El alfabeto de Babel (26 page)

Read El alfabeto de Babel Online

Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Un clarificador razonamiento inundó la mente de Grieg mientras maldecía haberse quedado sin su Harley: estaba dispuesto a encontrar la Chartham, costara lo que costase, con tal de salvar su propia vida. Contempló detenidamente la esbelta figura de Catherine. El misterio, igual que un halo invisible, la envolvía por completo.

A ella.

Y a la Chartham.

Insondables misterios que Grieg estaba totalmente dispuesto a esclarecer.

28

Cuando Gabriel Grieg, desde la calle Argentería, contempló la fachada principal de la basílica de Santa María del Mar, flanqueada por sus dos esbeltas torres octogonales y su gran rosetón flamígero del siglo XV, se detuvo en seco y tomó nuevamente conciencia de la fortuna que había tenido al salir con vida del pudridero. Palpando la linterna de petaca que llevaba en el bolsillo de su chaquetón de cuero negro se alegró profundamente de seguir vivo.

Se percató de que lo hacía desde el mismo lugar donde Gustave Doré imaginó y dibujó a don Quijote y a Sancho Panza cuando el hidalgo y su escudero recorrían algunas calles de Barcino.

Un escalofrío recorrió su espalda como si lo hubiese provocado el roce contra la ancha y fría hoja de un cuchillo. Había olvidado momentáneamente el «compromiso de moribundo» que solemnemente había contraído cuando se estaba ahogando en el sepulcro de piedra.

«Si logro salir de este pudridero, iré a la puerta de Santa María del Mar, como un caballero medieval, para jurar que me vengaré de Dos Cruces.»

Se turbó al comprobar que la ruta que habían seguido para huir de los hombres de negro, por pura casualidad, le había dejado en condiciones de poder cumplirlo.

Ante ellos se erguía majestuosa Santa María del Mar.

La basílica de las proporciones perfectas.

La anchura de su nave central es exactamente el doble que la de las laterales. La altura total de las naves laterales es la misma que la anchura del recinto, y la diferencia entre la altura de la nave central y la de las laterales es la misma que la anchura de las colaterales.

Una auténtica y gigantesca «joya de piedra».

Al pasar junto a una vieja «fleca», un delicado aroma a pan recién horneado y a bollos dulces hizo salir a Grieg de su ensimismamiento transitorio. Catherine también se había percatado.

—¡Pan recién hecho! ¡Estoy hambrienta!

Catherine y Grieg se dispusieron a reponer fuerzas y a tratar de ahuyentar de su recuerdo la noche alucinante que habían pasado. Se sentaron en los escalones de la fachada posterior de Santa María del Mar, frente al escenario donde en los siglos XV y XVI se disputaban los torneos, las justas y los desafíos caballerescos, en lo que hoy es el cosmopolita Passeig del Born, muy cerca de donde Miguel de Cervantes sitúa a Don Quijote, abatido en la playa de Barcino, por el Caballero de la Blanca Luna. El lugar al que Grieg prometió ir, como si fuese un caballero medieval, para renovar su «voto de venganza» contra Dos Cruces si salía vivo del pudridero.

Aunque le pareciese mentira lo había conseguido.

Las calles se habían iluminado. Vieron, en silencio, como el Born, igual que un descomunal acerico, era perforado por los rayos del sol, que se colaban entre las vigas de su estructura metálica. La respiración se les acompasó y sintieron cómo sus músculos se relajaban.

A Grieg le hubiese gustado prolongar la contemplación del primer amanecer de su «nueva vida», después de creer que iba a morir esa misma noche, pero Catherine se lo impidió con una pregunta a la que le estaba dando vueltas desde que salió de la cripta secreta.

—¿Lograste leer algún dato importante en el códex? —preguntó, mirando de reojo a Grieg, y bebió un poco de agua.

—Podría ser —respondió él lacónicamente, mientras saboreaba una pasta de hojaldre con cabello de ángel recién acabada de hacer y miraba hacia el cielo que volvía a mostrarse nublado.

—¿Y de qué factor depende ese «podría»?

Catherine adivinó la respuesta que se le venía encima.

—Creo que ya va siendo hora de que me expliques en qué consiste el secreto que posee la Chartham —le contestó Grieg, que se dispuso a apurar su botella de agua.

Catherine dio un profundo suspiro.

—¿Aquí mismo? ¿No crees que deberíamos escoger un lugar más adecuado? —musitó, y trató de eludir el tema.

—Me temo que a la velocidad que se mueve el mundo desde que te conozco, ese «lugar idílico y adecuado» no lo vamos a encontrar nunca —aseguró Grieg, levantando las cejas.

—¿Tienes idea de hacia dónde debemos dirigirnos ahora? —preguntó ella, mirándole con una sonrisa en sus labios.

—Sin ningún género de dudas —le respondió socarronamente Grieg—. Tenemos tiempo de sobra hasta las nueve de la mañana. Pero antes, quiero que me hables de la Chartham.

—Ya…, ya. Sólo quiero que me digas, ¿qué clase de lugar es?

—Una biblioteca.

Grieg pronunció la frase sin darle ningún tipo de emoción a sus palabras, y con el firme propósito de que ella no le contestase con nuevas evasivas.

—¿No podríamos buscar ese dato en un ciber-café mientras nos tomamos un té con leche? —preguntó Catherine en tanto estiraba los brazos.

—El dato que busco únicamente lo encontraremos en esa biblioteca especializada.

—¿Estás seguro? —insistió Catherine.

—Tan seguro como sé que ya se está volviendo a nublar el día… —sonrió Grieg—, pero yo no olvido que sigues sin contarme qué es la Chartham.

—Vas muy deprisa, Gabriel. Hay cosas que no se pueden explicar en un momento. Es como si un alumno de primaria le preguntase a su profesora qué es una ecuación de segundo grado sin saber siquiera multiplicar.

—Eres muy inteligente, Catherine, pero no lograrás eludir mi pregunta. Quiero saber la respuesta ahora mismo.

La voz de Grieg estuvo acompañada de un movimiento de su mano derecha, que cayó como la hoja de una guillotina.

—Claro, claro —continuó Catherine—, y si no, tú me ocultarás el dato que leíste en el códex, ¿no es así? Ya comprendo. —Catherine se mordió levemente una uña mientras pensaba—. Veamos, te equivocas perdiendo un valioso tiempo en querer saber qué es la Chartham.

—¿Eso crees?

Grieg se quedó expectante esperando su respuesta.

—Sí. Deberías centrar todos tus esfuerzos en saber dónde está la Chartham —sugirió Catherine con una sonrisa en los labios.

—Me temo que vas a tener que hacer un esfuerzo. Es una decisión irrevocable. Quiero saber qué es la Chartham. No olvides que me va la vida en ello. —Grieg habló con un tono de voz que trataba de ser lo más convincente posible.

—Sencillamente, veras…, no puedo explicarte en qué consiste la Chartham.

La pregunta de Grieg no se hizo esperar.

—¿Porqué?

Catherine giró la cabeza y miró hacia otro lado permaneciendo en silencio durante algunos segundos.

—No puedo responder a esa pregunta —dijo por fin.

—¿Por qué? Porque te lo impide un muy elevado compromiso. ¿Acaso… altas cotas de una «deontología profesional» que yo, pobre mortal, soy incapaz de comprender?

Catherine estaba en una verdadera encrucijada de caminos.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Grieg.

Catherine no sabía qué contestar y permaneció pensativa durante unos segundos. «Ni puedo hablar ni puedo guardar silencio.»

Entonces pensó en que Gabriel Grieg era un buen conocedor de las biografías de diversos personajes históricos que habían estado relacionados con el fenómeno de la Chartham. «Quizá no tenga que revelar ningún secreto; tal vez llegue por sí mismo a una conclusión acertada».

—Bueno. Te diré lo que quieres saber haciéndote unas cuantas preguntas —le soltó Catherine a bocajarro.

—¿Cómo? —se sorprendió Grieg mientras arqueaba las cejas—. Es la «salida por la tangente» más descarada que he oído en mi vida.


Bon!
¡Tú lo has querido! —dijo Catherine, y se levantó de golpe con una resplandeciente sonrisa en los labios—. ¿Qué calle es ésta?

—La calle Monteada —respondió, sin saber qué se proponía Catherine.

—Aquí estamos en un lugar donde hay demasiada luz y nos podrían ver. Ahora nos pondremos a caminar por la calle Monteada y antes de que lleguemos a su término… —Catherine abrió los dos brazos como si se dispusiese a presentar de improviso un número circense—.
Voilá!
¡Tú mismo te habrás respondido qué es la Chartham!

Grieg la contempló sin poder reprimir una risa que se le escapaba por la nariz. «¡Menuda comedianta!», pensó mientras se acercaba a ella.

—Francamente, lo que acabas de decir me parece una auténtica majadería.

—Veamos —dijo Catherine, poniéndole el brazo por encima del hombro a la manera que lo hacen los colegiales antes de cometer una pequeña fechoría—. Es verdad que cuento con que eres un «alumno aventajado» y que conoces los personajes históricos sobre los que voy a formularte las preguntas. Si no fuese así reconozco que…

—De verdad que no sé adónde quieres ir a parar.

La voz de Grieg sonó un tanto envalentonada al sentir la calidez del cuerpo de Catherine tan próximo.

—Ahí va la primera pregunta para adentrarnos en el misterioso origen de la Chartham: ¿quién fue Antonio Perrenot de Gran vela?

Grieg no podía creer aquello.

—¿De verdad vas a hacerme ahora un examen de Historia?

Grieg sonrió maliciosamente, mientras la miraba de reojo pensando en la manera tan picara e inteligente en que Catherine estaba eludiendo la pregunta directa que le había formulado hacía escasamente dos minutos.

—¡Vamos caminando, y le recuerdo que dispone de muy escasos metros hasta el final de la calle! —dijo Catherine, que volvió a imitar la engolada voz de una presentadora circense.

De un modo instintivo, Grieg aminoró el paso hasta casi detenerse y contestó a la pregunta.

—Antonio Perrenot de Granvela, también conocido como cardenal Granvela, llegó a ser uno de los hombres más poderosos de su época. Fue consejero de Margarita, duquesa de Parma, en Flandes, en los tiempos del duque de Alba, aunque quien llevaba las riendas del poder, en realidad, era él. En 1570 ajustó con el papa Pío V el tratado de la liga contra los turcos que acabó en la batalla de Lepanto…

—Veo que trae aprendida la lección, le felicito muy efusivamente —dijo Catherine mientras continuaba con su particular
mise en scéne.

—He leído muchas veces la biografía de Antonio Perrenot. No sé qué quieres que destaque. Te vuelvo a repetir que desconozco totalmente su relación con la Chartham —dijo Grieg junto a las dos palmeras de la Plaça Monteada.

—Siga refrescando los datos que conoce acerca del personaje. No se amilane. Estoy segura de que será capaz de desentrañar el misterio.

Grieg se dio cuenta de que Catherine dominaba el arte de la interpretación; parecía estar acostumbrada a hablar en público, un público formado especialmente de alumnos. «Quizá sea profesora de Historia o catedrática; tal vez la propietaria de un circo de tres pistas».

—Antonio Perrenot de Granvela —continuó Grieg— antes de ser cardenal fue obispo de Arras y arzobispo de Malinas. Fue virrey de Nápoles y negoció el matrimonio de Felipe II con María Tudor, reina de Inglaterra. Era un hombre muy poderoso en su tiempo. Durante más de diez años se encargó de la dirección del Gobierno de Felipe II. Los demás ministros le llamaban «el Barbudo». Pero ¿adónde quieres ir a parar? Ya estamos entrando en la calle Monteada y no entiendo en qué consiste tu juego.

—¿Tenía alguna afición especial el cardenal Granvela? —le apremió Catherine.

—Era un hombre multidisciplinar, lo sé porque tuve que documentarme a fondo. Era muy aficionado a las construcciones de todo tipo. Siguió muy de cerca los planos y las obras del Escorial. Era muy cultivado en lenguas, historia natural, dominaba varios idiomas y mostraba un vivo interés por cualquier novedad que viniera del Nuevo Mundo. Fue protector de sabios y artistas. Muchos autores, de todas las disciplinas, le dedicaron sus obras… Y bueno, hasta aquí puedo leer…

—Bien, y ¿qué más podría añadir?

Grieg hizo una pausa, pues se daba cuenta de que ya había llegado a la zona de los grandes palacios de origen medieval. Edificios góticos, renacentistas y barrocos de grandes y accesibles patios que pueden contemplarse desde el exterior. Le quedaban pocos números a la calle Monteada y continuaba sin comprender. «¿Cómo voy a saber qué es la Chartham sin que Catherine me lo diga?», se cuestionó, intrigado.

—Ah, sí… Perrenot hizo imprimir la Biblia Políglota a Plantin y estaba muy relacionado con algunos de los científicos, geógrafos, cartógrafos… más importantes de su tiempo: Ortelius, Mercator… Diego Gutiérrez, por ejemplo, le dedicó su Atlas Universal. Pero sigo sin comprender adonde lleva todo esto.

—¡Premio! —exclamó Catherine—. Por lo tanto, podemos concluir que Perrenot era…, era…

Se habían detenido frente a la entrada del museo Textil; mientras Catherine hablaba de espaldas a la pared, Grieg tenía delante de sus ojos un cartel anunciador de la exposición que tenía lugar en el interior del museo. La ampliación de una ilustración del libro
The costumes of all nations,
de Albert Kretschmer y Cari Rorhbach, precisamente la lámina número 81, donde se representaban las diferentes vestimentas que portaba en el siglo XV y XVI el clero. Birretes, tiaras, mitras, sotanas… Hábitos de obispos, cardenales y papas.

—Se puede deducir fácilmente que el cardenal Granvela era un hombre culto y muy poderoso —dijo Grieg mientras le parecía ser «minuciosamente observado por la curia romana en pleno», representada en aquel cartel—. La Iglesia, que lo vigilaba de cerca, lo tenía muy en cuenta. Sus intereses en el Nuevo Mundo así lo exigían.

—¡Perfecto! —exclamó Catherine una vez rebasado el Palau Meca y junto al Palau Baró de Castellet—. ¡Ha llegado el momento de pasar a la acción! ¿Quién fue Pieter Brueghel,
el Viejo?
—continuó preguntando Catherine mientras Grieg cada vez caminaba más despacio.

—¡Buf! Podría estar horas hablando del tema… Brueghel es uno de mis pintores favoritos… Aunque sigo ignorando la finalidad de tu estrategia. ¿Adónde quieres ir a parar con esas preguntas tan genéricas? Cómo quieres que sepa qué es la Chartham preguntándome «a quemarropa» quién fue Brueghel. Es demasiado inconcreto. Ya vamos por la mitad de la calle y no tengo ni idea de qué te propones.

Other books

The Artful Egg by James McClure
The Trail West by Johnstone, William W., Johnstone, J.A.
Coromandel! by John Masters
Spider Web by Fowler, Earlene
Undead and Uneasy by MaryJanice Davidson
The Lady Who Broke the Rules by Marguerite Kaye
Sleeping with the Playboy by Julianne MacLean
Silenced by K.N. Lee