La mano izquierda de Dios

 

«Escuchad: el Santuario de los Redentores en Peña Shotover se llama así por una cochina mentira, pues por allí redención hay poca, y santuario aún menos»

El Santuario de los Redentores es un lugar enorme y desolado, un lugar sin alegría ni esperanza. La mayoría de los muchachos que lo habitan entraron en él siendo sólo unos niños y han crecido sometidos al régimen brutal de los redentores que utilizan su violencia y su crueldad para obligarles a servir a la única fe verdadera.

En uno de los pasillos que se abren en medio de los desolados vericuetos del santuario, hay un niño. Debe tener unos catorce o quince años. Hace mucho tiempo que olvidó cuál era su verdadero nombre. Ahora todo el mundo le llama Thomas Cale. Está tan acostumbrado a la crueldad que parece inmune a ella. Sin embargo,muy pronto abrirá la puerta equivocada en el momento equivocado y será testigo de un acto tremendo que le obligará a abandonar el santuario o morir.

Cale descubrirá que los redentores desean capturarle a cualquier precio… no por el secreto que ha descubierto sino por uno mucho más aterrador que posee sin saberlo.

Paul Hoffman

La mano izquierda de Dios

La mano izquierda de Dios I

ePUB v1.1

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24.10.11

Título original:
The Left Hand of God

Publicado en el Reino Unido por Penguin Books Ltd., 2010

© Paul Hoffman, 2010

© De la traducción: Adolfo Muñoz García, 2010

© La Esfera de los Libros, S.L., 2010

Avenida de Alfonso XIII, 1, bajos

28002 Madrid

Tel.: 91 296 02 00 • Fax: 91 296 02 06

www.esferalibros.com

ISBN: 978-84-9734-931-4

Depósito legal: M. 52.059-2009

Fotocomposición: J. A. Diseño Editorial, S.L.

Fotomecánica: Unidad Editorial

Imposición y filmación: Preimpresión 2000

Impresión: Anzos

Encuadernación: Méndez

Impreso en España-Printed in Spain

1

Escuchad: el Santuario de los Redentores en Peña Shotover se llama así por una cochina mentira, pues por allí redención hay poca, y santuario aún menos. El campo que lo rodea está lleno de maleza y hierbajos, y apenas hay diferencia entre el verano y el invierno, lo que equivale a decir que hace siempre un frío del demonio, no importa la época que sea del año. El Santuario resulta visible a kilómetros de distancia cuando no lo oculta, como suele ocurrir, una niebla sucia y espesa. Está construido con pedernal, hormigón y harina de arroz: la harina vuelve el hormigón más duro que la roca, y ese es uno de los motivos de que la prisión (pues de eso se trata en realidad), haya resistido tantos intentos de asedio, intentos hoy día considerados tan inútiles que nadie ha tratado de tomar el Santuario de Shotover en cientos de años.

Es un lugar nauseabundo al que solo los Padres Redentores van por propia voluntad. ¿Quiénes son sus presos, pues? En realidad, esta es una palabra poco acertada para aquellos que llevan a Shotover, pues la palabra preso sugiere un delito, y ninguno de ellos ha conculcado ley alguna impuesta por el hombre ni por Dios. Ni tampoco se parecen a ningún preso que se pueda ver en ningún otro lugar, porque todos los que llevan allí son niños de menos de diez años. Dependiendo de la edad que tengan al ingresar, pueden tener más de quince cuando salgan, aunque solo la mitad llegan a hacerlo. A la otra mitad los envuelven en un sudario de arpillera azul y los entierran en el campo de Ginky, un cementerio que comienza al otro lado de la muralla. Este cementerio es tan grande que se extiende hasta donde alcanza la vista, así que ya os podéis hacer una idea del tamaño de Shotover y de lo duro que resulta en él simplemente conservar la vida. Nadie conoce todos los entresijos del Santuario, y es muy fácil perderse por sus interminables pasillos, que giran a derecha e izquierda y doblan hacia arriba y hacia abajo como en un laberinto. Y aún más porque todos los rincones del Santuario parecen idénticos entre sí: todos son de color marrón; todos son oscuros, lúgubres; todos huelen a viejo y a rancio.

En uno de esos pasillos se encuentra un muchacho que mira por la ventana y sujeta un saco azul oscuro. Puede que tenga catorce o quince años, aunque él mismo no está seguro de su edad, como no lo está ningún otro. Ha olvidado su nombre original, pues a todo el que llega aquí se lo cambian para ponerle el de uno de los mártires redentores. Y mártires redentores hay muchísimos, debido a que, desde tiempo inmemorial, a los redentores los odia a muerte todo aquel al que no han logrado convertir. Al muchacho que mira por la ventana lo llaman Thomas Cale, pero nadie emplea nunca el nombre, solo el apellido, y al hacerlo él comete un pecado muy grave.

Lo que le atraía a la ventana era el sonido de la Cancela del Noroeste, que chirriaba como un gigante aquejado de dolor de rodillas, tal como hacía siempre en las raras ocasiones en que se abría. Vio cómo dos redentores, vestidos con su hábito negro, se acercaban a la cancela y hacían pasar a un niño de unos ocho años, seguido de otro ligeramente menor y de otro más. Cale contó veinte en total antes de que apareciera al final, cerrando el grupo, otro par de redentores. Con lentitud de artrítica, la cancela empezó entonces a cerrarse.

Cale cambió de expresión al inclinarse hacia delante para atisbar, tras la cancela que se cerraba, el Malpaís que se extendía al otro lado. Solo había salido de la muralla en seis ocasiones desde que llegara allí hacía más de diez años: según decían, era el niño más pequeño que hubiera entrado nunca en el Santuario. En esas seis ocasiones lo habían vigilado como si la vida de sus guardianes dependiera de ello (y en efecto así era). Si él hubiera fallado en cualquiera de esas seis pruebas, que es lo que eran, lo habrían matado en el acto. En cuanto a su vida anterior, no podía recordar nada.

Cuando la cancela se cerró del todo, Cale volvió a fijarse en los niños. Ninguno estaba gordo, aunque tenían esa carita redonda propia de los niños. Todos observaban con ojos como platos el inmenso tamaño del castillo con sus enormes muros, pero aunque se quedaran anonadados ante lo extraño del lugar en que acababan de penetrar, no parecían tener miedo. Cale sintió en su interior una serie de emociones profundas y extrañas a las que no hubiera podido dar nombre. Pero, si bien se dejó atrapar por ellas, le salvó, como había ocurrido ya muchas veces, su costumbre de mantener un oído atento a lo que sucedía a su alrededor.

Se apartó de la ventana y empezó a caminar por el pasillo.

—¡Tú, espera!

Cale se paró y se dio la vuelta. En el umbral de una de las puertas que daban al pasillo se encontraba uno de los redentores. Estaba tan gordo que le colgaban trozos de carne por los bordes del cuello. De la estancia que se encontraba a su espalda salían vapores y ruidos extraños. Cale lo miró sin mover un músculo de la cara.

—Ven aquí y déjame que te vea.

El muchacho caminó hacia él.

—¡Ah, eres tú! —dijo el gordo redentor—. ¿Qué estás haciendo por aquí?

—El Padre Disciplinario me ha mandado llevar esto al torno. —Le mostró el saco azul que llevaba.

—¿Qué has dicho? ¡Habla más alto!

Desde luego, Cale sabía que el redentor estaba sordo de un oído, y lo de hablar en voz baja lo había hecho a propósito. Repitió lo dicho, pero esta vez gritando a pleno pulmón.

—¿Te estás haciendo el gracioso, muchacho?

—No, Padre.

—¿Qué hacías en la ventana?

—¿En la ventana?

—No me tomes por tonto. ¿Qué hacías allí?

—Oí abrirse la Cancela del Noroeste.

—¿Seguro...? —Se quedó como distraído—. Parece que llegan pronto —gruñó, molesto, y después se volvió y miró hacia atrás, pues aquel gordo era el Padre Vituallero, supervisor de aquella cocina que alimentaba tan bien a los redentores y apenas daba de comer a los niños—. ¡Veinte más para la cena! —Al gritar esto, su aliento penetró en la nube maloliente de la estancia. Se volvió de nuevo hacia Cale.

—¿Estabas pensando en algo cuando estabas en la ventana?

—No, Padre.

—¿Tenías imaginaciones?

—No, Padre.

—Si te vuelvo a pillar merodeando por aquí, te arranco la piel, ¿ me has oído?

—Sí, Padre.

El Padre Vituallero regresó a su estancia y empezó a cerrar la puerta. Mientras lo hacía, Cale dijo en voz baja, pero lo bastante claro como para que pudiera oírle cualquiera que estuviera menos sordo que el Padre Vituallero:

—¡Ojalá te ahogues ahí dentro, bola de sebo!

La puerta se cerró de golpe y Cale siguió por el pasillo, arrastrando el gran saco tras él. A pesar de que hizo el recorrido prácticamente a la carrera, le costó casi quince minutos alcanzar el torno, que se hallaba al final de un breve pasillo. Lo llamaban el tambor porque eso era lo que parecía, si uno olvidaba el hecho de que medía un metro ochenta de alto y estaba empotrado en un muro de ladrillo. Al otro lado del tambor, o torno, había una parte completamente cerrada y apartada del resto del Santuario, donde, según se rumoreaba, vivían doce monjas que cocinaban para los redentores y les lavaban la ropa. Cale no sabía lo que era una monja, ni había visto nunca ninguna pese a que de vez en cuando hablaba con ellas a través del torno. No sabía en qué se diferenciaban las monjas de las otras mujeres, de las que en el Santuario se hablaba raramente y siempre con aversión. Aunque había dos excepciones: la Santa Hermana del Ahorcado Redentor y la Bendita Imelda Lambertini, que había muerto a los once años en un éxtasis acaecido mientras tomaba la primera comunión. Los redentores no explicaban qué era un éxtasis, y no había nadie lo bastante tonto como para preguntarlo. Cale empujó el torno y este giró sobre su eje, revelando una gran abertura. Metió dentro el saco azul y volvió a empujar. Después golpeó en un lado, haciendo mucho ruido. Esperó treinta segundos hasta oír una voz apagada procedente del otro lado del muro.

—¿Qué sucede?

Cale acercó la cabeza al torno para poder ser oído. Sus labios casi tocaban la superficie.

—El redentor Bosco quiere esto para mañana por la mañana —gritó.

—¿Por qué no lo trajeron con los otros?

—¿Cómo demonios voy a saberlo?

Desde el otro lado del muro se oyó un grito de ira, agudo y amortiguado.

—¿Cómo te llamas, impío?

—Dominic Savio —mintió Cale.

—Pues bien, Dominic Savio. Informaré al Padre Disciplinario y te arrancará la piel a latigazos.

—Mirad cómo tiemblo.

Veinte minutos después, Cale regresaba a la oficina de estrategia del Padre Militante. No había en ella nadie salvo el propio redentor, que no levantó la mirada ni dio muestra alguna de haber visto a Cale. Durante otros cinco minutos, siguió escribiendo en su libro de cuentas sin levantar la vista, antes de decir:

—¿ Por qué has tardado tanto?

—El Padre Vituallero me paró en el pasillo exterior.

—¿Por qué?

—Creo que había oído un ruido fuera.

—¿Qué ruido? —Por fin, el Padre Militante miró a Cale. Sus ojos eran de un color azul claro casi descolorido, pero muy vivos. No se les escapaba prácticamente nada. O nada en absoluto.

—Estaban abriendo la Cancela del Noroeste para dejar entrar a los nuevos. El Padre Vituallero no esperaba que llegaran hoy. Me parece que estaba molesto.

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