Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
—Disculpe la insolencia de Céspedes, señor Jovellanos. A veces peca de cierta vulgaridad, y, sin embargo, casi siempre lleva razón. Llegará el día en que los hombres de su condición dominen este mundo. Un mundo que siempre estará regido por leyes injustas, a pesar de los esfuerzos de gentes
letradas
como Céspedes. Y será así porque los hombres no estamos hechos para modificar el absoluto de la justicia. La Ley Suprema de Dios nos ha creado de tal manera. Las leyes de Dios no es que sean inescrutables como creía el santo Job, es que son implacables, y por eso nos producen perplejidad y desazón. Él derrama favores sobre los tiranos y yugula a millones de inocentes, ¿con qué propósito, señor alcalde, querida sobrina? —Los aludidos se miraron de reojo y compungidos; sabían que don Cristóbal estaba acordándose de las vidas de los suyos prontamente perdidas—. El Creador nos da la vida, pero también nos la quita. ¿Podríamos pensar que es un asesino? Podemos. No obstante, esta es una interpretación nuestra sobre sus elevados designios, que jamás podremos modificar. ¿Cuáles son esos designios que nos provocan perplejidad y desazón, y a menudo cólera contra Él? Existen numerosas doctrinas sobre ello, aunque acaso solo pretendan precisamente hacernos reflexionar y así mortificarnos. Por lo tanto, si muchos piensan que Dios con su infinita sapiencia no duda en ser extremadamente cruel en pos de su Idea, ¿qué no harán algunos de esos muchos para conseguir los puros ideales en los que creen? Cercenar cabezas por miles como el conquistador mongol Gengis Kan, que las apilaba formando montañas. Señor Jovellanos, durante sus pesquisas en Sevilla no olvide lo que burdamente ha sugerido Céspedes, y que yo he interpretado desde mi dolor: el asesino puede ver en sus crímenes la acción más noble. Téngalo presente a la hora de juzgar sus razones y tendrá más fácil su captura.
—Lo tendré en cuenta, señor marqués...
Don Cristóbal se levantó de la mesa e hizo una inclinación de despedida, a la que correspondieron Jovellanos y Céspedes. A continuación salió del vetusto comedor con paso firme, arrastrando su pena dignamente. Aunque nadie lo dijo, todos estuvieron de acuerdo en que sus excesos verbales debían perdonarse.
El domingo la pareja lo dedicó a asistir a la boda de unos jóvenes arrendatarios del marqués. Los novios les habían invitado muy gustosos, considerando que sería un honor su asistencia. Por supuesto que Céspedes también se dejó caer por allí, era el administrador, quien hacía y deshacía. Era la mejor época del año, sin frío y sin excesivo calor, después de la recogida de la aceituna y antes de las labores de primavera y las cosechas de verano. Después de la ceremonia, el convite tuvo lugar en un umbroso patio de la casa del padre del novio. Asistía medio pueblo. Jovellanos y Mariana se sentían muy a gusto, en absoluto violentos; y en especial ella, que parloteaba y bromeaba con las muchachas de su edad como si fuesen amigas de toda la vida. Jovellanos suspiró complacido, pensando que a nadie de aquellas gentes sencillas le importaba las diferencias que pudiera haber entre Mariana y él. Posiblemente, ya que veían a ambos tan por encima de ellos, los consideraban iguales. Sin sospechar siquiera que el simple hecho de estar ellos dos juntos allí, de la forma que todos se imaginaban, era un reto y una ofensa para la sociedad biempensante de Sevilla.
Céspedes era un sujeto que acostumbraba a pensar mal, no por prejuicios, sino por una persistente insatisfacción interior. En un rincón del patio se acercó a Jovellanos con un vaso de vino en la mano y quiso demostrarlo de nuevo. Después de unos comentarios sobre la jovialidad de Mariana, que había regalado un precioso camafeo a la novia y que era abrazada por esta, insistió en la línea que ya había apuntado el día anterior en la comida.
—Buenos tiempos estos para las muchachas casaderas de La Algaba, señor alcalde. Tengo entendido que desde que heredó su título el señor marqués jamás ha hecho valer su derecho de pernada. Está bien que las nuevas ideas se vayan abriendo paso en este mundo tan anticuado. Aunque me temo que para el gusto de usted no avancen las cosas con la suficiente rapidez. No obstante, como dijo el señor marqués, siempre habrá injusticias...
—¿A qué se refiere? —inquirió Jovellanos, sospechándose adonde quería ir a parar.
—¡Oh, vamos, Jovellanos...! Nadie nos oye, podemos hablar con franqueza. Las personas como nosotros tenemos los sitios muy bien marcados. ¿No habrá pensado por un momento que podrá llegar muy lejos con la joven marquesa? Deje que transcurra el tiempo y verá cómo la realidad, o el cansancio, o los remordimientos se imponen. El señor marqués no querrá que su sobrina sufra por una aventura juvenil sin futuro, y tarde o temprano se verá obligado a tomar medidas.
Jovellanos dejó el patio a sus espaldas y se encaró con Céspedes, con una mirada de ojos entornados.
—Permítame pensar que sus palabras se deben a los efectos del vino y no a los de la inteligencia. No se imagina a nadie diferente a usted, un resentido por ser poco más que un criado con estudios, y por ello no concibe que pueda existir alguien de alma tan desinteresada como doña Mariana. Sepa que si en el futuro persisten las injusticias será porque habrá sujetos como usted que se inmiscuyan en las vidas de sus semejantes.
—No se ponga así... —Céspedes emitió unas risitas de satisfacción—. Yo no soy uno de esos curas ultramontanos de Sevilla. Simplemente me he permitido hacer una observación amistosa...
—Claro. Yo también podría hacer observaciones sobre su modo de administrar las propiedades del señor marqués. Pero no lo haré, sino que me pronunciaré sobre ello solo si se plantean ante mi juzgado. Caballero...
Jovellanos saludó llevándose una mano al tricornio, y se alejó de Céspedes dejándole con tres palmos de narices.
Por la noche a don Gaspar le costó dormirse. No podía dejar de dar vueltas a los comentarios de Céspedes. Se temía que en el fondo tuviera razón, no porque en algún momento llegase a flaquear su amor o el de Mariana, sino porque las presiones de la sociedad los obligasen a separarse irremediablemente. Más tarde tuvo un sueño nefasto. Estuvo persiguiendo a la espectral sombra del
interfector
a través de un sinfín de escaleras, no sabía si de torre de La Algaba o de un pozo parecido al del castillo de Triana. Y cuando alcanzó a la sombra, esta cruzaba sus largos brazos cuan hojas de sierra sobre el cuello de Mariana. Y vio que su amor, atenazado contra la almohada, se debatía exangüe bajo semejantes aceros despiadados. Y comprobó que todo esfuerzo por parte de ella de zafarse de esa horrible presa resultaba inútil.
Jovellanos se despertó sudando frío. Comprobó que todavía era de noche y que estaba en la alcoba del caserón de aire rústico y sereno donde se había acostado. Pero al echar la vista a un lado se dio cuenta de que no todo seguía con igual placidez. Mariana, despierta y acostada, respiraba con dificultad, ahogándose, como si las imágenes del sueño, reales aunque invisibles ahora, estuviesen sobre ella.
—¿Qué le pasa, Mariana? —preguntó alarmado, humedeciendo sus dedos con el sudor caliente de ella.
—El asma..., Gaspar... El asma...
—¿Cuánto tiempo lleva así? ¿Por qué no me ha avisado?
—No se preocupe. Ya está pasando...
Jovellanos besó uno de sus hombros.
—¿No tiene ninguna medicina? ¿Nada que Morico le haya...?
Mariana volvió sus ojos hacia él, sonriendo y resignada.
—Morico poco puede hacer contra esta enfermedad. Acuérdese de lo que dijo en mi alcoba... Quizá sea cuestión de tiempo... Aunque me da la sensación de que no sabe muy bien a qué se debe. Al principio creía en el influjo morboso de las fases de la luna. Luego lo achacó a los miasmas malsanos del río. Y ahora piensa que el asma se me agrava con el polen de las flores de la primavera. ¿Cómo es posible eso, Gaspar, que algo tan bello e inocente produzca este ahogo en el pecho?
Jovellanos se acordó de las palabras de Twiss en el jardín del Alcázar y le embargó un pavor angustioso. El polen, aquello que en ejemplo ideal le había servido para procurar la unión con su amada, en estado real podía llegar a separarla de él.
Saltó de la cama y se precipitó a cerrar la ventana a fin de evitar que el aire del campo afluyese más a aquel cuarto. A continuación habló con un indisimulado enojo.
—Pero Mariana... ¿Cómo se le ocurrió traerme a La Algaba sabiendo que el campo podía ser perjudicial para usted?
Con la respiración más reposada ya, ella se incorporó sobre la almohada.
—¡Ah, Gaspar...! —Un soplo de emoción le obligó a llevarse una mano al pecho—. Puede que sean tonterías de mujeres... Pero no podía siquiera hablar de amor allá en Sevilla, en medio de aquel dédalo de amenazas y resentimientos. Necesitaba ir con usted lejos. Y ojalá pudiésemos llegar a un continente desierto si fuese preciso. Ojalá fuésemos pequeños como Gulliver para poder perdernos entre la hierba. Sin embargo, por capricho del aire puro, no puedo vivir en otro lugar que no sea en medio del aire viciado de Sevilla, de sus calles pestilentes. ¿Es este mi desdichado sino, Gaspar?
Jovellanos regresó, la besó y lloró silenciosamente en su regazo, procurando que ella no viese en la oscuridad el brillo de sus lágrimas.
—¡Oh, preciosa niña de los patios sevillanos...! Sevilla... Siempre Sevilla. Para bien o para mal, la gran ciudad nunca deja escapar a sus moradores. Sevilla nos ha dado el amor, pero a condición de disfrutarlo en su seno —se lamentó—. Mariana, he pasado a su lado en este pueblo la semana más feliz de mi vida. Cuánto quisiera que durasen eternamente estos momentos. Pero, como pudo comprobar ayer en el almuerzo, me persiguen sus problemas, y además llegan hasta mis sueños. Quién sabe si en estos días no ha habido otro asesinato, o si acaso han sucedido hechos aún peores y que todos tememos.
Mariana acarició el cabello de Jovellanos, sus rizos desordenados y su coleta suelta. También pasó su mano por las mejillas húmedas de él y se hizo con sus lágrimas sin verlas, porque no necesitaba verlas caer para saber que brotaban, y por ella. Sabía que la dicha de su porvenir no podía ser completa mientras no se conjurasen los agobios dejados atrás.
—Precisamente he estado pensando sobre ello —comentó Mariana tratando de levantar sus ánimos—. Me parece que el asunto del
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ha adquirido más gravedad de la que se merece. Si los hombres de bien de Sevilla, en lugar de pelearse entre ellos, dedicasen todos sus esfuerzos a capturar al asesino, mejor nos iría a todos. Pero claro, ustedes con su orgullo infantil...
—Todo es tan complicado... Y hay tantas rivalidades...
—¡Pues no...! —exclamó ella con su oculta vehemencia, obligándole a girar la cabeza—. En cuanto amanezca salimos y hablamos con el conde.
—¿Qué...?
Jovellanos se incorporó todo alarmado.
La carroza de la marquesa había regresado a Sevilla de la mano de su cochero Guillén el mismo día de su llegada a La Algaba. Quería apartar de su vista todo lo que le recordase la bulliciosa vida de la ciudad. Cuando se dispusieron a volver, su tío insistió para que se llevase una berlina que no usaba desde hacía años. Era un coche de dos plazas abierto por delante, incómodo para largos trayectos a través del campo, pero sus ballestas de acero hacían que las irregularidades del terreno se soportasen mejor.
Por su educación aristocrática, Mariana era más diestra en el manejo de las caballerías que Jovellanos, pero él insistió en llevar las riendas del coche. El camino se encontraba seco y polvoriento, propio de una primavera nada lluviosa; y el aire, agitado, corría cargado de pólenes y simientes. A petición de él Mariana hubo de hacer el trayecto cubriéndose la cara con su mantilla. Y así, arrebujada y tapada a un costado de Jovellanos, ella pasó el viaje imaginándose que se dirigía a un reino de fantasía como los que había visitado Gulliver. Pensó que ella hubiese tomado mejor esos baches y esas curvas, mas, se regocijó agarrándose fuertemente a un brazo de él, ¿no compensaba con creces tal incomodidad ir al lado de un
cochero
tan galante?
Ya en Sevilla, pasaron un rato en casa de la marquesa, el suficiente para que Mariana se cambiase de ropa. En contra de las reticencias de Jovellanos, ella se había propuesto presentarse en casa del conde del Águila aquella misma mañana. Sobraban nuevas y profundas reflexiones, opinaba Mariana, ya que el tiempo apremiaba. Las reticencias por parte de Jovellanos no provenían ante todo de la probable inutilidad de la entrevista, sino que a sus ojos parecía que con ella traicionaba de algún modo a Francisco de Bruna.
—¡Política, política...! —comentó ella indignada antes de montarse ahora en su calesa—. Alguien tiene que mediar entre esos dos testarudos.
El palacio del conde del Águila daba en su fachada principal a la plaza de los Trapos. Era un magnífico edificio de construcción renacentista. En el amplio patio exterior del palacio había varios carruajes de visitas. Ignoraban si aquel día había tertulia en casa del conde. Si así fuera —pensaron—, su misión iba a resultar más difícil. La pareja bajó de la calesa y se acercó a la puerta principal, que estaba abierta de par en par. A Jovellanos le conocían suficientemente en la casa, puesto que su dueño se la había ofrecido hacía años. Por su parte, a Mariana nunca la habían visto por allí. La mirada maliciosa del mayordomo que los recibió indicaba que la intempestiva escapada del Alcázar del serio y comedido Alcalde del Crimen ya la conocía toda Sevilla, y que quien le acompañaba era la dama que le había arrastrado en pos de sus refajos. Mariana era ahora la mujer perdida, que había acrecentado en pocos días su fama de mujer
indómita,
semejante a la de su tío. Siguiendo la indicación del criado, que no tenía por qué guiar a quien podía hacer lo que quisiera en la casa y, por lo tanto, no debía avisar a su amo, la pareja se internó por el palacio como si fuese suyo.
—¿Ha visto cómo me ha mirado? —preguntó Mariana con incredulidad.
—Discúlpele. No está acostumbrado a ver unidos la belleza y el valor...
Ella hizo una reverencia sin parar de caminar y rió.
El palacio era grande y enrevesado de recorrer, pues se extendía alrededor de dos patios enclaustrados y se alargaba por dos alas a ambos lados de un jardín. A lo largo de sus paredes y sus rincones, innumerables pinturas y estatuas hablaban del gusto de su dueño por el arte. Era una colección mucho más nutrida que la de Bruna, ya que no había comparación de fortuna entre este y el conde. De trecho en trecho se cruzaron con grupos de deudos o algún que otro pariente del conde o de su esposa, la mayoría de los cuales hacía una vida casi permanente en la casa. Les saludaban con hosca indiferencia. Por sus vestimentas tradicionales, sacadas de una época periclitada ya en Europa, Mariana y don Gaspar pudieron comprobar que se movían por otro mundo distinto al del Alcázar de Olavide. Un mundo oscuro, medroso de las luces.