil, descendieron por unas angostas escaleras hasta que llegaron a un pasaje apenas iluminado por un par de hachones. Allí les recibió el carcelero, un sujeto gordo y con la nariz rota. El lugar era húmedo, alargado y de tonos sombríos. A ambos lados del pasaje se abrían cinco puertas de roble con planchas de hierro. Sus ventanucos estaban cerrados, pero, conforme avanzaba el grupo, los murmullos apagados de sus ocupantes se hacían sentir.
Federico Quesada se encontraba en el último calabozo; solo, para evitar cualquier riesgo. Jovellanos le observó a través de la mirilla. Apenas se le distinguía entre las tinieblas del calabozo, aunque se podía adivinar que estaba sentado en uno de los dos camastros, sin colchón ni manta alguna, cogido a sus piernas, como si meditase. Cuando se abrió la puerta y penetraron los visitantes, Quesada apenas se movió de posición y ni siquiera cambió su expresión despreocupada. Respondió a los saludos de Jovellanos muy parcamente. Mientras que el carcelero chato cerraba la puerta, Fernández se sentó en el extremo del camastro ocupado y extendió sus útiles de escribir: una carpeta con papeles, un tintero y pluma. Mientras tanto, Quesada no perdía de vista el enorme y oscuro cuerpo de Hogg, que incluso superaba en una cuarta a su no pequeño amo. Hogg se quedó de pie al lado de la puerta, lejos de la luz floja del candil, de forma que, vestido de pardos y morados, sus contornos se hicieron casi invisibles. Solo por arriba se distinguían el blanco de sus ojos, el gris de sus cabellos ensortijados y su pañoleta, y por abajo el brillo claro de sus medias.
—¿Ha comido bien, Quesada? —preguntó Jovellanos simplemente para romper el mutismo inicial.
El preso no contestó.
—Ni siquiera quiere beber nada, señor alcalde... —dijo Fernández, como completando su informe.
—Pero hombre... —comentó Jovellanos tratando de capturar la mirada perdida de Quesada—. No complique más su situación. Le recuerdo que tiene una familia.
Quesada levantó y giró su cabeza hacia Jovellanos, mirándole con una expresión severa.
—No mezcle en esto a mi familia, señor alcalde...
—Me temo que va a ser imprescindible, Quesada. De una u otra manera, la vida, y la muerte, del padre Mateo parece vinculada a usted y a los suyos. Me han contado, y supongo que constará en algún informe secreto del Santo Oficio, que después del juicio por la denuncia de su hermana Marta usted profirió amenazas en una taberna contra Mateo Berrocal. Eso es muy serio. ¿Qué tiene que decir sobre ello?
—Estaba algo bebido.
—¡Hum...! ¿Qué clase de amenazas fueron?
—¿Es que no lo sabe ya?
—Dígamelo usted...
Hubo un silencio tenso mientras que la escasa luz del candil temblaba en las duras facciones de Quesada. Hasta Fernández levantó los ojos del papel esperando su reacción.
—Pu..., pues que le rebanaría el pescuezo si volvía de Puerto Rico...
—¿Le volvió a ver a su regreso? —insistió Jovellanos.
—Nunca. Yo evitaba las iglesias y las calles por donde pudiera encontrarle. Comprenda, señor alcalde, los pobres no tenemos justicia que nos ampare. Solo nos cabe el consuelo del desprecio.
—¿Dónde estuvo anoche?
—¿Dónde podría ir? Estuve en mi casa.
—¿Hay testigos de ello que no sean su mujer o sus hijos?
—Precisamente de anoche sí. —Quesada se irguió, con más ánimo en su rostro—. Mi mujer está preñada, a punto de parir, y anoche tuvo dolores. No pasó de ahí, pero acudieron varias vecinas a atenderla.
Twiss se adelantó un paso desde el muro y, antes de hablar, se dio unos toques con dos dedos en el labio inferior.
—¿Cuál es el oficio de su padre?
Quesada abrió desmesuradamente los ojos y, poco a poco, transmutó su expresión dolorida en otra de agresividad. Jovellanos se inquietó y Fernández, aturdido, se retiró con sus útiles de escribir lo más posible de los pies del preso. Después de un silencio eterno, Quesada habló por fin con la voz rota.
—Sé que estoy sentenciado a muerte. ¿Por qué hace esto, señor alcalde? Entrégueme de una vez a la Inquisición.
—Conteste a la pregunta del caballero.
—Mi padre murió hace tres años... Bastante que resistió cargando con la deshonra de su hija. Era..., era matarife...
—Carnicero, ¿no? —insistió Twiss, sin que le afectase el súbito desasosiego de sus compañeros de interrogatorio.
—Sí... Algo así... —farfulló Quesada—. Sé lo que está pensando. Que poseo la habilidad de mi padre para cortar carne. Y es verdad. Pero éramos demasiados hermanos para seguir todos el oficio. Le diré más, caballero, sé cómo matar a alguien con una pequeña punzada. Pero, respóndame, ¿por qué habría de cortar la cabeza de ese cura?
—¿Por qué no? Quizá así satisfacía plenamente su venganza.
—No comprendo eso.
Twiss sonrió con malicia y entornó sus ojos claros y fríos antes de proseguir.
—No era suficiente con matarle, sino que debía ser ante un altar simbólico, como si con ese sacrificio recobrase el alma perdida de su hermana a cambio de esa cabeza. ¿No trabajaba también Marta en la Fábrica de Tabacos?
Quesada se quedó desconcertado ante esas palabras, y no tuvo otra forma de reaccionar que negar con la cabeza repetidas veces. Jovellanos, viendo que Twiss le llevaba por un sendero para el que el preso no poseía instrucción, apoyó una mano en su hombro derecho, queriendo transmitirle una sensación de tranquilidad.
—Atienda... Una última pregunta, Quesada. ¿Tiene llave de la fábrica?
Federico Quesada frunció el ceño y las llamas del candil bailaron en sus pupilas. Dio la sensación de que la pregunta le parecía ridícula por ser de respuesta obvia.
—No.
—Bien... Comprobaremos todo.
Precedidos de nuevo por el candil del secretario Fernández, los tres visitantes retornaron al mundo exterior por donde habían bajado. Mientras ganaban la luz natural escalón a escalón, Jovellanos formuló a Twiss una pregunta que no quiso hacer delante del preso.
—¿Cómo sabía que su padre era carnicero?