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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (22 page)

—... A Aurelio Maraver.

—A Aurelio Maraver —remarcó Morico, memorizando—. El impresor de
El Único Piscator.

Dicho eso, tras una apresurada reverencia a la dama recostada, Morico salió corriendo del cuarto. Jovellanos y Twiss también se iban presurosos; pero antes el primero, ya solo, se acercó humilde y reverencialmente a la cabecera de Mariana.

—Si la señora marquesa tiene a bien, me llevaré otro de sus coches.

Ella asintió, con una respiración muy pronunciada.

—Corra, don Gaspar —dijo con lágrimas casi saltando de sus ojos—. Y cuídese...

—Gracias. —Jovellanos puso una mano en la colcha—. Cuídese usted también...

Poco después el calesín de Mariana de Guzmán avanzaba con vigor por las calles de Sevilla. Su único caballo iba conducido por el propio Jovellanos, ya que Morico se había llevado al cochero Guillén, y la carroza, por supuesto. Atada a la trasera del vehículo iba la montura de Twiss, con Fermín en la silla. El muchacho por momentos creía que los latigazos y las voces que ejecutaba su amo para abrirse paso eran suyos, y que por fin las calles habían dejado de ser un lugar apestoso y ruin para convertirse en un espléndido campo de batalla.

Twiss, por su parte, a veces iba sentado y a veces inclinado hacia delante, a fin de poder hablar mejor con Jovellanos.

—¿No creerá ni por un momento que ese tal Maraver es el
interfector?
—gritaba Twiss con el cuadernillo abierto ante sí—. ¡Será cualquier cosa menos idiota! Ha publicado sus amenazas sin ningún orden cronológico. Por ejemplo, la muerte de Andrés Palomino, la primera, la ha colocado la penúltima. Aunque de esta del río Jordán podría deducirse que va a ser la tercera, la siguiente, a pesar de estar colocada la primera. Pero vaya usted a saber quién será la víctima.

—¡Río Jordán, Twiss! —pronunció Jovellanos, azuzando luego a la bestia—. ¡Las aguas donde bautizaron a nuestro Señor! ¡El próximo crimen puede cometerse en un baptisterio!

—¡El muy canalla...! —exclamó Twiss, procurando leer el piscator a pesar del balanceo y los saltos del coche—. Ya que la primera muerte se produjo en realidad en enero y la segunda ha ocurrido por este mes, la próxima debería sucederse en marzo, dentro de diez días. Un asesinato cada mes del año. ¡Si es así beso el culo de ese caballo, Gaspar! El problema está en descifrar por completo estos malditos acertijos. ¡Oiga este...!

Twiss leyó la quinta estrofa.

En el día contra la noche

la luz al cénit subida,

antes de cerrar el broche

ni cobarde ni mentida,

pues la virtud del gran impostor

su pago tendrá con hez de amor.

—¿Ha oído algo más críptico en su vida? Parece que hace referencia a una lucha, y a un resultado que se adivina satisfactorio para nuestro
interfector
asesino. Ahora bien, ¿quién será ese «gran impostor»? —Twiss se calló debido a la gravedad de lo que iba a decir a continuación—. ¡Ojalá se refiriese a Su Eminencia el cardenal Solís!

Jovellanos, sin aflojar las riendas, volvió una cara demudada a Twiss.

—¡No bromee conmigo llevando un látigo en las manos!

—Lo digo en serio. Si queremos tener una oportunidad de parar la sucesión de crímenes debemos desentrañar los mensajes que encierran esas amenazas. Detrás de cada estrofa hay un muerto en potencia, y no podemos descartar que entre las posibles víctimas se encuentre el cardenal, que a ojos del
interfector
reúne las suficientes
condiciones
como para merecer morir.

—¿Y por eso desea usted que asesinen a Su Eminencia?

—No me he explicado bien... Digo que ojalá fuese él, y además el próximo, porque así sabríamos dónde concentrar toda nuestra atención y poner las cautelas precisas. Sin embargo, también se cita al papa, y no atino a imaginarme cómo y cuándo podría llegar el
interfector
a su cercanía.

—Dejemos las especulaciones para otro momento, Richard. Ahora lo que nos importa es investigar sobre el piscator lo antes posible.

—Hablando de eso. Como dije antes, hace mucho que no creo en las hadas. ¿A quién o a quiénes suelen obedecer los piscatores?

—¡Puede estar seguro de que no al Alcázar!

—¡Ah...! ¡Ese es un dato a tener en cuenta!

Twiss cabeceó hacia delante cuando Jovellanos frenó en seco el calesín. A los pies del caballo relinchando hozaban en la basura de la calle seis o siete cerdos, tres de los cuales daban buena cuenta del cadáver de un perro. Jovellanos hubo de saltar del coche para apartarlos con el látigo. Luego que el amo de los puercos los hubo retirado, el coche prosiguió avanzando calle Regina abajo; se internó en la bulliciosa plaza de la Encarnación; la cruzó mal que bien, sorteando los puestos de su mercado a lo largo de los arcos que conducían a la calle de Laraña; después dobló a la izquierda por la puerta enrejada de la calle de la Imagen, y allí se detuvo. La imprenta de Aurelio Maraver estaba situada al fondo de un callejón. En una casa a la que había que acceder subiendo por unas escaleras y unos rellanos, adonde iban a dar las puertas o los pasajes de varias viviendas.

Se tropezaron con una numerosa chiquillería y algunos vecinos, atraídos todos por los ruidos y gritos que salían de la imprenta, abierta su puerta de par en par. Jovellanos y Twiss subieron deprisa apartando a los curiosos, en tanto que Fermín se quedaba abajo, al cuidado del coche y los caballos. Ya desde la entrada, la escena que se les presentó resultaba harto desconcertante. Dos mendigos andrajosos, que parecían ciegos, se estaban peleando con extremada violencia a lo largo y ancho de una gran estancia. Los golpes de sus nudosos bastones no respetaban nada, ni la mesa de la prensa, ni los cajones con los tipos, ni las planchas de grabados, ni las resmas de papel, ni las vasijas con tinta. Todo aparecía roto, manchado y descolocado en un increíble desbarajuste.

—¡Alto, en nombre de la ley! —Al oír la voz de Jovellanos los dos ciegos, uno viejo y otro joven, frenaron sus bastones en el aire, cuando ya iban derechos a crujir la cabeza del contrincante—. ¡Soy el Alcalde del Crimen! ¿Se puede saber qué pasa aquí?

—¿Quién quiere engañarnos? —preguntó el ciego joven—. ¡La Justicia no se preocupa de nuestros asuntos!

—¡Sí...! Esa voz es de don Gaspar de Jovellanos y Ramírez, de la excelsa familia de los Jove, pero no Llanos, de la gran villa de Gijón... —dijo el viejo, bajando su bastón y haciendo una reverencia hacia el lugar no del todo correcto—. Excelencia, le he oído más de una vez en los juicios de la Audiencia. No por mí, Excelencia, porque yo soy honrado. No como este miserable, que pretende robar a un pobre anciano.

—¡Mentira, Ilustrísima! —replicó el joven, también doblándose con exageración para saludar—, ¡Yo he llegado primero!

—¡Pero Ventura lleva con Maraver más tiempo, gañán! —arguyó el viejo alzando otra vez su bastón.

Antes de que los ciegos volvieran a enzarzarse, Jovellanos y Twiss fueron diligentes en separarles a prudente distancia.

—Yo también he oído hablar de usted —dijo Jovellanos dirigiéndose al ciego viejo—. Usted es Ventura, que estuvo siete años de esclavo en Berbería con los turcos, y allí estaría aún de no ser porque perdió la vista por el sol del desierto. Los muslimes le liberaron, pues su religión prescribe la clemencia con los ciegos. Y ahora lo pregona en las puertas de las iglesias para pedir limosna. Buenas limosnas he oído decir también que recoge. Entonces, dígame, ¿a qué se debe que se encuentre aquí, provocando este follón y además en vivienda ajena?

—Verá, Excelencia... —se explicó Ventura—. He acudido a su imprenta para pedirle a mi amigo, el magnífico astrólogo Aurelio Maraver, que me aparte cuantos ejemplares de
El Único Piscator
tenga la bondad de concederme. Su venta es mi único medio de vida, Excelencia, porque las limosnas en Sevilla ya no alcanzan ni para dar de comer a aquellos que sufrimos cautiverio por parte de los muslimes.

—No, Ilustrísima, me corresponden a mí esos piscatores —se quejó el joven—. Yo fui el primero en ligar los asesinatos de los santos padres con los vaticinios. Pero ese piojoso me oyó decirlo en la taberna y ahora se quiere aprovechar, Ilustrísima.

—¡Calla, malhadado...! ¡En cuanto aparezca Maraver te dará una patada en el culo!

Jovellanos y Twiss se cruzaron sendas miradas de inteligencia y preocupación. Al igual que ellos, ya había otras personas a quienes también se les había ocurrido relacionar los asesinatos con los acertijos de los almanaques. Pronto toda la ciudad lo sabría, y el horror daría un paso más. Twiss se acercó a Jovellanos para hablarle muy bajo, procurando que los finos oídos de los ciegos no rebañasen nada.

—Hoy es día de trabajo, pero el impresor no está en su puesto —dijo, cubriéndose la boca con el sombrero—. O estos desdichados no sabían nada, o lo sabían y se han presentado aquí a robar los ejemplares que quedasen. Todo parece indicar que ese astrólogo Maraver ha desaparecido tal y como temíamos. Cosa rara, puesto que yo en su lugar estaría imprimiendo ahora de día y de noche.

Los dos ciegos estiraron sus cuellos en dirección a los murmullos.

—Se nota que es usted un fenicio... —repuso Jovellanos tapándose también la boca—. Pero en Sevilla los negocios son diferentes. En vez de hacerse rico, Maraver ha preferido salvar su pellejo huyendo, porque sin duda que sabrá lo que le vendría encima. Su miedo debe de ser mucho: a la ley, al Santo Oficio y, si lo conoce, al
interfector.
Estará ya camino de las Indias.

—O muerto... En caso de que el
interfector
lo tuviese previsto.

Jovellanos asintió gravemente.

Twiss se separó de él, le hizo un guiño y se dirigió hacia los ciegos.

—¡Señor alcalde, no sea severo con estos pobres hombres! —exclamó—, En cuanto sus alguaciles traigan a Maraver, él nos contará quién de ellos vende sus almanaques. Seguro que tienen poderosas razones para haber ocasionado este estropicio. Maraver lo comprenderá, en lugar de creer que trataban de robarle...

La inquietud hizo presa en ambos ciegos. Buscaron a tientas por el suelo sus sombreros, los encontraron y, molestándose uno a otro, se encaminaron hacia la salida, desde donde varios curiosos se asomaban.

—Ya es tarde, Excelencia —farfulló Ventura—. He de ir a pedir limosna a la parroquia de San Esteban.

—Yo también, Ilustrísima —aseguró el joven—. A la de San Gil...

Jovellanos, sonriendo por ese nuevo truco de Twiss, echó las manos en los hombros de los ciegos y los condujo a la luz de la calle.

—Vayan con Dios. Por esta vez la justicia será clemente. Pero recuerden que todos los enseres de esta imprenta quedan confiscados, y que no habrá justificación posible si vuelven a aparecer por aquí.

Ventura se giró hacia él en el quicio de la puerta.

—Excelencia, yo respeto la ley. Es más, ayudo en cuanto puedo. Y le voy a decir quién morirá por mor del primer vaticinio, que será la última de las víctimas.

A continuación inició una cantinela con entonación monocorde, como si recitase un romance de ciegos, cara al cielo y frente a la escalera rebosante de curiosos.

¡La cabeza más grande

de las más pequeñas abusa,

y en Sevilla la fe ande

hacia quien todos acusa,

que a su fiesta mayor

no llegará el más pecador!

—Excelencia —prosiguió, dirigiendo sus ojos manchados de cataratas a un impertérrito Jovellanos—, el último en ser asesinado será Su Eminencia el cardenal, la cabeza más grande de la Iglesia de Sevilla. ¡Que Dios nos pille a todos confesados, Satanás ha salido de su infernal zahúrda!

Jovellanos no quiso ni abrir la boca, por no polemizar fútilmente y por no alarmar más aún. Pero esas palabras del ciego arrancaron lamentos entre las gentes de la escalera, que se santiguaron en una oleada de manos. Mientras que Jovellanos hacía una señal en la distancia a Fermín para que se le acercase, los dos ciegos se dispusieron a bajar la escalera. Fueron maldiciéndose entre sí, dándose empellones, apartando a la chiquillería del miedo que infundían.

Al mismo tiempo que Fermín alcanzaba la puerta, pasaba por esta también una mujer de pelo desgreñado, ropas sucias y viejas y con un bebé medio desnudo en los brazos.

—Señor alcalde, no lo busque más, que no lo encontrará en Sevilla —dijo la mujer con expresión malhumorada.

—¿Usted quién es, señora?

—Vivo ahí al lado, y soy la mujer de Aurelio Maraver. Bueno..., no estamos casados, pero es el padre de mis cuatro hijos. ¡El muy sinvergüenza se fue hace tres días abandonándonos en la miseria! No me ha dejado ni un real, y mire que se ha llevado dinero...

Twiss, que estaba hurgando entre los papeles y cuadernillos esparcidos por el suelo, se levantó atraído por esas palabras. Jovellanos, por su parte, mediante un gesto hizo que Fermín cerrase la puerta tras la mujer. Twiss, al acercarse, pasó algunos papeles a Jovellanos, que los observó muy complacido.

—¿Por qué cree que su esposo ya no está en Sevilla? —preguntó Twiss.

La mujer acomodó en su otro pecho a la criatura.

—Porque sé adonde ha ido, caballero. ¡Por la salud de mis hijos que ese pintamonas y poeta de tres al cuarto se encuentra ahora mismo camino de Córdoba! ¡Para llorar en los brazos de Rosilla, su barragana cordobesa!

—¿Para llorar? ¿Por qué? —inquirió Jovellanos.

—Porque estaba cagado de miedo, señor alcalde. Por lo de los vaticinios y las muertes de los curas. Al principio creyó que era una suerte, porque su piscator se vendería más que el pan, y se alegró, y me regaló una peineta. Pero luego, pensando por la noche, llegó a la conclusión de que un vaticinio le sentenciaba también a él a muerte. Estuvo llorando en mis pechos hasta el amanecer, y luego hizo un hatillo con cuatro cosas y se fue sin decirme nada más.

La causa del pavor que pudiera sentir Aurelio Maraver ya era más que evidente para Jovellanos y Twiss. Sin embargo, aquel insistió sobre la cuestión.

—¿Por qué habría de temer él a los vaticinios? Sus significados son muy confusos, y él se puede estar equivocando al interpretarlos.

La mujer meció al niño, con ganas de llorar.

—¡Ay, señor alcalde...! ¿En qué estaría pensando ese desgraciado de Aurelio cuando imprimió tales versos? —Se acercó a ellos y bajó la voz—. ¿No ven que, conociendo al autor, si el Santo Oficio le interroga tendrá que decir quién es? Y para eso hay una muerte segura. Lo dice el acertijo del
traidor.

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