El alfabeto de Babel (22 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Dos Cruces se dirigió, enfurecido, hacia Grieg y lo levantó tirando con fuerza de las cuerdas a las que permanecía ligado. Grieg sintió cómo se le clavaban fuertemente en la piel, lo cual le provocó un intenso dolor. Lo arrastró hacia el sepulcro central y le introdujo en él la cabeza. A continuación, agarrándole con fuerza de los pies lo metió en el interior de aquella gran tumba de piedra. Las piernas aún estaban en el exterior.

—¡Así aprenderás a no pasarte de listo conmigo, nunca más! —gruñó Dos Cruces.

Mediante un pequeño movimiento de su mano lo introdujo de golpe en el interior del sepulcro. Grieg quedó con la mejilla derecha pegada contra la helada piedra y sintió los huesos de los pies del esqueleto rozando sus labios.

Aun así permaneció en silencio.

—¡A ver cómo sales de ésta! —gritó mientras cerraba la tapa del pudridero.

Únicamente un leve resquicio del grosor de una uña dejaba penetrar apenas un poco de aire.

—De momento, te vas a quedar ahí quietecito —masculló Dos Cruces.

Se dirigió hacia la puerta y de un tirón brusco la abrió. Apuntó con la linterna hacia el interior de las catacumbas y durante unos segundos permaneció sin decir nada.

—¡Joder! ¡Menudo circo romano! ¡A saber quién puede salir vivo de ahí dentro! —exclamó Dos Cruces, echando la cabeza hacia atrás y cerrando de un portazo.

A continuación, cogió del brazo a Catherine y la arrastró por encima de las losas y por los cinco escalones que conducían a la cámara donde estaba el esqueleto sedente.

—¡Ya veré qué hago con vosotros dos! De momento os dejo en la fresquera mientras hablo con el «jefe». Quizá desee interrogaros —dijo Dos Cruces, observando detenidamente los grilletes y las correas que ligaban los huesos del esqueleto—. Seguro que éste también era un listillo como Grieg y como tú, rubita —se dirigió Dos Cruces a Catherine, que seguía balanceándose pendida de las cuerdas que la ataban de pies, manos y cuello.

Inesperadamente, Dos Cruces soltó las cuerdas y Catherine quedó a merced de la gravedad. Se oyó un golpe seco, de hueso contra piedra, que retumbó en el silencio de la cripta. La mujer perdió el conocimiento a causa del fuerte impacto.

Dos Cruces recogió las bolsas que estaban en el suelo, las linternas, el encendedor, y los depositó en un saliente de piedra que estaba a unos dos metros de altura. «Por si las moscas», pensó cuando volvió a subir los peldaños que llevaban a la cámara donde estaban Catherine y el esqueleto.

«¡La llave! ¿Dónde está la llave de esta maldita cueva?» Se dirigió hacia la sala donde estaban los cinco sepulcros, pero de pronto se detuvo. «Empezaré por la conejita, quizá la tenga ella.» Lentamente, se acercó hacia Catherine y comprobó que estaba sin conocimiento. Parecía dormir plácidamente.

La suerte continuaba siendo su aliada. Un objeto parecido a unas extrañas tijeras sobresalía del bolsillo trasero de los tejanos de Catherine. «Ésta es la llave que busco.» Nunca había tenido tan cerca y tan al alcance de sus deseos a una mujer como aquélla.

Súbitamente invadido por una extraña delicadeza, acercó sus dedos y extrajo la llave del pantalón y se la guardó. Suavemente, deslizó la mano por la superficie del bolsillo trasero del pantalón de Catherine, rozándolo levemente con los dedos, rasgando con la alargada uña de su dedo meñique entre los intersticios de la tela. El sonido que produjo le evocó el de un arpa diminuta que únicamente existía en su imaginación. Le pareció música celestial. Separó su mano y muy lentamente sintió cómo iba adoptando una forma cóncava. Calculó lujuriosamente la redondez perfecta de aquel glúteo y la comparó mentalmente con la forma ahuecada de su mano.

«Encajan a la perfección.»

Dos Cruces acercó su nariz al trozo de tela que había entre los dos bolsillos posteriores del pantalón tejano de Catherine. «Huele a flores, al olor de las flores cuando están en los jarrones y les cambio el agua.»

Sintió su propio cuerpo lleno de salientes, de abultados extremos, de carnosos volúmenes frente al de ella: todo hendidura, todo curva, todo cuenca, todo humedad. En ese preciso instante, acudió a su mente una extraña visión. Se contempló a sí mismo mientras descendía por las estrechas escaleras de aquella cripta llevando a cuestas un pequeño colchón de paja, y lo colocaba en el mismo lugar donde ella estaba ahora estirada.

Se vio mullendo lentamente la paja del colchón entre sus manos. Sintió su tacto cálido y seco. Rompería en pedazos aquel esqueleto que estaba allí sentado en «su» cámara privada y lo metería en un sepulcro cualquiera. «Tengo un cementerio propio a partir de ahora.» Habilitaría un poco de espacio, para que ella estuviese cómoda.

Lo más cómoda posible.

Su expresión de ensoñación se desdibujó cuando, al mirar aquella robusta silla de madera con grilletes y correas, tocó sin querer un objeto puntiagudo y sintió, frías como el hielo, las tapas del diario que llevaba en el bolsillo. «Es el Libro de Dios —se dijo. Un libro que le producía escalofríos—. Tengo que telefonear inmediatamente al Mecenas.»

Dos Cruces se marchó escaleras arriba con la linterna de la sacristía en una mano y el códex en la otra.

Llegó a la portezuela de piedra, la atravesó y cerró con dos giros completos de la llave. A continuación, colocó delante de la trampilla un conjunto de cinco sillares a modo de tapadera, por si al párroco le daba por husmear por allí, y se alejó canturreando para dar la buena nueva a su «mecenas».

La situación de Grieg era desesperada. La peor en la que había estado. La presión que ejercían las cuerdas en su carne resultaba insoportable. Ni siquiera le permitía pensar con eficacia. Intentó desatarse y alcanzar el bolsillo donde tenía guardada la navaja, pero le resultó imposible. No había el menor resquicio de luz y pensó en Catherine: «Quizá pueda oírme». Quería saber si aún estaba viva.

—¡Catherine! ¡Catherine! —gritó con todas sus fuerzas.

Nadie contestó. «¿Quién sabe lo que estará haciendo con ella?», pensó mientras se revolvía intentando desatarse. Empezaba a notar la falta de oxígeno; cuanto más se movía en el interior de aquel sepulcro de piedra más aumentaba la sensación de asfixia.

Intentó calmarse.

Hubiese preferido morir de un modo rápido, luchando cara a cara frente a un enemigo en el campo de batalla. Quizá de un golpe certero en la cabeza dado con una cachiporra, de un balazo salido de un arcabuz, degollado por el sable de un pirata o incluso atravesado por una lanza de madera en un desafío medieval…

Cualquiera de esas muertes hubiese sido mucho más digna que aquella lenta y cruel que le aguardaba: extinguiéndose, poco a poco, como un pequeño cirio que viera agotarse hasta la última gota de su propia cera. Hasta no emitir luz. Sin sangre manando del pecho. Sin oxígeno.

«Voy a morir sin saber cómo nos descubrió Dos Cruces», pensó lleno de impotencia. Nadie impediría que sus pensamientos estuviesen fijados en un punto concreto que le alejase de aquella muerte tan ignominiosa. Un punto fijo centrado en la negrura de sus propios pensamientos. Un punto ovalado con entrantes y salientes donde se dibujaba un rostro y un anhelo a los que le dedicaría todo su empeño hasta el mismo momento de su último estertor.

El rostro era el de Dos Cruces, y el anhelo no podía ser otro que el que le insuflaba un poco de esperanza a su corazón.

La venganza.

23

Dos Cruces cerró el portón trasero de la iglesia Just i Pastor y se dirigió sin demora hacia la Plaça de l'Ángel. Una vez allí, llamaría desde una cabina telefónica a su «mecenas» y pondría en su conocimiento, sin pronunciar nombre ni dirección alguna, tal como estaba convenido, que por fin la búsqueda había concluido y que el libro que él tanto ansiaba había salido a la luz.

Y obraba ya en su poder.

«Pero antes tendrá que pagarlo. Pagarlo muy bien…», pensó mientras palpaba el códex que llevaba en el bolsillo de su maltrecho gabán.

Al llegar a la calle Sant Jaume, se indignó, al pensar que un pequeño libro de notas como aquél, lleno de manchas negras, perforado por un cuchillo en su parte superior, con las hojas pegadas unas con otras y que le provocaba repugnancia sólo de verlo, fuese el salvoconducto que le alejara de aquella vida oscura y gris que llevaba. «Se acabó el ir oliendo siempre a cera de iglesia», pensó mientras descolgaba el auricular del teléfono y cerraba los ojos para olfatear mejor el salitre que la brisa hacía subir, como si fuese una nube a ras de suelo, desde el puerto, Via Laietana arriba hacia el Ensanche.

A toda velocidad, marcó un número de teléfono que pertenecía a un móvil y se dispuso a esperar la señal que no tardó en sonar.


Alió!
—Se oyó débilmente al otro lado de la línea.

—Soy yo.

Se produjo un silencio de varios segundos tras los cuales el Mecenas consiguió saber quién era el que le llamaba aquella hora tan intempestiva.

—¿Qué quieres? —musitó, sorprendido: no esperaba en absoluto aquella llamada, y precisamente aquel día.

—Lo tengo —susurró Dos Cruces.

—¿Qué dices? ¿Dónde está? —preguntó la voz en un tono muy crispado.

—Aquí, en mi bolsillo.

—¡Cómo se te ha ocurrido salir con él a la calle! —exclamó el Mecenas, conteniendo la voz y la indignación.

—Le esperaré en el lugar donde hicimos el primer trato. En el caso de que…

—¡Cállate! ¡No digas nada más…! —La voz interrumpió súbita e imperativamente la frase—. ¡Está bien! Allí estaré dentro de veinte minutos. No toques «eso». ¡Y no se lo enseñes a nadie!

—Hay una cosa más.

—¿A qué te refieres? —preguntó el mecenas.

—No olvide traer el dinero.

Dos Cruces colgó el teléfono antes de que el Mecenas pudiese añadir una sola palabra. Estaba convencido de que su momento había llegado tras «lo de Grieg y la chica». Tenía que hacerse valorar. No quería pasar por alto una oportunidad como aquélla. Si no se andaba con cuidado, el Mecenas vendría, echaría un vistazo y según cómo le robaría el dato que tanto anhelaba.

«Ya he hecho bastantes Veces el pardillo como para que este cabrón me estafe», pensó mientras subía por la calle de la Llibreteria. Una y otra vez, oía repetirse en su cabeza como si estuviese grabado en una cinta sin fin, la frase que en su día pronunció el Mecenas, tras entregarle, bajo la mesa, la mayor cantidad de dinero que Dos Cruces había visto junta en toda su vida: «Si logras encontrar un libro de apuntes donde figure el lugar donde está escondido lo que busco, y si aún sigue estando allí, en el momento en que yo lo tenga en mis manos te haré un hombre rico…».

A Dos Cruces le preocupaba el giro que tenía la frase justo en su mitad: «y si aún sigue estando allí…».

Sin mirar a nadie, entró en el bar Quiles y se sentó en la misma mesa donde el Mecenas había hecho el trato con él hacía dos años. «Dos años hurgando como una rata entre humedades y polvo, para que ahora todos quieran robarme lo que es mío», pensó mientras hojeaba el códex.

Se preguntó de qué trataría ese librito tan importante «de la Iglesia»; lo ocultó bajo la mesa, encima de sus rodillas. «Joder, ¡qué colgada está la gente!», masculló entre dientes Dos Cruces, mientras intentaba entrever su contenido, a duras penas, a causa de lo endurecido que estaba el lomo del códex.

Empezó a curiosear entre las hojas del ajado cuaderno, buscando el dato clave, aquel que sin duda alguna buscaría el Mecenas para robárselo y no pagarle.

Tenía tiempo y estaba decidido a aprovecharlo.

Vio que se trataba de un cuaderno de notas con las tapas de piel muy gastadas y unas tiras de cuero para cerrarlo. El tipo de cuaderno le resultó familiar a Dos Cruces: «Como el que tiene el padre de Indiana Jones, donde también hay dibujos y asuntos de religión» se dijo, fatuamente orgulloso. Empezó fijándose en los detallados planos dibujados con un finísimo trazo de la ciudad de Douai, de la Francia del siglo XVI. También los había de la ciudad de Besançon.

Había relojes maravillosos, en cuyas esferas estaban dibujados los mejores palacios que él había visto nunca. «Esto es el Escorial, lo conozco», pensó. Su vista se detuvo en una escena que le gustó: podía verse a unos hombres, «vestidos a la manera de las películas de la Revolución francesa», ante las puertas de un convento de monjas, sobre las que había apoyados verticalmente unos ataúdes. Los hombres rebuscaban en el interior de uno de ellos, mientras otros aventaban las cenizas de su ocupante «¡Qué cabrones!», imprecó Dos Cruces, soltando una risotada zafia… Se interesó por ver a quién pertenecía la tumba: Antoine Perrenot de Granvelle; «un franchute, ¡seguro!», dijo en voz baja y riéndose, mientras seguía hojeando el curioso diario.

«¿Qué querrá decir todo eso?», se preguntó, intrigado, mientras su atención se volvía a centrar, tras pasar «docenas de aburridas páginas donde no había imágenes», en una serie de dibujos misteriosos donde podían distinguirse unas gigantescas torres, que él supo inmediatamente que eran las de Babel, pues estaban en los libros de la sacristía, pero dibujadas de una manera muchísimo más extraña: con símbolos que nunca había visto y con letras que formaban diferentes alfabetos en los márgenes de las páginas: «Lucernarios en alfabeto latino y griego», leyó sin comprender nada en absoluto.

Vio también junto a ellos «ideogramas egipcios» y miró sin llegar a colegir el significado de todas aquellas torres, tras lo cual pensó que el que dibujó todo aquello estaba como una cabra.

En las dos páginas centrales del códex, vio una esmerada ilustración, la única que estaba iluminada con todo lujo de detalles y en color.

Aguzó la vista, muy interesado en apreciar sus figuras.

Se trataba de una impresionante procesión, compuesta por unos hombres con turgentes vestimentas, bajo un inmenso palio rojo como el que Dos Cruces había visto una vez cuando visitó el monasterio de Montserrat, pero mucho más grande.

Enorme.

Había un hombre que destacaba sobre todos los demás. Iba ataviado con hábitos religiosos: «Seguro que es un cardenal, los huelo a distancia», pensó Dos Cruces. Su eminencia ascendía majestuoso, mostrando todo su poder, rodeado de sus leales servidores hacia las alturas.

Hacia el Cielo.

Caminaban todos juntos, sin separarse, y detrás de ellos se vislumbraban gigantescos muros, descomunales contrafuertes e insondables abismos bajo sus pies, tal como si el cortejo transitase por una construcción, tan enorme y tan gigantesca que las pirámides de Egipto, que él había visto tantas veces en los documentales de la televisión, a su lado, parecían casitas de los indios del
Far West.

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