El alfabeto de Babel (44 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

47

Los potentes faros de los automóviles que perseguían a Gabriel Grieg iluminaron completamente la empinada vía del cementerio. Los tenía apenas a diez metros de distancia. El vehículo que le esperaba para cortarle el paso se puso en movimiento, coordinado en una perfecta estrategia. Vio cómo el capó de color negro se interponía ligeramente ladeado en un costado de la vía.

—¡Qué diablos! —exclamó Grieg al comprobar que las dos puertas laterales del «coche negro» ¡eran amarillas y llevaban grabadas sobre ellas letras y números!

«¿Números y letras? ¡Es un taxi!»

Cuando vio la cara del conductor del coche cruzado en la vía, su capacidad de asombro se vio desbordada: era el taxista que le había llevado hasta el cementerio.

—¡Vamos, señor! ¡Suba! Créame, estoy de su parte. No tema —exclamó el taxista, agitando el brazo izquierdo a través de la ventanilla.

Durante unos instantes, Grieg no supo exactamente qué hacer. Las preguntas empezaron a acumularse, sin respuesta posible, en su cabeza: «¿Qué demonios está haciendo este hombre aquí? ¿Por qué me ha seguido?». Sin embargo, abandonó inmediatamente aquel fugaz e inútil cuestionario, al notar que el suelo vibraba intensamente bajo el peso y la potencia del vehículo que se le venía encima. De un salto y sin evaluar la situación, igual que el que retira la mano de una llama, abrió la puerta del taxi y se introdujo decididamente en su interior.

Antes de que pudiera cerrar la puerta, el coche arrancó a toda velocidad conducido con una destreza digna de un piloto de ralis, mientras se oía repiquetear la grava bajo los asientos.

—No se preocupe —exclamó el taxista, en tanto que la luz de los focos del vehículo se reflejaba con destellos en los cristales y en los marcos plateados de los nichos—. Sean quienes sean los que le persiguen, acabaré por despistarlos. Conozco este cementerio como la palma de mi mano.

Gabriel Grieg había optado por subirse en aquel coche como «solución transitoria», pero mientras veía el interior del taxi completamente iluminado por los faros de sus perseguidores se preguntó verdaderamente intrigado quién era aquel tipo. «Con las precauciones que he tomado antes de parar el taxi… Además, ¿cómo ha logrado encontrarme, con lo enorme que es este cementerio?» El taxi giró por la Plaça de la Santíssima Trinitat y enfiló por la Via de Sant Lluís.

Una intensa sensación de peligro se apoderó de Grieg al comprobar la temeraria velocidad a la que transitaba aquel taxi por la acusada pendiente. Durante un instante divisó, al fondo, las luces del puerto enmarcadas en el parabrisas del taxi.

—Supongo que le ha sorprendido volver a verme —dijo el taxista, mirándole a través del espejo retrovisor—. Perdone si hablo muy rápido, pero tengo muy poco tiempo y necesito comentar una cosa con usted.

La capacidad imaginativa de Gabriel Grieg, aún siendo considerable, tras escuchar en silencio a aquel hombre parecía haber llegado a su límite.

—Lo que voy a explicarle es un poco extraño, lo reconozco —continuó el taxista—. Usted tranquilícese. Esos tipos no nos cogerán…

—Un momento —le interrumpió Grieg mientras su cuerpo se abalanzó bruscamente hacia la izquierda cuando el taxista tomó a toda velocidad la curva que conducía a la Via de Sant Jaume—. ¿Cómo ha sabido en qué parte del cementerio me encontraría?

—¡Bah!, viejos trucos de taxista. Usted mismo me lo dijo.

—¿Yo? —preguntó Grieg, perplejo y comprobando asombrado la ventaja que ya empezaba a sacarles a sus perseguidores.

—Sí, le fui dando las hojas de la guía vieja y deslomada. Usted se quedó una y me devolvió el resto. Conozco el cementerio de memoria. Me detuve en un cruce donde usted, bien fuera a la ida o a la vuelta, tendría que pasar obligatoriamente.

Grieg no podía dar crédito a las palabras que de forma atropellada articulaba aquel hombre.

—Si quería hablar conmigo, ¿por qué no lo hizo antes?

—¿Cuál hubiese sido su reacción —gritó el taxista mientras seguía conduciendo a toda velocidad— si le hubiese explicado que hace muchos años, debido a un extraño suceso, mi esposa se desquició y desde entonces mi vida tomó una estructura circular?

—Me hubiese bajado inmediatamente del coche —respondió Grieg, haciendo gala de una sinceridad excesiva, dadas las circunstancias en que se encontraba.

—¿Lo ve? Por eso no quise decirle nada y esperé una mejor ocasión.

—¿Estructura circular…? ¿Qué quiere decir con eso? —chilló Grieg, que miró hacia atrás.

—A ver si puedo resumírselo —prosiguió de viva voz el taxista, al tiempo que continuaba conduciendo, con extraordinaria pericia y sin inmutarse apenas, a pesar de la velocidad que le imprimía al taxi—. Cuando inicio mi jornada laboral, siempre me dirijo a un lugar concreto de la ciudad. Es una casa relacionada con el suceso que nos aconteció a mi esposa y a mí.

—Por favor, no comprendo… Trate de ser más preciso —dijo Grieg mientras entraban en la Via de la Santíssima Trinitat; un extenso y tupido grupo de cipreses apareció iluminado por los faros de sus perseguidores.

—Siempre que hago una «carrera» vuelvo a ese punto —aseguró el taxista, que tomó a una velocidad de vértigo las cerradas curvas de la Via de Sant Jordi—. Aunque me desvíen mientras me dirijo a ese emplazamiento, siempre acabo por regresar a ese lugar. ¿Comprende lo que le digo? Repito la misma operación desde hace más de veinticinco años.

—No comprendo, estamos siendo perseguidos por dos coches, y a usted parece no importarle el hecho de que nuestras vidas estén en peligro… Dígame exactamente en qué calle está emplazado el sitio del que me habla —exclamó Grieg cuando el taxi entró en la Plaça de l’Esperança y uno de los dos coches perseguidores se separó bruscamente para tratar de cercarlos.

—Ese pobre diablo no sabe que la Via de Santa María, hacia la que se dirige…, ¡es una «vía muerta»! —ironizó el taxista—. El lugar del que le hablo es el Passatge de Permanyer.

«¡Maldita sea! Tomé todas las precauciones antes de pararle. Elegí al azar el taxi. ¿Cómo ha logrado dar conmigo? ¡Fui yo el que lo paré!», pensó Grieg.

—Esta tarde, cuando me he estacionado, como cada día en la esquina con Roger de Llúria, he visto cómo salía de una casa en derribos una chica muy agraciada…

—¿Ha visto si la esperaba alguien? —preguntó Grieg.

—No. Se ha ido sola —respondió el taxista con una tranquilidad pasmosa, a pesar de las arriesgadas maniobras que hacía al volante—. Pasados unos minutos, le he visto salir a usted. Ha entrado en otra finca que también está relacionada con los acontecimientos que nos sucedieron a mi mujer y a mí. Ha hecho unos movimientos extraños, como si tratara de ocultarse, y después ha salido por la calle Pau Claris.

—No puedo comprender cómo dio conmigo —preguntó Grieg, asombrado.

—Le seguí, ¡a pesar que usted dio muchos rodeos! Finalmente, vi que estaba esperando un taxi frente al antiguo taller de los Masriera. Por un momento, temí que usted parara a los taxis que me precedían, pero afortunadamente, y doy las gracias a Dios por ello, me dio el alto a mí.

—Una verdadera casualidad —juzgó Grieg.

—No. Ya le he dicho que le seguí. Me juré que daría con usted. ¡Y menudo soy cuando juro! ¡Cuando juro: cumplo mi palabra, pase lo que pase y sean cuales sean las consecuencias que me acarree el juramento! Si usted hubiese cogido otro taxi, le hubiese perseguido por toda la ciudad, porque es muy importante, para mí, hablar con usted.

—¿De qué quiere hablar conmigo?

—He pensado en las «carreras» que ha hecho esta tarde. Todas ellas muy singulares. Estoy convencido de que usted, tras muchos años de espera, es la única persona que puede ayudarnos —dijo el taxista; la distancia con los perseguidores iba en aumento—. Contésteme a una pregunta, por favor: ¿su niñez está relacionada con las dos fincas en las que ha entrado esta tarde en el Passatge de Permanyer?

—No le puedo responder a esa pregunta.

Grieg sintió un escalofrío al percatarse de que había contestado del mismo modo evasivo que acostumbraba a hacerlo Catherine. El taxista, tras escuchar la decepcionante respuesta que le había dado Grieg, permaneció en silencio mientras circulaba por vías más estrechas que las que había escogido hasta entonces.

Hasta que volvió a dirigirle de nuevo la palabra.

—¡Aquí era donde quería llegar! —exclamó el taxista, que detuvo el taxi en seco delante de una cadena, que, atravesando la vía, impedía el paso.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Grieg, sorprendido mientras veía ascender a los dos Mercedes a toda velocidad.

—Ahora mismo debe elegir: o trata de ser sincero conmigo o se enfrenta con sus «amigos».

Grieg evaluó rápidamente la situación y tomó una decisión drástica y fulgurante.

—¡De acuerdo! ¡Usted gana! —sentenció Grieg.

—Está bien. ¡Póngase al volante! ¡Vamos!

El taxista descendió del coche y se dirigió hacia un panteón y extrajo una llave, a la vez que Grieg se sentaba en el asiento del conductor. El taxista abrió el candado y Grieg pasó por encima de la cadena conduciendo el coche. El taxista volvió a cerrar el candado y se sentó rápidamente junto a Grieg.

Cuando los perseguidores se detuvieron ante la barrera, el taxi avanzó a toda velocidad y, cambiando de vía, atravesó un estrecho tramo de tierra situado entre dos grandes panteones.

—¡Aún estoy en forma! Esos tipos tienen ahora un problema si quieren dar con nosotros. Tendrán que recorrer marcha atrás kilómetro y medio, y cuando eso suceda, ya habremos salido por la puerta auxiliar de la Via de Sant Oleguer.

—No. Yo me quedo aquí. Ya ha hecho bastante por mí y no quiero ocasionarle más problemas —suspiró Grieg, que comprobó aliviado que la cadena había logrado detener a sus perseguidores.

—¡Le recuerdo que ha prometido ayudarme! —le conminó el taxista.

—¡Yo también soy un hombre de palabra! —le respondió Grieg.

—Eso espero, por su propio bien —declaró el taxista, al tiempo que extraía de la guantera una libreta azul y un bolígrafo—. Tenga, le espero en esta dirección a la hora que figura ahí anotada.

—Allí estaré —contestó Grieg, abriendo la puerta del taxi dispuesto a salir, pero el taxista se lo impidió.

—Espere, antes de irse mire detenidamente esta fotografía, quizá le pueda servir para prestarme su ayuda.

Grieg tomó la instantánea entre sus dedos y la observó.

Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para que su rostro no denotase la profunda desazón que le había causado su contemplación. Sin manifestar ninguna emoción, le devolvió la fotografía al taxista, pero éste no la aceptó.

—Será mejor que se la quede. Quizá le pueda resultar de utilidad. Yo tengo más copias.

Grieg bajó del coche y se dirigió hacia la tapia norte del cementerio, de la que apenas le separaban un centenar de metros. Dobló la hoja donde estaba anotada la dirección que el taxista acababa de entregarle y se la guardó en la cartera junto a la fotografía.

Al llegar a la tapia, sus ojos estudiaron el lugar por donde podría resultarle más fácil trepar, pero la tarea le resultó imposible: sus dos pupilas se habían cerrado repentinamente, como dos diminutas garras, ante el fogonazo de una luz cegadora.

La luz de cuatro potentes faros de automóvil.

Giró la cabeza y vio tres sombras que se recortaban ante una luz azulada.

Se dirigían amenazadoramente hacia él.

Dos fornidos guardaespaldas le inmovilizaron, le pusieron las manos en la espalda y posteriormente las esposas. Uno de ellos cacheó meticulosamente a Gabriel Grieg, en tanto que el otro registraba a fondo el macuto. Le arrebataron todas sus pertenencias, incluido el reloj de pulsera, y las llevaron hacia el interior de uno de los automóviles; mientras, un guardaespaldas le retenía junto a la tapia del cementerio.

«¡No es posible!»

Uno de los matones descendió del coche y, tras abrir el maletero, extrajo dos instrumentos; al verlos, la frecuencia cardiaca y el ritmo de la respiración de Grieg se aceleraron de un modo muy brusco.

Eran dos palas.

El guardaespaldas que estaba junto a Grieg conversaba por teléfono caminando con movimientos comedidos. Cuando cortó la comunicación se dirigió hacia él con largas zancadas y el semblante muy serio. Grieg le sostuvo la mirada, sin dejar de pensar en encontrarle otra utilidad a aquellas dos palas tiradas en el suelo, que no fuera la que desgraciadamente estaba temiendo.

Con las manos esposadas en la espalda, Grieg se vio obligado a caminar junto a la tapia del cementerio.

Los crisantemos violáceos de tela y los claveles multicolores de plástico filtraban la cegadora luz de los faros, y proyectaban sombras alargadas como saetas de reloj sobre las lápidas, o como estiletes de relojes de sol que marcasen la hora del ocaso final. El cielo de la noche, oscuro y pesado, no dejaba entrever las estrellas.

Miles de recuerdos se precipitaron, agolpándose, en el cerebro de Grieg. Recuerdos de su infancia, de su niñez, de su primer beso frente a los ojos de una adolescente…

Una larga hilera de nichos aún vacíos le hizo pensar en los vivos que un día los ocuparían, y en los muertos que descansarían eternamente, sin haber sabido, en vida, que habían sido construidos especialmente para ellos.

Grieg pensó en él mismo.

En su miedo ante lo desconocido.

Pensó en el profundo terror que le producía ser sepultado en aquel callejón de paredes de cemento y de ladrillo, atiborrado de nichos vacíos, como si se tratase de las celdas de una fúnebre colmena.

Inesperadamente, los matones desviaron la dirección de sus pasos y se dirigieron decididamente hacia el segundo automóvil, cuyos ocupantes habían permanecido ocultos tras los oscuros cristales.

Le quitaron las esposas.

La puerta trasera del Mercedes se entreabrió: era una invitación a que se acercara.

Gabriel Grieg bordeó lentamente la puerta y vio unos tacones altos y unas estilizadas piernas de mujer.

«¡No puede ser ella!», gruñó Grieg.

48

Gabriel Grieg, junto a Catherine, permanecía en silencio en el asiento posterior de la berlina. Sentía en su estómago una sensación similar a estar descendiendo, en el interior de un avión y a toda velocidad, desde una altura de diez mil metros en dirección a la pista de aterrizaje.

Tenía los oídos taponados y se encontraba aturdido y furioso. Sentada a su lado, Catherine trataba de explicarle los motivos por los cuales se había visto obligada a venir a buscarle de aquel modo tan preeminente y escoltada por aquellos «soldados» vestidos de paisano, con traje y corbata.

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