El alfabeto de Babel (23 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Sin dejar de hojear el códex, Dos Cruces se detuvo a contemplar un plano «de aquellos antiguos», que representaba América; en el mar, había dibujados seres fabulosos: serpientes gigantes aladas y monstruos oceánicos. Se fijó en el nombre que figuraba escrito junto a un extraño animal marino que parecía un dragón y leyó: «El Mapa de América. Cuarta parte del Mundo. Diego Gutiérrez. Cartógrafo de la Casa de la Contratación. Impreso por Jerónimo Cock». En la página siguiente, estaba dibujado un hombre que le resultó muy familiar. Dos Cruces se alegró inmediatamente de sus conocimientos: «Éste es Mercator —se dijo, adivinando el nombre antes de leerlo escrito debajo de la figura—, no me extraña que salga en este libro… El tipo es tan famoso que sale hasta en las vitolas de los puros».

Dos Cruces no entendía la fijación que tenía el que escribió y dibujó aquel libro de apuntes con el «franchute» que parecía estar relacionado con todo. Empezaba a estar intrigado por un tipo del que no había oído hablar nunca antes:

Antonio Perrenot de Granvela ya en el siglo XVI recibió cartas de físicos, donde éstos demostraban que la localización de los polos magnéticos es terrestre y no celeste: descubrimiento revolucionario en su tiempo. Antonio Perrenot de Granvela, también conocido como el cardenal Granvela, fue protector de Mercator, el cual le dedicó su detallado Mapa de Europa, en 1554, lo que hizo de él un hombre muy reputado y espiado secretamente por la Iglesia, que…

—¿Qué desea tomar el caballero? —le preguntó un camarero muy joven.

Si existía alguna cosa en el mundo que sacase de quicio a Dos Cruces, aparte de que quisieran robarle y que le llamasen por su apodo, era que le interrumpieran cuando estaba leyendo algo que nadie más que él era capaz de comprender.

—¿Qué pasa, capullo, es que eres nuevo en la casa? —exclamó fuera de sí Dos Cruces—. ¿Quieres saber lo que tomo? Pregúntaselo a tu jefe, y lárgate, él ya sabe lo que tomo siempre. ¡Ah!, y que venga él a traérmelo.

El camarero se alejó hacia la barra del bar, sorprendido por la inesperada agresividad con que le había respondido aquel cliente. Los camareros veteranos del bar, que ya sabían cómo se las gastaba Dos Cruces, contemplaron la escena desde lo lejos y sin parar de susurrar.

Dos Cruces intentó volver a la lectura, que cada vez le estaba interesando más, pero se percató de que lo verdaderamente importante se encontraría hacia el final del libro. Sin pensárselo dos veces, volvió a tomar el códex y, con cuidado de no dañarlo, lo abrió por la última hoja anotada, mientras entraban en el bar cuatro hombres jóvenes con apariencia de haber estado toda la noche bebiendo, con las camisetas sudadas y cantando canciones en inglés que él no entendía; pedían a gritos cerveza de barril.

—Malditos
hooligans
—se dijo en voz baja.

Se dispuso a leer la última página escrita del libro de apuntes. Dos Cruces advirtió que el tipo de letra era diferente, no era tan pequeña y cuidada como la del resto del libro.

«Quizás ahí se encuentre lo que el "mecenas" anda buscando.»

Pasando rápidamente los ojos por el texto escrito en la hoja final, leyó:

… y la Ch. está en Barcelona, en la Cofradía de los Porteros Reales de Cataluña…

Saltando rápidamente una línea de texto se dio cuenta de que la frase se detenía misteriosamente en una enigmática frase:

… El enclave no es otro que la capilla…

Dos Cruces no entendió a qué era debido que no figurase allí el nombre de la capilla. Desconcertado, continuó leyendo, observando que el tipo de letra ampliaba notablemente el tamaño y se hacía casi ilegible entre unas manchas negras que sin duda parecían de sangre:

… Por razones que desconozco, Dios no me ha permitido que llegase hasta mi destino final, cuando ya me encontraba tan cerca; por lo tanto, encomiendo mi testamento sacramental en
Recognoverunt Proceres
en la iglesia de Justos y Pastor…

Dos Cruces se dio cuenta rápidamente de que allí estaba la clave. Levantó la vista y tan sólo vio a los cuatro
hooligans
en la barra bebiendo cerveza como cosacos, a los camareros y a un par de «parroquianos» habituales de la casa. Con sumo cuidado, escondió el diario debajo de la mesa y arrancó la última hoja escrita del códex. Después la dobló y se la guardó en un roto que tenía en su maltrecha y deshilachada cartera de piel.

«Ahí nadie la encontrará. Sólo yo sabré el lugar donde está la Ch.»

24

Dos Cruces estaba a punto de reclamar a un camarero que alguien viniese a atenderle, de una vez, y como él se merecía. Ya tenía levantada la mano cuando vio entrar por una puerta lateral del bar, la que daba a la calle Freneria, al Mecenas.

Entró visiblemente azorado y mirando hacia todas partes.

El Mecenas aparentaba tener algo más de cincuenta años. A Dos Cruces su rostro le recordó una imagen que había en la parroquia situada en una de las capillas, que representaba a un mártir mientras le infligían tortura: el pelo largo muy revuelto y totalmente cano, con los mofletes enrojecidos y los ojos azules lobotómicos, «aunque el dómine, en vez de ir vestido con harapos chamuscados, lleva un traje de los que muy pronto luciré yo», rumió Dos Cruces.

No le importó, en absoluto, el aspecto del Mecenas. Únicamente se fijó en que llevaba «un maletín muy estrecho, como los que salen en las películas y están siempre llenos de "machacantes"». Poco a poco, vio acercarse a aquel hombre enjuto y flojo, que se sentó a la mesa que él estaba.

—¿Tienes aquí el libro? —preguntó el Mecenas, mientras trataba de acompasar su respiración. Había venido corriendo.

—Cálmese y tómese algo —dijo de un modo desdeñoso Dos Cruces.

El Mecenas rápidamente volvió a constatar algo que ya sabía. Aquel tipo era un necio de los que acostumbran a traer problemas. Grandes problemas.

En ese momento, y por alguna razón que desconocía, el Mecenas notó a Dos Cruces aún mucho más ensoberbecido que de costumbre. «Ha olido dinero y quiere sacar provecho de la situación a toda costa», intuyó.

—Vamos a ver, ahora mismo nos vamos a dirigir hacia el altillo donde están los billares y me enseñarás el libro. Si no contiene la información que busco, no te preocupes, de cualquier manera no habrás perdido el tiempo. Este maletín está lleno de dinero y te recompensaré por las «molestias».

Dos Cruces oía las palabras que salían de la boca del Mecenas con distanciamiento…, con la jactancia propia de un profesor que escuchase a un alumno que no se supiera bien la lección. Fingía una pose que, sin duda, le iba ancha, y miraba el modo ramplón que tenían de divertirse los
hooligans.

El Mecenas se percató por completo de su actitud.

—Te noto muy alterado —le advirtió muy seriamente—. Si no te comportas como es debido…, te arrepentirás.

—¿Arrepentirme? Primero abra la maleta. Que yo vea si hay dinero ahí dentro. Lo digo porque aquí en el librito dice muy claramente donde está «la ceache» —exclamó Dos Cruces, indignado, y golpeó la tapa del códex—. No sea que después usted lea el sitio donde está y se largue. Esta vez no me va a tomar el pelo nadie. ¡Si supiera las cosas que he tenido que hacer para conseguirlo…!

El Mecenas se quedó inmóvil durante unos segundos.

No supo exactamente a qué se refería aquel imbécil, pero sin duda «la ceache» era una de las abreviaturas con las que se conocía, en el código interno, la Chartham.

«Ha dado con algo muy importante», pensó.

Inmediatamente, supo que si seguía allí hablando, lo único que lograría sería rebajarse a la altura de aquel energúmeno que, gruñido a gruñido, intentaría a toda costa introducirlo en su ciénaga formada de insensateces y bellaquería.

—Te lo repito por última vez: subamos a los billares y cerremos el trato. No pienso engañarte. Si hay una dirección y allí está lo que busco…, todo esto será tuyo.

El Mecenas giró su cabeza hacia donde estaban los
hooligans
y, al verlos muy ocupados mirando en otra dirección y concentrados en sus cánticos, abrió el maletín con mucho cuidado y se lo mostró a Dos Cruces.

Al momento, sus ojos refulgieron de entusiasmo.

«¡Está lleno de euros! ¡Billetes de cincuenta, de cien, de doscientos y de quinientos!» Igual de nuevos, como los que le había adelantado a cuenta.

Esta vez había más.

Muchos más.

—Con el dinero que hay en la maleta: «compra sólo el librito» —musitó Dos Cruces, acariciando la superficie aterciopelada del maletín y apretando después fuertemente su mano izquierda junto a su asa—. Si quiere saber dónde está «la ceache»… Le costará dos maletines más, igualitos que éste.

—¡Está bien! —clamó el Mecenas, inclinando levemente el cuerpo hacia delante y emitiendo un bufido imperceptible—. Demuéstrame que es verdad que lo tienes, sólo hace falta que lo enseñes un poco, lo justo para comprobarlo.

—Aquí está mi niño y «más bonito que un San Luis» —susurró Dos Cruces, haciendo asomar levemente el lomo del códex, sintiéndose repentinamente poeta, y dibujando una amplia y tan triunfante sonrisa que le dio la impresión de que era la primera vez que la ponía en su rostro y que era como de estreno.

Le encantó aquella sensación.

Entonces, de repente, y como si las paredes del bar Quiles fuesen de tramoya y se estuviese representando una obra de teatro, sintió cómo en cuestión de segundos todo se transformaba a su alrededor. Dos Cruces pasó de estar casi flotando entre nubes de algodón, a sentirse en medio de las llamas del mismísimo Infierno.

Durante un breve instante, el tiempo que necesitó para transformar su triunfante sonrisa en una agria mueca, vio, igual que si todo se moviese a cámara lenta, cómo el Mecenas hacía un imperceptible gesto con su mano izquierda, levantándola levemente como si fuese un pequeño pantocrátor, y al instante, los cuatro
hooligans
que estaban en la barra del bar se dirigieron hacia Dos Cruces, sin dejar de cantar: el primero, tras apretarle fuertemente el hombro para que abriese completamente las fauces, le introdujo en ellas, entre sus dientes, una bola de espuma amarilla del tamaño de una pelota de béisbol que llevaba apretada en su puño y que recuperó su forma al instante en el interior de la boca, provocándole una inmediata y angustiante sensación de asfixia; después, le introdujo un tapón de plástico en uno de los dos orificios de la nariz y lo inmovilizó.

Peor aún que si le hubiesen puesto una camisa de fuerza.

A continuación, lo colocaron en el centro de los cuatro
hooligans
y, mientras seguían canturreando, se lo llevaron en volandas como si fuese una lívida pluma de cuervo hacia la calle, igual que si los cinco hubiesen trabado una repentina amistad.

El Mecenas cogió tranquilamente el maletín del dinero y salió tras ellos dejando una muy generosa propina encima de la mesa.

Dos Cruces sintió cómo su respiración, primero se entrecortaba, y después notó su propia asfixia y hasta pensó en la muerte.

Resultaba completamente imposible plantar la más mínima batalla. Los cuatro hombres con apariencia de jugadores de rugby bajaron por la calle Llibreteria hasta la altura donde está la cerería, canturreando alegremente un himno deportivo en inglés. Cualquiera que los hubiese visto en aquel momento hubiese pensado, sin duda, que eran cinco amigos que estaban en plena efervescencia alcohólica.

Al llegar a la Plaça del l'Ángel entraron en la calle Tapineria.

El Mecenas los seguía a corta distancia portando el maletín.

Dos Cruces, llevado en volandas, sentía latir con fuerza el corazón en sus labios, hinchados y amoratados. No le llegaba el suficiente oxígeno al cerebro, pero aún podía abrir los ojos y ver «formas» a su alrededor. Por eso creyó que estaba a punto de perder la razón, mientras le arrastraban por la acera que corría paralela junto a la vieja muralla: en el interior de la estrecha calle había cuatro Mercedes-Benz de color negro, quizá más.

Numerosos guardaespaldas, vestidos con trajes oscuros y corbatas negras, se comunicaban entre ellos con intercomunicadores y auriculares en el interior de sus oídos. No podía creer lo que veían sus ojos; pero la asfixia que sentía en sus pulmones era tan real que le confirmaba de un modo cruel que no estaba soñando.

Se sentía igual que un pajarillo enfermo entre las afiladas garras del más poderoso de los halcones salvajes.

Los cuatro
hooligans
condujeron a Dos Cruces hasta la zona más oculta de la calle Tapineria, junto a la Plaça de Berenguer,
el Grande,
y lo depositaron en el suelo.

Se retiraron rápidamente, como actores que desempeñaran una coreografía mil veces ensayada. Saludaron con una leve inclinación de sus cabezas al Mecenas cuando pasaron junto a él y se dirigieron a cambiarse de ropa. Otros cuatro guardaespaldas, perfectamente pertrechados y vestidos con trajes de color negro, los sustituyeron de inmediato. Dos Cruces contempló, impotente, cómo se acercaban hacia él aquellos hombres aún más temibles que los que acababan de retirarse.

«¡Madre mía!», pensó, aterrorizado.

Un hombre blanco, de unos ciento veinte kilos de peso, se colocó delante de él. Abrió su mano derecha como si intentase asir algo inconcreto en el aire y la desplazó en dirección a su cuello. Aquella tenaza hecha de carne y huesos se incrustó en la garganta de Dos Cruces, que sintió como todo su cuerpo empezaba a tensarse igual que si fuese una central eléctrica.

Sentía, horrorizado, sin poder hacer nada para evitarlo, cómo sus brazos adoptaban, tratando de huir de aquella espantosa presión, la posición de las pinzas de una mantis religiosa: se abrió de piernas mientras se apoyaba en el suelo con la punta de los pies, y las manos le quedaban colgando de los brazos como si fuese un títere de cartón.

Dócil.

Obediente.

Sumiso.

A continuación, un guardaespaldas vació por completo todos sus bolsillos y le entregó el códex al Mecenas al tiempo que otro le susurraba algo en el oído. El resto de las pertenencias de Dos Cruces quedaron en el suelo como baratijas en un mercadillo.

—Señor, debemos darnos prisa; pronto amanecerá y las calles empezarán a llenarse de gente: llamaremos demasiado la atención.

El Mecenas se colocó delante de Dos Cruces hojeando con detenimiento el libro de apuntes. «¡Este Códex puede guiarme hasta la Chartham!», pensó sin dar ninguna muestra externa de su entusiasmo, pero cuando rápidamente llegó donde debería estar la última hoja escrita, sólo encontró unos restos de papel que sobresalían del lomo del libro.

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