Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
El primero habló acerca de lo que había averiguado entre los vecinos de Federico Quesada. Tal y como este había afirmado, la noche en que se suponía había ocurrido el asesinato lo habían visto en su casa, al lado del lecho de su mujer dolorida. Aunque las mismas vecinas le echaron después del cuarto, con la excusa de que iban a tratar de asunto de mujeres, y no le volvieron a ver. Todo ello sucedía antes de la medianoche, por lo que cabía la posibilidad de que se hubiese largado en pos del padre Mateo. Respecto a sus fanfarronadas en la taberna, todos los que vivían y las recordaban reconocieron que sí las había proferido, empero con una amplitud mayor de la conocida: había maldecido a todo el clero de Sevilla. Sus compañeros de francachelas lo habían achacado a la bebida, sí, pero también a un odio natural por la religión. En cuanto al zapatero, Jovellanos se lo encontró cargado de hijos, huraño y, cosa muy importante, con un solo pie. El que le faltaba lo había perdido en un accidente con una hachuela de moldear hormas de zapatos. Había habido que cortarle el miembro. Todo indicaba, terminó, que las coartadas de Quesada eran muy endebles.
Por su parte, Twiss relató lo averiguado en la Fábrica de Tabacos por medio de su guarda Mojarra. La conclusión a la que había llegado le parecía incuestionable. El asesino, con una muía cargada de sacos, en uno de los cuales iba el cuerpo del padre Mateo, había entrado en la fábrica confundido con los arrieros de la reata. Y, al amparo de la oscuridad, del vino y del desorden reinante, había aprovechado su oportunidad para arrojar el cadáver al fondo del molino. Ello, obviamente, solo lo podía haber hecho alguien que conociese bien esos pormenores del trabajo de la fábrica.
—Pobre hombre... —se lamentó Bruna apoyando los codos en la mesa—. Quesada es alguien muy popular, para bien y para mal, y lo que le pueda ocurrir, y todo indica que le puede ocurrir lo máximo, traerá consecuencias impredecibles para Sevilla.
—Bruna, todavía no le dé por condenado... —comentó Jovellanos.
—¡Un momento...! —exclamó Morico al otro extremo de la mesa, con la boca bastante llena; no continuó hasta que no se hubo tragado todo lo de ella—. Caballeros, nos olvidamos del muerto. Si hay algún misterio, este se halla en él. Todo indica que Quesada puede ser el asesino, tenía sus motivos y tenía los medios para hacer con el cuerpo lo que parece que hizo, pero... Las palabras del señor Twiss acerca de la herida que hubiera causado la muerte del padre Mateo me dejaron intranquilo, puesto que ese detalle tan importante se me había escapado a mí, a un médico de profesión. Ayer, mientras comía, tuve la idea de esperar al enterramiento de Mateo Berrocal y, más adelante, a escondidas, exhumar el cadáver de su tumba y...
—¡Morico...! ¿Cómo...? —le interrumpió Jovellanos con gesto de enfado.
—Ya sé, ya sé... No ponga esa cara. Ya sé que sería un delito duramente castigado. Pero no se preocupe. He hecho algo más fácil. He ido a la catedral y he preguntado. Los restos de Mateo están expuestos en la capilla de San Pedro, sobre un catafalco, a la espera de ser enterrados mañana. Donde debería estar la cabeza cubre el hueco un pañuelo bordado con un cordero y una cruz. Mientras que el cuerpo en sí está vestido con el correspondiente hábito franciscano. Hay una fila interminable de fieles para verlo, yo diría que por morbosa curiosidad la mayor parte. No todos los días ocurre algo parecido en Sevilla. Pues bien, como les decía, he preguntado a algunas de las monjitas del convento de Santa Clara que han preparado el cuerpo y, después de mucho insistir, me han revelado lo que yo ya me temía: no había por ninguna parte del cuerpo herida alguna.
Hubo un rápido cruce de miradas entre Jovellanos, Twiss y Bruna.
—Ese es un buen dato, Morico —comentó Jovellanos con algo de desdén—. Pero ¿ha pensado en que quizá tenía la herida en la cabeza, mortal o simplemente para aturdirle, y que por eso mismo el asesino o los asesinos se la arrancaron, para que no se reconociera su origen por tal vez su forma?
—Sí. Y a mí me es indiferente eso. Aunque yo no voy a ser de los que creen que todo se debe a una intervención sobrenatural, como corre de boca en boca. Soy un científico. Afortunadamente, antes de salir del molino tuve la precaución de coger un pegote de esa extraña sangre de su cuello. Esta noche la he analizado en mi laboratorio bajo mi microscopio y, asómbrense caballeros, ¡es sangre humana!
—¿No decían que era algo como corrupto? —preguntó Bruna, levantándose de la mesa con algo de aprensión.
—¿Es que esperaba que fuese otra cosa? —apostilló Twiss a Morico.
—No sé... —contestó limpiándose las comisuras de los labios con una manga de su casaca—. Nunca había visto algo así. Es como usted aseguró: jabón. Pero jabón vivo... La sangre ha adquirido un color ocre, y, en lugar de los típicos grumos de la sangre coagulada, está como..., como hecha cristales blandos...
Jovellanos se echó para atrás en su silla, con una expresión de desaliento.
—Cuanto más sabemos, más confuso aparece todo. Sería fácil procesar a Quesada, pero, conociendo tanta rareza, ¿quién sería capaz de hacerlo a sabiendas de que cometería una injusticia?
—Todo debe de tener una explicación —comentó Bruna.
—Sí —remarcó Morico—. Como decía Leibniz: «Nada es sin razón suficiente».
Hubo unos momentos de silencio, rotos por la voz de un animado Twiss, que desconcertó a los demás.
—¡Ánimo, caballeros...! Todavía no nos hemos planteado el porqué de la decapitación, por qué se hizo con esa pericia, o por qué la víctima vestía traje de dar misa en plena noche...
Como el frío de la mañana persistía aún, pasaron a sentarse en torno a la lumbre del hogar, sobre el que colgaba una Anunciación de Alonso Cano. Igual que toda la casa, ese salón estaba adornado de forma harto recargada, con toda clase de muebles viejos o nuevos. No había lugar donde no hubiese colgado un lienzo, erguida una armadura o cruzadas unas espadas, dispuesto un retablo o plantada una escultura romana. Se decía que su dueño poseía casi tantos objetos como el hombre que ahora enervaba sus nervios con su solo recuerdo.
Bruna removió las ascuas de la chimenea y, esgrimiendo el atizador a la altura de sus ojos, de pie, como si manejase un florete, prorrumpió en denuestos.
—¡Ese hijo de Satanás...! ¡Bellaco que deshonra el ilustre nombre que lleva...! ¿Por qué lo impidió, Jovellanos? Pude haberle atravesado entonces con mi espada, de forma que ahora, igual que acabo de hacer con esos tizones, él no estaría removiendo con su lengua las brasas sobre las que descansa la ciudad...
—Sabe que no podía consentirlo, Bruna. Su Majestad está empeñado especialmente en desterrar de este reino los duelos. También yo me opongo a ellos por principios. Quien quiera luchar, que se vaya con Federico de Prusia.
Ambos tenían en mente a Miguel de Espinosa y Maldonado, conde del Águila, caballero de la Orden de Santiago, Provincial de la Santa Hermandad, alcalde mayor de Sevilla, amo efectivo de su Cabildo. La enemistad de Bruna con este poderoso personaje databa de unos meses antes, y se había originado por una bronca discusión en la tertulia a raíz del comentario de
El contrato social
de Rousseau.
En otros tiempos, cuando Gracia de Olavide, con su buen hacer y su exquisito tacto, presidía las charlas, hubiese sido muy difícil que se hubiese producido ese encontronazo. De esa carencia se había lamentado el asistente con posterioridad a la muerte de su hermanastra, princesa de la delicadeza femenina para él. La discusión se había zanjado con una amenaza de duelo entre Bruna y el conde, que se hubiese llevado a cabo de no ser por la intervención de Jovellanos.
Este, de acuerdo a las disposiciones reales, les advirtió que haría cumplir la ley si hacían realidad el duelo. Por otro lado, siguiendo las tesis de Beccaria, les recordó que únicamente castigaría al agresor, al retador, pues sin duda era inocente el que solamente defendía con palabras su opinión. Como ni Bruna ni el conde del Águila quisieron pasar por mentecatos sin argumentos, el conato de duelo se evaporó.
Considerándose humillado por unos amigos conchabados, el conde abandonó la tertulia de Olavide con malas maneras, fundando la suya en su propia casa de la calle de los Trapos. A ella acudían sobre todo miembros de la alta nobleza, entre los que descollaban algunos grandes de España, y sobre todo la clerecía ultramontana. Allí mismo, el día anterior, el conde del Águila había proferido injurias contra Pablo de Olavide, injurias que habían llegado a oídos de Bruna. Decía entre otras cosas que el asistente, peruano, había huido de Sevilla porque tenía algo que ocultar sobre el asesinato del padre Mateo. Y que había dejado el gobierno de la ciudad en manos de su «sediciosa
corte de Perú».
Esas palabras, en unos años en que se extendía por el virreinato la virulenta revuelta de Diego Cristóbal Túpac Amaru, el último inca, eran de una vileza suprema, equivalentes a una acusación de lesa majestad.
La
corte de Perú
en realidad eran cuatro paisanos de Olavide. La componían Esteban del Sagrario, Rafael Artola, José de Herradura y Pedro Meneses; los cuatro ocupando puestos de cierta relevancia en la guarnición o en el Alcázar. Sus méritos más destacados eran que habían estado a las órdenes de Olavide en el Perú de su juventud, o habían sido compañeros de estudios, o habían confraternizado recordando sus orígenes comunes. El asistente los había ido acogiendo con los brazos abiertos, asignándolos a su servicio, pero ni mucho menos, según un colérico Bruna con el atizador en la mano, dominaban la ciudad en la sombra.
—Resulta lo que me temía, caballeros —comentó al respecto Jovellanos— Este asesinato se va a usar como arma política para minar la posición del asistente. Cada día que pase sin esclarecerse, el Santo Oficio y quienes le siguen van a ir extendiendo de nuevo sus sayas negras calle por calle.
—¿Y yo qué? —se preguntó Morico llevándose los diez dedos abiertos al pecho—. El conde, a través de la Hermandad, lleva meses haciéndome la vida imposible en el hospital...
Bruna refunfuñó y dejó el atizador a un lado de la lumbre. Acto seguido repartió unos grandes cigarros puros de una caja ricamente labrada que había en la repisa de la chimenea. Cada cual se fue sirviendo un puro, intentando extraer humo con mayor o menor pericia.
—¡Por favor, caballeros...! —exclamó Twiss nada más dar su primera calada, pensando en que quizá todo ese aroma en humo subiría hasta el ático, y que acaso reanimaría al malherido Hogg—. Olvidémonos de la política, sobre a quién beneficia o perjudica este caso, porque nos distraeremos con juegos mentales estériles. La cuestión principal es: ¿Federico Quesada pudo cometer el crimen? Parece que sí. Entonces, ¿qué es lo que no encaja en el caso? Sobre todo la sangre, su extraño aspecto. Porque, de acuerdo a ello, es lícito pensar que esa muerte específica va indisolublemente unida a esa sangre tan especial. De modo que, en último término, pudiera ser que para Quesada hubiera sido imposible realizar ese asesinato con tal sangre presente. Pero no aventuremos tanto por ahora, ya que esa rara coagulación puede deberse a un fenómeno posterior al crimen, acaso accidental. Díganos, Morico, ¿podría la hoja de tabaco en contacto con la herida durante determinado tiempo corromper la sangre de esa manera? Según me reveló el guarda de la fábrica, el cadáver apareció sobre un lecho de hojas no trituradas del día anterior. Lecho que despejaron antes de nuestra llegada por respeto al muerto.
—Lo ignoro... —contestó Morico, porfiando torpemente con su puro—. Poseo las obras en latín de Boyle y Hooke, e incluso las del insigne Paracelso, pero creo que no se menciona nada al respecto. De todas maneras, realizaré experimentos sobre ello en mi laboratorio.
—Caballeros..., me alarman ustedes.
Francisco de Bruna arrojó su cigarro al fuego de la chimenea. Twiss no perdía de vista a Morico.
—Y he oído que en la ciudad hay un gran depósito de mercurio...
—Cierto. Las Atarazanas de Azogues...
—Me consta que el mercurio es altamente tóxico, y que envenena la sangre de una manera muy particular...
—No está mal pensado... —pensó Morico por unos momentos en voz alta—. Pudiera ser que el padre Mateo hubiera muerto ahogado con abundante mercurio, de forma que hubiese variado la composición de su sangre del modo que conocemos... Sí, un cuerpo sumergido en mercurio... En cuanto llegue al laboratorio, tendré que...
—Pero..., pero... —le interrumpió Jovellanos con brusquedad—. Un momento, Twiss. Este es ante todo un problema moral y filosófico. Como ha dicho antes Morico: «Nada es sin razón suficiente». Eso del tabaco y el mercurio es pura contingencia, que en su momento ya se dilucidará. Lo importante es preguntarse quién tenía razones para matar al padre Mateo. Indudablemente parece que Quesada tenía la suya: la venganza. Ahora bien, un hombre honrado y cabal, aunque no fuese muy religioso, ¿podría llevar su venganza al extremo de esa vesania ciega? Yo creo que no. Quesada está casado, tiene hijos pequeños a los que mantener, ¿por qué habría de seguir su impulso asesino hasta el punto de dejar como aposta todas las evidencias en su contra, sabiendo que no tendría salvación posible? Creo, en consecuencia, que debemos ampliar nuestra reflexión por otros dos caminos. Uno sería que alguien hubiese preparado una trampa lo más macabra y abominable posible para arruinar a Quesada, con los suficientes indicios
demoníacos.
El otro, que alguien tuviese sus propios motivos para asesinar de la forma más humillante al sacerdote, y que, todo lo demás, la aparición en la fábrica entre bestias, sea una consecuencia de ello, aunque mera casualidad.
Twiss sonrió, envolviendo su rostro alargado antes de hablar en una densa humareda.
—La razón... ¿Qué razón hay para que un padre mate y se coma a sus hijos? Ni siquiera Dante ha sabido dar una explicación. ¿O qué razón hay para que el rey de Francia mande asesinar a sus propios súbditos en la noche de san Bartolomé? Podemos especular lo que sea, pero lo que importan son los hechos. Hechos... No hay razón sin hechos, y estos nos hablan de acuerdo a nuestra experiencia. La naturaleza no crea nada fuera de los sentidos, y son estos los que, digamos, nos descubren las razones últimas.
Jovellanos se echó para adelante en su silla, agarrando sus brazos tapizados.
—¿Me dice usted que las matemáticas, que no existen en la naturaleza, no las creamos por medio de solo nuestro entendimiento?