La mano izquierda de Dios (2 page)

—Cuidado con lo que dices —advirtió el Padre Militante, pero en un tono más suave del habitual. Cale sabía que despreciaba al Padre Vituallero, y por eso no le parecía tan peligroso hablar de ese modo de un redentor.

—Le pregunté a tu amigo por el rumor de que habían llegado —comentó el redentor.

—Yo no tengo amigos, Padre —repuso Cale—: están prohibidos.

El Padre Militante se rio levemente. Su risa no era agradable.

—No me preocupa eso precisamente de ti, Cale. Pero si quieres que lo diga así, el delgaducho del pelo rubio. ¿Cómo lo llamas tú?

—Henri.

—Ya sé su nombre de pila. Pero tienes un apodo para él.

—Lo llamamos Henri el Impreciso.

El Padre Militante volvió a reírse, pero esta vez su risa sonó a buen humor normal y corriente.

—Muy bien —dijo, apreciando lo certero del apodo—. Le pregunté a qué hora habían llegado los nuevos y me dijo que no estaba seguro, pero que había sido en algún momento entre las ocho campanadas y las nueve. Entonces le pregunté que cuántos eran y me dijo que tal vez quince, o tal vez más. —Miró a Cale fijamente a los ojos—. Le di unos azotes para enseñarle a ser más exacto en lo sucesivo. ¿Qué te parece?

—A mí me da igual, Padre —respondió Cale con rotundidad—. Merecía el castigo que vos quisierais infligirle.

—Desde luego. Me alegra mucho que pienses así. ¿A qué hora llegaron?

—Justo antes de las cinco.

—¿Cuántos eran?

—Veinte.

—¿De qué edad?

—Ninguno tenía menos de siete años ni más de nueve.

—¿De qué tipo?

—Cuatro mezos, cuatro uitlanders, tres folders, cinco mestizos, tres miamis y uno que no sé.

El Padre Militante lanzó un gruñido, como si no acabara de satisfacerle que todas sus preguntas fueran respondidas con tanta precisión.

—Ve al tablero. Te he puesto un problema. Tienes diez minutos para resolverlo.

Cale se dirigió a una mesa grande y cuadrada de unos seis metros de lado, sobre la cual el Padre Militante había desplegado un mapa que la desbordaba ligeramente. Era sencillo reconocer algunas de las cosas que había allí dibujadas: colinas, ríos, bosques... Pero sobre él había unos tacos de madera, pequeños y numerosos, que tenían números y símbolos. Algunos de esos tacos estaban colocados de manera ordenada, otros de forma aparentemente azarosa. Cale observó el mapa durante todo el tiempo que se le había concedido, al cabo del cual alzó la mirada.

—¿Y bien? —preguntó el Padre Militante.

Cale empezó a exponer su solución.

Terminó de hacerlo veinte minutos después, y dejó las manos quietas ante él.

—Muy ingenioso. Impresionante, diría yo —dijo el Padre Militante. Algo se transformó en la mirada de Cale. Entonces, con extraordinaria velocidad, el Padre Militante azotó la mano izquierda del muchacho con un cinturón de cuero lleno de tachuelas pequeñas y redondeadas.

Cale hizo una mueca. El dolor le forzó a apretar los dientes. Pero enseguida su rostro volvió a adoptar aquella atenta frialdad que era todo cuanto el redentor solía ver en él. El Padre Militante se sentó y observó al muchacho como si fuera un objeto interesante y sin embargo insatisfactorio.

—¿Cuándo vas a aprender que cuando haces algo brillante, algo original, es tan solo porque el orgullo te domina? Esa solución que propones podría funcionar, pero es innecesariamente arriesgada. Sabes muy bien cuál es la solución canónica para este problema. En la guerra un éxito gris es siempre mejor que un éxito brillante, y sería mejor que aprendieras por qué. —Golpeó en la mesa con furia—. ¿Es que has olvidado que un redentor tiene derecho a matar al instante a cualquier chico que haga algo inesperado?

Volvió a golpear en la mesa, se levantó y miró a Cale. Aunque en pequeña cantidad, la sangre manaba por toda la palma de la mano izquierda de Cale, que seguía abierta.

—Nadie te trataría con la indulgencia con que lo hago yo. El Padre Disciplinario te ha echado el ojo. Ya sabes que le gusta dar un ejemplo cada pocos años. ¿Quieres terminar en un Acto de Fe?

Cale miró al frente y no dijo nada.

—¡Responde!

—No, Padre.

—Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa —dijo el Padre Militante, golpeándose tres veces el pecho con la mano—. Tienes veinticuatro horas para meditar en tus pecados antes de arrepentirte de ellos ante el Padre Disciplinario.

—Sí, Padre.

—Ahora vete.

Dejando caer las manos, Cale se volvió y se dirigió a la puerta.

—No manches de sangre la alfombra —advirtió el Padre Militante.

Cale abrió la puerta con la mano buena y salió.

Solo en su oficina, el Padre Militante vio cerrarse la puerta. En cuanto oyó el chasquido de la cerradura, su expresión cambió de la ira apenas reprimida a una reflexiva curiosidad.

Fuera, en el pasillo, Cale se quedó un momento en pie, inmóvil bajo aquella horrible luz marrón que teñía todo el Santuario. Observó su mano izquierda: las heridas no eran profundas, porque las tachuelas del cinto estaban pensadas para causar intenso dolor sin provocar heridas difíciles de curar. Apretó el puño todo lo posible, agitando la cabeza como si un leve temblor le atravesara el cráneo. La sangre goteó en el suelo abundantemente. A continuación relajó la mano, y bajo la luz marrón apareció en su rostro la huella de una horrible desesperación. Esa huella desapareció al cabo de un momento, y Cale empezó a recorrer el pasillo hasta perderse de vista.

Ninguno de los muchachos del Santuario sabía cuántos eran en total. Algunos aseguraban que había nada menos que diez mil y que aumentaban cada mes. Sobre ese incremento versaba la mayor parte de las conversaciones. Aquellos que se encontraban ya cerca de la veintena coincidían en decir que hasta los últimos cinco años, el número de chicos, fuera el que fuera, había permanecido estable; pero que a partir de entonces había ido en aumento. Los redentores estaban haciendo las cosas de modo diferente, y eso en sí mismo era algo extraño y de mal agüero, pues la costumbre y la conformidad con el pasado significaban para ellos lo mismo que significa el aire para quien respira. Para ellos cada día debía ser igual al día anterior, cada mes como el mes anterior, y ningún año debía diferir de ningún otro. Y, sin embargo, ahora el gran incremento del número de acólitos obligaba a introducir cambios: en los dormitorios se habían introducido literas de dos y de tres pisos para acomodar a los recién llegados; el servicio divino se daba de manera alternativa para que todos pudieran rezar y recibir cada día los dones contra la condenación; y ahora había turnos para las comidas. Pero sobre las razones de estos cambios, los muchachos no sabían nada.

Con la mano izquierda envuelta en un sucio trozo de tela que habían desechado las siervas lavanderas, Cale atravesó el enorme refectorio durante el segundo turno, llevando una bandeja de madera. Había llegado tarde, aunque no demasiado tarde (si hubiera sido así, le habrían pegado y excluido de la cena). Fue caminando hacia la gran mesa que había al final de la estancia, donde comía siempre. Se detuvo tras otro chico de la misma edad y altura que él, que estaba tan concentrado en su cena que no notó que tenía a Cale detrás. Pero lo alertó la cabeza levantada de sus compañeros de mesa. Entonces levantó la mirada.

—Lo siento, Cale —dijo metiéndose en la boca los restos de comida al mismo tiempo que se salía del banco y se llevaba la bandeja apresuradamente.

Cale se sentó y observó su cena: había algo que parecía una salchicha pero no lo era, y estaba cubierta de una salsa aguada, con un tubérculo indeterminado al que una cocción interminable había convertido en una papilla de pálido color amarillento. Al lado, en un cuenco, había unas gachas frías, grises y gelatinosas, como nieve pisada durante días. Por un momento, y pese a lo hambriento que estaba, no fue capaz de decidirse a empezar. Entonces alguien se sentó a su lado en el banco. Cale no lo miró, pero se puso a comer, y solo un levísimo temblor en la comisura de los labios revelaba el asco que sentía.

El muchacho que se había sentado a su lado empezó a hablar, pero en voz tan baja que solo Cale podía oírle. No era prudente que lo pillaran a uno hablando durante la cena con el de al lado.

—He encontrado algo —dijo el muchacho claramente emocionado, pese a que apenas se le podía oír.

—Me alegro por ti —respondió Cale sin entusiasmo.

—Algo maravilloso.

Esta vez Cale no reaccionó en absoluto, sino que concentró su mente en ingerir las gachas sin tener arcadas. El otro muchacho hizo una pausa.

—Hay comida: comida que se puede comer. —Cale apenas levantó la cabeza, pero su compañero de asiento supo que lo había logrado.

—¿Por qué tendría que creerte?

—Conmigo estaba Henri el Impreciso. Nos vemos a las siete detrás del Ahorcado Redentor.

Diciendo esto, el muchacho se levantó y se fue. Cale alzó la cabeza, y apareció en su rostro una extraña expresión de anhelo, tan diferente de la fría máscara que habitualmente mostraba al mundo que el muchacho que tenía delante se le quedó mirando.

—¿No quieres eso? —le preguntó con ojos llenos de esperanza, como si la salchicha rancia y las gachas de color gris amarillento le proporcionaran una satisfacción inmensa.

Cale ni le respondió ni le miró. Continuó comiendo, esforzándose por tragar sin hacer arcadas.

En cuanto terminó, Cale llevó la bandeja de madera al lavatorio, la fregó en la pila con arena y la volvió a poner en su estante. Al dirigirse hacia la salida, observado como estaba por un redentor que vigilaba el refectorio desde un enorme sitial, Cale se arrodilló ante la estatua del Ahorcado Redentor y se golpeó tres veces el pecho, murmurando: «Soy pecado, soy pecado, soy pecado» sin prestar ninguna atención al significado de las palabras.

Fuera estaba oscuro, y había descendido la niebla nocturna. Eso era buena cosa: le resultaría más fácil deslizarse sin ser visto desde el deambulatorio hasta los arbustos que crecían tras la gran estatua.

Para cuando llegó, Cale era incapaz de ver a más de tres metros de distancia. Descendió desde el deambulatorio a la grava que había delante de la estatua.

Aquella estatua era la más grande de todas representaciones del Ahorcado Redentor que había en el Santuario, y debía de haber cientos de ellas, algunas de las cuales no medían más que unos centímetros y estaban clavadas a las paredes, puestas en hornacinas o decorando las pilas de cenizas sagradas que había al final de cada pasillo y por encima de las puertas. Eran tan comunes, se las mencionaba con tanta frecuencia, que la imagen misma había perdido todo significado. Nadie, salvo los nuevos, era capaz de ver en ellas lo que eran: la imagen de un hombre colgado en una horca, con una soga alrededor del cuello y el cuerpo sombreado de cicatrices producidas por las torturas que le habían infligido antes de la ejecución, y cuyas piernas rotas colgaban extrañamente torcidas. Las sagradas horcas del Ahorcado Redentor hechas durante la fundación del Santuario, mil años antes, eran crudas y tendían a un realismo directo: un terror en los ojos y en la cara que suplía la falta de habilidad en la talla, el cuerpo contorsionado, la lengua saliendo de la boca... Aquella, venían a decir los escultores, era una manera horrible de morir. A lo largo de los años las estatuas se habían ido volviendo más perfectas pero también más blandas. La gran estatua, con su enorme horca, su gruesa soga y su Redentor de seis metros de altura colgando de ella, no tenía más que treinta años de antigüedad, y los verdugones que lucía a la espalda eran prominentes, pero limpios y sin sangre; y las piernas, más que quebradas por los golpes, parecían sufrir de calambres. Pero lo más raro de todo era la expresión de la cara, pues en lugar del horrible sufrimiento de la estrangulación, parecía mostrar una expresión de molestia, algo así como si se le hubiera atravesado una espina en la garganta y tratara de quitársela tosiendo discretamente.

Sin embargo, aquella noche de niebla y oscuridad, lo único que Cale podía distinguir del Redentor eran sus enormes pies surgiendo de la niebla. Resultaba tan extraño, que producía incomodidad. Con cuidado de no hacer ruido, Cale se introdujo en los arbustos, que lo protegerían de la vista de cualquiera que pasara.

—¿Cale?

—Sí.

Kleist, el muchacho con el que había hablado en el refectorio, y Henri el Impreciso salieron de los arbustos y aparecieron ante él.

—Espero que merezca la pena el riesgo que corremos, Henri —susurró Cale.

—La merece, Cale. Te lo aseguro.

Kleist le hizo a Cale un gesto para que lo siguiera tras los arbustos, pegado al muro. Allí todo estaba aún más oscuro, y Cale tuvo que esperar un poco a que sus ojos se adaptaran. Los otros dos esperaban. Había una puerta.

No es fácil imaginarse lo emocionante que resultaba ver allí una puerta, pues en el Santuario, pese a que había muchas entradas, puertas había pocas. Durante la Gran Reforma, acaecida doscientos años antes, más de la mitad de los redentores habían sido quemados en la pira por herejes. Temiendo que aquellos apóstatas pudieran haber contaminado a los muchachos, la secta victoriosa de los redentores les había cortado el cuello, solo por si acaso. Tras volver a aprovisionarse de chicos, los redentores habían realizado muchos cambios en el Santuario, uno de los cuales consistía en suprimir todas las puertas allí donde había muchachos.

Pues, a fin de cuentas, ¿de qué servía una puerta donde había pecadores? Las puertas ocultan cosas, las puertas amparan actos malvados, habían decidido, amparan el secreto, ya sea en soledad o en compañía, y amparan la confabulación. La idea misma de puerta, en cuanto les dio por meditar en ella, les provocó a los redentores rabia y temor. El mismísimo demonio ya no era plasmado solo como una bestia con cuernos sino, al menos con la misma frecuencia, como un rectángulo dotado de cerradura.

Claro está que ese anatema contra las puertas no se aplicaba a los propios redentores, y de hecho el símbolo de su redención era la posesión de una puerta en su lugar de trabajo y en las celdas en que dormían. Para los redentores, la santidad se medía por el número de llaves que les permitían colgar de la cadena con que rodeaban la cintura. El tintineo que hacía uno al caminar mostraba que ya había sido aceptado en el cielo.

El descubrimiento de una puerta desconocida, por tanto, era algo sorprendente y emocionante.

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