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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (19 page)

Él contestó como si siguiese meditando en voz alta, mientras que la actriz hacía bailar con el aire los rizos negros de su cabello sobre los lunares de su piel alba.

—Lo que pienso no me gusta nada. Todo este asunto cada día aparece más embrollado. Prácticamente no hemos averiguado nada. No podemos hacer recaer sospechas fundadas sobre un detenido sin temor a equivocarnos, ni sabemos cómo actúa el asesino en concreto, ni sus propósitos los vemos claros. Y todo para qué. Para correr enormes riesgos en un tema que a mí no me concierne. A veces me digo: «Coge el primer coche de colleras que encuentres, mete al herido Hogg en él y lárgate de Sevilla y de este reino tan siniestro».

—¿Por qué no lo hace, caballero? —Twiss ensayó una respuesta, abortada de inmediato por Juana de Iradier—. Se lo voy a decir yo. No lo hace por soberbia. Porque claro, usted es inglés y tiene mucho amor propio, y no se iba a ir con el rabo entre las piernas derrotado en su superior inteligencia. A usted no le gusta fracasar...

—¿Fracasar? ¿En qué? —Twiss frunció el ceño, pensando en que tal vez aquella mujer, que sabía escrutar tan hábilmente bajo las apariencias, había llegado a deducir sobre él más cosas de las debidas—. Derrotado, ¿por quién?

—¿Por quién iba a ser, hombre de poco seso? Por el asesino, que parece ser una mala bestia.

Twiss sonrió con alivio. Nunca le herían las palabras de una criatura tan deliciosa, sino que al contrario, a veces eran un acicate para no desistir en nada, para permanecer en Sevilla contra viento y marea.

—Se equivoca, doña Juana. Ese asesino no es ningún bruto, sino que debe de tener una inteligencia fuera de lo corriente. Y ahí reside mi duda, porque me parece que la perversidad que demuestra solo puede corresponder a un grupo muy bien organizado. Y siendo así, el que Jovellanos en solitario tuviese que enfrentarse a tan formidables contrincantes es lo que me hace continuar a su lado.

Juana acercó sus labios a los de él y le besó levemente.

—Qué caballero tan dispuesto es usted... La fidelidad de los galanes es lo que más apreciamos las mujeres... ¿Lo sabía?

Le volvió a besar deprisa.

Twiss echó las manos a la nuca de ella, pero antes de que pudiera atraerla hacia sí para que cesara de picotearle mezquinamente la boca, unos golpes sonaron en la puerta de la alcoba. Juana se zafó de la presa, y saltó de la cama llevándose la sábana y la colcha como indumentaria, dejando a Twiss desnudo. Quien llamaba era doña Irene. A través de un palmo de puerta entreabierta ambas mujeres estuvieron cuchicheando por unos momentos. Luego, Juana volvió a cerrar y se giró hacia Twiss con el rostro iluminado y todo lleno de satisfacción.

—¡Ea...! ¡Levántese, que va a pillar un tabardillo estirado ahí en cueros!

Por fin habían dado sus frutos las gestiones de Juana ante los amigos de su
segundo protector,
Gregorio Vázquez. Acababa de llegar un mozo a la casa con la conformidad para que se realizase el encuentro. Él mismo, un estudiante por la pinta y que se identificó con el nombre de Eugenio, les serviría de guía hasta un lugar indeterminado de fuera de Sevilla. Twiss supuso que el asesinato del cura Andrés, cuyo entierro hacía pocos minutos que habría concluido, había sido determinante para que sus amigos se decidiesen a hablar con él. Porque era un crimen que hacía recaer nuevas sospechas contra Federico Quesada.

Aunque Hogg se recuperaba con asombrosa rapidez, Twiss todavía no podía esperar que le acompañase y le sirviese de mucho si se presentaba el caso. Con el pecho rodeado de vendajes, Hogg se pasaba los días sentado en la cama, fumando en pipa o pensando en las aguas calientes de sus islas caribeñas. De vez en cuando recibía la visita de Fermín, que no tardaba en subir a su cuarto siempre que Jovellanos iba a casa de Bruna. Al principio el muchacho lo hizo por curiosidad. Aunque los criados de raza negra no eran infrecuentes en la ciudad, había oído hablar de que aquel era el más grande y fuerte que se había visto. Más tarde entre ellos nació algo parecido a la amistad. Cada día que pasaba, Hogg dominaba mejor la lengua española, y ahora, con la conversación torrencial que le proporcionaba Fermín, progresó de forma decidida. De este modo pasaban ambos los ratos; Hogg relatando sus aventuras de filibustero en aguas salobres y Fermín contando sus desventuras en las calles malolientes de Sevilla.

Por aquellos días se sucedieron varias entrevistas entre Jovellanos y Francisco de Bruna, a las que también asistieron Juan Gutiérrez y los cuatro de la
corte peruana
de Olavide. Principalmente hablaron sobre la situación del gobierno de Sevilla. Se había convocado el Consejo del Cabildo de la ciudad, y en él se iban a tratar asuntos muy importantes de cara al futuro. Los del Alcázar temían que los ultramontanos del Cabildo aprovechasen la desazón reinante por los asesinatos para imponer sus criterios contra las ideas ilustradas. Por ello estudiaban la manera de parar el golpe lo mejor posible y ganar tiempo. A propuesta de José de Herradura, a pesar de que era casi como suplicar ayuda, Bruna estuvo conforme en enviar un correo a Sierra Morena para que el asistente estuviese al corriente de lo último que sucedía en la ciudad. Por otro lado, se apremió a Jovellanos a que su investigación hiciese progresos con prontitud. Este hubo de reconocer con pesar que la empresa se presentaba bastante difícil.

Tamaño cargo en el ánimo de Jovellanos no fue indiferente en el de Twiss. Y esa fue la razón principal por la que no le comunicó su inminente contacto con la logia masónica. Sabía que aquel reino no era como Inglaterra, donde la francmasonería era legal, respetable y plenamente reconocida; ni siquiera se parecía a Francia, donde estaba tolerada. El propio Carlos III la había perseguido con saña en sus años de virrey de Nápoles, y no hacía mucho había advertido para que se actuase con severidad contra las logias que osasen implantarse en España. En consecuencia, Twiss juzgó que sería una descortesía por su parte poner a su amigo ante un dilema inaceptable: elegir entre su deber de hacer cumplir la ley contra los masones, o su profundo convencimiento de la inocencia de Federico Quesada. Si este aparecía como masón, si en verdad la confesión que poseía Gregorio Ruiz se confirmaba fehacientemente, equivalía a mandarle derecho al patíbulo aunque no hubiese pruebas suficientes de su culpabilidad. Y eso sería dejar un terrible cargo de conciencia en Jovellanos.

Mascullando estos graves pensamientos, pues, Twiss partió junto a Juana y el joven guía Eugenio en tres monturas hacia la puerta de Carmona. Debían salir de la ciudad antes de que se cerrase su portón al anochecer. No convenía que lo traspasasen pidiendo permiso a sus guardianes, y, por lo tanto, llamando la atención. Asimismo, si querían regresar, debían hacerlo una vez hubiese amanecido.

Al atardecer dejaron atrás la muralla que encerraba Sevilla; a lo largo de la cual, extramuros, se extendía una miríada de chozas infames donde se cobijaban bandidos, prostitutas y toda suerte de desheredados. Siguieron la línea del acueducto que venía de los altos de Carmona, una construcción romana de ladrillo de más de 400 arcos. Pronto cruzaron el arroyo del Tagarete y se internaron más y más en la inmensa llanura del bajo Guadalquivir. El joven abría el camino con el paso pausado de su caballo, como si tuviese órdenes de no precipitarse en la llegada. En medio iba Juana, montada a la amazona en su yegua, cubierta por su inmensa capa de capucha holgada que la cubría en forma de pirámide. Cerrando la marcha en la hilera se sucedía Twiss, que de vez en cuando echaba un vistazo para atrás, hacia la azarosa ciudad cada vez más aplastada en el horizonte y tragada por la noche, despuntando ya apenas el pico de la Giralda. Después de tantos días de vagar por sus estrechas e intrincadas calles, aquella salida a espacios tan abiertos le parecía una liberación.

Al cabo de una hora de camino, Twiss pidió al joven estudiante que parasen para dar de beber a las bestias del agua que caía de una grieta en el acueducto. Eugenio dijo que los caballos no parecían tener sed, pero cedió ante la insistencia de su acompañante. Una vez desmontados, Twiss asió las riendas de los tres animales rápidamente y tiró de ellos hacia el otro lado de los arcos al tiempo que ordenaba a sus compañeros que le siguiesen. El muchacho obedeció sin rechistar, pero Juana se acordó de varios antepasados del inglés. De este modo, procurando que los caballos no hiciesen ruido, ocultos detrás de un pequeño cañaveral, aguardaron fijos en el camino.

Poco después, surgiendo de un repecho y unos álamos, veían la oscura silueta de un jinete. Cabalgaba también despacio, encorvado bajo su larga capa y su sombrero plano y redondo, fija la mirada en la tierra, como si fuese observando las huellas. Al llegar a la altura de ellos se detuvo a treinta metros, y desde su embozo husmeó todo alrededor.

—Por todo el whisky del mundo... —murmuró Twiss con un rostro tenso—. Juraría que ese es su marido, Silva.

Juana estuvo a punto de soltar un grito, que contuvo entre los labios con una mano.

—Ay, por Dios, caballero... —musitó ella—. No diga esas cosas. No se burle de mí, que sabe que ese mal marido está detrás de mi hija en Málaga.

—¿No le parece que esa figura es la de él?

—Qué va... Si lo conoceré yo... Silva es más alto.

Eugenio se aproximó con sigilo a ellos para hablar también.

—Señor Twiss —dijo con un tono entre interrogativo y recriminatorio—, ¿por qué nos sigue ese hombre?

—No piense mal de nosotros, muchacho. Si no es quien parece, me temo que sea un esbirro al servicio de Ruiz...

El inicio de un grito salió de la boca de Juana, aunque esta vez fue atrapado por una mano de Twiss. El jinete desvió su mirada hacia donde estaban ellos y se quedó fijo por unos eternos momentos. A continuación, como no distinguiera nada de entre la oscura masa que formaban las matas de cañas, reinició su marcha, espoleando al caballo para avivar el paso. A cien metros cruzó bajo el acueducto y se perdió por un sendero que conducía al norte. Twiss dejó escapar su aliento y el de Juana.

—¡Qué bruto, Ricardo...! —exclamó ella levantándose con brusquedad y toda sofocada—. ¡Casi me asfixia!

El estudiante puso su cara frente a la de Twiss, con una mirada harto inquisitiva.

—¿Y se le ocurre una razón por la cual el Santo Oficio deba seguirnos esta noche...? —preguntó.

—No sea tan desconfiado, Eugenio. A mí esto todavía me gusta menos que a usted. Solo se me ocurre que el Santo Oficio está muy atento a los movimientos que hace un extranjero sospechoso como yo. Pero gracias al Cielo que lo hemos advertido a tiempo...

El resto del viaje transcurrió sin ningún otro incidente. Avanzaron en dirección este hasta casi alcanzar el pueblo de Alcalá de Guadaira, y desde allí continuaron rumbo norte. Un cortijo blanco iluminado por la luna era su destino, en las primeras arrugas de los suaves altos de Carmona. El joven, con más confianza ya, no tuvo empacho en revelar que se trataba del cortijo llamado La Soledad. Un vigía con ropas de pastor salió a su encuentro de entre unos matorrales y unas rocas. Eugenio se identificó y el trío pudo terminar su andadura doscientos metros más adelante.

Un gran portón arqueado cerraba un patio cuadrangular, hacia donde se abrían las puertas de las distintas viviendas, de la caballeriza, los corrales y de los almacenes que componían el cortijo. En una de las casas se apreciaba luz a través de una ventana, y Twiss vio cómo por ella se asomaban un par de individuos. Hacia allí fue el muchacho. Al cabo de un par de minutos regresó hasta donde había dejado a Twiss y a Juana, acompañado por un hombre de mediana edad. Sus facciones se parecían bastante; debían de ser padre e hijo. El hombre se identificó como el florentino. Su vestimenta era muy peculiar, mezcla de la usanza española y la francesa, con chaleco corto y pañoleta con chorrera. Parecía medio campesino por la sencillez que desprendía y medio catedrático por la exquisitez de sus maneras. Los condujo amablemente a un cobertizo, donde les ofreció vino de la propia hacienda. Se sentaron alrededor de una mesa rústica.

Después de unos breves comentarios sobre el sujeto que les había seguido por el camino, o sobre la bonanza de aquella cosecha de uva que degustaban, Twiss inició una maniobra arriesgada a fin de probar el grado de colaboración que podía esperar.

—Señor..., florentino —dijo—, tenía entendido que los francmasones no admitían en sus logias la presencia de mujeres...

—¿Lo dice por doña Juana? —suspiró el florentino—. El hermano Vázquez es un hombre de mundo, algo impulsivo diría yo, y aquel día quiso probar nuestra tolerancia. Esta es mucha, pero... hay unas normas...

—Por supuesto. El libro de las
Constituciones
de James Anderson prohíbe el toque femenino en la masonería —completó Twiss.

—¡Pues qué remilgado es ese Anderson! —exclamó Juana bajándose la capucha con desdén.

El florentino se quedó en silencio durante unos segundos estudiando la mirada de Twiss, que se la sostenía sin pestañear. Se estaba dando cuenta de la prueba a la que quería someterle.

—¿Así que conoce la obra del hermano Anderson?

—Desde luego. Mi padre colaboró con él en su redacción cuando todavía era joven...

—¿De veras? No me suena el nombre del hermano Twiss. ¿Qué grado tenía?

—El treinta, el del caballero kadosch.

—El grado de la obediencia...

—No. El de la venganza, según el Rito del Gran Oriente.

—Que equivale al dieciocho del Caballero Rosacruz.

—Esa equivalencia no existe.

Juana, totalmente confusa de escuchar lo abstruso que oía y de mirar a uno y otro hombre, se levantó de la mesa y dio un golpe en ella con su vaso, vacío ya, de forma que llamó la atención de Eugenio, que vigilaba a cinco pasos apoyado en uno de los palos que sujetaban el alero del cobertizo.

—¿Pero qué comedia bufa es esta, caballeros? —preguntó la actriz con un humor colérico—. ¿Me quieren decir de qué hablan? ¡Estamos aquí para ver si podemos ayudar a salvar la vida de un hombre, y ustedes no se fían uno del otro!

Los dos hicieron sendos gestos de empacho y, desviando sus miradas de ella, se sonrieron con algo de vergüenza.

—¿Usted cree que los formalismos son imprescindibles? —preguntó Twiss.

—Solo aquellos propios de la cortesía —respondió el florentino.

Después de un breve silencio ambos se levantaron y se volvieron a estrechar las manos. El primero que habló fue Twiss.

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