El alfabeto de Babel (47 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Grieg sonrió lacónicamente.

—¿Entiendes ahora la importancia de todo esto y con la prudente cautela que hay que llevarlo? —preguntó retóricamente Catherine.

—Sí. Ni siquiera los que utilizan las claves secretas estarían dispuestos a reconocer su existencia, y tendrían que reducir al absurdo el rumor. Orquestarían planes muy sofisticados. De un modo arteramente sibilino.

—¿Comprendes por qué debes venir conmigo al Palau de Pedralbes?

—Reconozco que me has sorprendido trayéndome a la habitación del canoso de pelo largo. Ha sido un golpe de efecto —dijo Grieg, acercándose de nuevo hacia el ventanal.

—Ya lo sabía —respondió Catherine.

—No obstante, no creas que eres la única que posee la capacidad de sorprender a los invitados.

—¿A qué te refieres?

—Te propongo un trato, Catherine.

—Mira, Gabriel, que te temo.

—¡Te voy a llevar a un lugar que te sorprenderá!

—Yo no voy a ir a ningún sitio que no sea el que ya te he dicho.

—Te lo explicaré por el camino.

—Exijo que me expliques de qué se trata —le reprendió Catherine, que se situó, cara a cara, a escasos centímetros de distancia.

Grieg vio, a pesar de la penumbra en que estaba sumida la habitación, el brillo intenso de sus ojos claros, unos ojos capaces de hechizar a cualquier incauto que no intuyera realmente su poder hipnótico.

—Es imprescindible que antes de hablar con los jerarcas conozcas algunas cosas sobre tu pasado y tu infancia.

51

La berlina negra permanecía detenida en un lateral de la Gran Via, junto al antiguo hotel Ritz, a petición expresa de Grieg y en cumplimiento de las órdenes que Catherine había dado al conductor y al guardaespaldas.

«¿Qué puede conocer Grieg de mi vida que yo misma ignore? ¿Adónde nos encaminamos? —pensó Catherine mientras ascendía junto a Grieg por la calle Roger de Llúria—. ¿Cómo es posible que en veinticuatro horas haya acumulado tal cantidad de información? ¿Me conocía de antes?»

Catherine miró a su alrededor y se sintió invadida por una recurrente sensación. Vio las estatuas de piedra de dos niños sobre unas columnas, algo que le resultaba familiar. Eran exactamente iguales a los que ya había visto anteriormente; sin embargo, los edificios no eran los mismos que vislumbró hacía unas horas.

—Pero… si es el Passatge de Permanyer.

—El mismo, pero esta vez accederemos por la puerta que comunica con la calle Roger de Llúria.

—¿Se puede saber qué demonios venimos a hacer aquí? —preguntó Catherine, que se adentró por el adoquinado suelo del pasaje, que a esas horas de la noche aparecía débilmente iluminado por las luces que provenían de las ventanas de las ajardinadas fincas.

Grieg se detuvo frente al enrejado portalón de una de ellas.

—Ahí dentro —Grieg señaló hacia una ventana pobremente iluminada— vive una anciana; cuando la conocí, era una mujer de sonrisa luminosa que siempre me regalaba cuadernos de dibujo y lápices de colores; nunca la he podido olvidar. Con el pretexto de pedirle una información acerca de mi
padrí,
me las arreglaré para dejarte la puerta entreabierta. Abre bien los ojos y observa si reconoces algo en la casa que te resulte familiar.

—¿Algo familiar? —exclamó Catherine, sorprendida—. ¿En esa casa? Perdemos el tiempo… Esta noche tengo mucho…

—¿Recuerdas el pequeño pacto que hicimos en el hotel?

—Está bien. Lo haré, pero ¿qué se supone que tengo que buscar en esa casa?

—Tienes que indagar en busca de algo que esté relacionado contigo. Es muy sencillo, únicamente debes agudizar los cinco sentidos y dejarte llevar.

—¿Algo? Pero ¿qué? —preguntó Catherine, desbordada.

—Algo que hable de ti misma. De tu pasado.

—¡Estamos perdiendo un tiempo muy valioso! Haré lo que dices, pero… recuerda que si esa finca no está relacionada con mi vida, vendrás conmigo al Palau de Pedralbes —le increpó Catherine.

Gabriel Grieg penetró en la finca donde, aquella misma tarde, había plantado los esquejes de adelfa, que el taxista mencionó en el cementerio.

Catherine se ocultó entre las mimosas y vio que una anciana abría la puerta. Grieg empezó a hablar con ella. Inmediatamente la señora sonrió y le permitió el acceso a la finca.

Catherine conectó su teléfono móvil y marcó un número de teléfono que sabía de memoria.

Cuando se interrumpieron las señales acústicas de llamada, se oyó una respiración.

—Han surgido algunos contratiempos —indicó la mujer con un tono de voz muy bajo—, pero forman parte de mi estrategia. Me retraso, pero estaré ahí a la hora convenida.

—Has logrado desconcertarme —dijo la voz, que tenía un muy pronunciado acento japonés—. Has ido mucho más allá de lo que te solicité. Yo quería información, sólo información. No puedo protegerte más. Tienes que venir inmediatamente aquí.

Catherine cortó la comunicación y volvió a desconectar el móvil.

Un hombre vestido con una gabardina gris penetró en el pasaje por la entrada de Pau Claris. Catherine se escondió en el interior del pequeño jardín y se ocultó entre las hiedras. El desconocido llegó a su altura y pasó de largo. De pronto, oyó un ruido de cerraduras.

La puerta principal de la finca se había abierto dejando escapar un finísimo haz de luz.

Catherine se dirigió hacia ella y entró en la casa. El recibidor estaba en penumbras. Una luz que provenía del comedor se reflejaba sobre un suelo formado por infinidad de formas geométricas, pulido y muy limpio.

Al fondo del pasillo se oían voces.

«¡Todo esto es una locura!», pensó Catherine mientras recorría el pasillo. Empezó por averiguar quién era la mujer que estaba conversando con Grieg. Sigilosamente, se acercó hasta la puerta y echó un vistazo por la estrecha rendija que dejaba entrever una pequeña porción del comedor, delimitado por el ribete de un visillo. Vio a la mujer que había abierto la puerta. Movía los brazos con aires de distinción al tiempo que conversaba con Grieg, del que sólo alcanzó a ver sus zapatos.

«No la conozco de nada», pensó Catherine.

Trató de escuchar la conversación, que transcurría en un tono distendido:

—En esta fotografía la persona que lleva la gabardina gris y que está junto al tiovivo es tu
padrí.
Era todo un
bon vivant.
Era un hombre muy atractivo, de los que vuelven locas a las mujeres. Parecía un galán de cine. Veía el mundo de una manera muy peculiar, como si flotara en una nube, y no me refiero sólo al humo de sus sempiternos cigarrillos americanos…

Catherine se convenció de que Grieg alargaría la conversación todo el tiempo que fuese necesario, hasta que «encontrara» lo que estaba «buscando».

Atravesó el pasillo y entró en una habitación de matrimonio. Sobre una consola, observó una fotografía en un marco de plata donde podían verse dos personas en el día de su boda, y que Catherine no reconoció.

Abrió el cajón de la mesita de noche y vio un misal y un rosario de madera de olivo de Jerusalén. Tras inclinarse levemente, acarició la colcha de hilo confeccionada con bolillos.

Se acercó al armario y lo abrió.

Al acercarse a los cajones, se vio reflejada en las dos lunas situadas en la parte interior de las puertas, en una imagen que se repetía curvadamente, una y otra vez, hasta el infinito. Se agachó y abrió el gran cajón que estaba situado casi a ras de suelo. Comprobó que en su interior había una canastilla completa de ropa de bebé de color rosa, que, a juzgar por el tacto del hilo, tenía más de treinta años, pero que aún conservaba un aroma infantil de agua de colonia.

Entre las diminutas prendas encontró la fotografía de un bebé: de una niña que sonreía junto a una imagen de san Ignacio de Loyola.

Su pulso se aceleró.

Volvió a salir al pasillo en penumbras y observó, junto a la puerta principal, un recuerdo del monasterio de Montserrat en el que había colgadas unas llaves, unidas entre sí con un alambre oxidado del que pendía una etiqueta de papel, en el que había anotada una sola palabra: «sótano».

Catherine las tomó y tras dejar entornada la puerta, empezó a descender por una escalera de piedra que conducía a una puerta situada varios metros por debajo del portón principal de la casa.

La abrió lentamente y penetró en la estancia.

Al instante, percibió un olor que hacía muchos años que no aspiraba y que conocía muy bien: a trementina y a vinagre.

«Debo continuar», se dijo.

Extrajo la linterna y la encendió. Ante ella había un recibidor que se estrechaba en un pasillo al que iban a dar tres puertas de color blanco recubiertas de polvo.

Dos de las puertas, situadas una frente a la otra en el centro del pasillo, eran de madera, y la del fondo enmarcaba en su interior un vitral.

Las tres estaban cerradas.

Catherine sintió un escalofrío.

Tras aplicar una ligera presión en el pomo, abrió una de las puertas de madera y comprobó que daba a una pequeña habitación. Una hornacina contenía la imagen de san Ignacio de Loyola; frente a ella había colocado un reclinatorio de madera, laboriosamente tallado y forrado de terciopelo rojo muy desgastado por el uso.

Cerró la puerta y se dirigió hacia la que estaba situada delante de ella. Tras intentar abrirla, se dio cuenta de que estaba cerrada con llave. Cuando abrió la puerta, percibió que el olor a grisalla, a trementina y a vinagre se hacía mucho más intenso.

Apuntó la linterna hacia una mesa de madera sobre la que habían esparcidos unos instrumentos. Uno por uno, acarició aquellos utensilios que estaban fríos, casi helados.

Tomó un soldador, el de mayor tamaño, y lo sopesó.

Era una pequeña vidriería.

Observó con detenimiento los papeles translúcidos, las cartulinas que servían de patrones para los vitrales, las tijeras de corte específico, las varillas de hierro, las varillas de plomo con forma de «H» para poder unir una a una las piezas, las ceras y masillas especiales que descansaban sobre la mesa. Eran todos los elementos necesarios para emplomar los cristales con los que se elaboraban los
vitralls,
los vitrales.

Junto a los planos de papel cubiertos de polvo, había unos botes de cristal que contenían diferentes sustancias químicas para elaborar las tinturas, cuyas tapas pintadas formaban un extravagante y sucio arco iris: las azuladas contenían óxido de cobalto; las verdosas, óxido de cromo y bióxido de cobre puro; las rojizas, oxídulo de cobre…

Contemplar detalladamente todo aquel instrumental la inquietó profundamente. «¡Qué lejano y a la vez qué familiar me resulta todo esto!»

Cerró de nuevo el pequeño taller de soldadura y se dirigió hacia el fondo del pasillo. Un pequeño vitral, de forma circular y situado en la parte superior de la tercera puerta, tenía un símbolo que, más que causarle desconcierto, la inquietó profundamente.

Al ver dos tibias cruzadas bajo una calavera, Catherine desconfió: «¡Qué extraño! ¿Una bandera pirata en un lugar como éste? ¿Qué habrá en el interior de esa habitación?».

Se acercó lentamente a la puerta, iluminándola con la luz de la linterna.

Su extrañeza se transformó en asombro.

No eran dos tibias cruzadas bajo una calavera.

Eran dos llaves cruzadas bajo una tiara.

El símbolo del Estado del Vaticano.

52

Catherine apagó la linterna y abrió la puerta. Se encontró en una habitación que daba acceso a otras dos estancias y a un ventanal cubierto de polvo. Una velada luz atravesaba un techado de cristal proveniente del lugar donde Grieg conversaba animadamente con la anciana, y un pequeño patio se adivinaba tras los sucios cristales y la espesa hiedra que trepaba desde los arriates. Se encaminó hacia una puerta que tenía la llave puesta en la cerradura y la abrió.

Vio unos escalones que declinaban en línea recta y después giraban en espiral hacia la derecha.

«La escalera parece conducir a un sótano.» Catherine empezó a descender por los peldaños que aparecían iluminados por una sorprendente luz verdosa, proveniente de unos tragaluces de forma alargada y rectangular de color esmeralda que filtraban la luz del salón desde el techo.

Lentamente descendió por la escalera. Cuando pisó el suelo del sótano, vislumbró, impresionada, un desconcertante efecto óptico debido a la refracción de la luz esmeralda. «¿Qué es lo que brilla en el suelo de esa forma espectral?», se preguntó al ver lo que parecía ser una resplandeciente charca de reflejos glaucos.

No pudo reprimir una exclamación de admiración y de tristeza.

Lo que simulaba ser una verdosa balsa no contenía agua, sino cristal.

Miles de trozos de cristal pintados a mano.

Ante sus ojos aparecieron cientos de imágenes irregulares y cortantes; como un crisol donde los pedazos de los antiguos dibujos creasen nuevas formas.

Catherine flexionó las rodillas frente a la cristalina balsa y tomó con sumo cuidado con la punta de la yema de sus dedos un trozo de cristal.

Al azar.

Observó un ojo en el interior de un triángulo, junto a un cordero que pisaba la hierba, en una postura muy similar a otro que había estudiado hacía años y que se encontraba en la iglesia de San Vital, en Ravena.

Contempló, iluminados al trasluz, fragmentos de ciervos, de palomas, de patos y sobre todo de peces.

—¡Qué extraño es esto! —suspiró Catherine sin saber si todos aquellos fragmentos habían sido acumulados en aquel sótano tras un acto de destrucción, o si se trataba de vitrales rechazados por no cumplir los cánones de perfección deseados.

O servían en su conjunto para otra finalidad imposible de imaginar.

Catherine tomó otro pequeño fragmento de vidrio entre sus dedos y vio una tiara pintada sobre el cristal, sujetada por dos manos. Cada una de ellas perteneciente a una persona diferente. «Un hombre parece dispensar el poder eclesiástico a otro», pensó Catherine mientras acudía a su memoria el fresco del oratorio de San Silvestre, en Roma, titulado: £/
papa san Silvestre recibe la tiara de Constantino,
y que se pintó en el siglo XIII.

Conmovida, volvió a depositar el pequeño trozo de cristal en el interior de aquel inmenso rompecabezas. Tomó otro en el que vio una porción de cielo azul oculto tras grandes nubarrones, de los que partían unos rayos de luz en dirección hacia el suelo.

En otro fragmento, y procurando no herirse, observó una cara reconocible: la de Eva expulsada del Paraíso, dibujada entre unos cortantes filos y sin duda inspirada en la
Eva,
de Masaccio, de la iglesia del Carmen, en Florencia.

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