El alfabeto de Babel (21 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Grieg desistió de abrirlo por completo en espera de poder hacerlo en mejores circunstancias. Sin embargo, su curiosidad le hizo atisbar entre las hojas algunos datos y lugares, nombres de personajes históricos, fechas y planos de ciudades que le resultaron fascinantes. Carlos V. Felipe II. El monasterio del Escorial. Planos muy detallados de las ciudades francesas de Douai y Besansón. Reproducciones minuciosas de esferas de relojes de sobremesa; «La pasión de Tiziano por los relojes», leyó Grieg, intrigado. Esquemas de representaciones de la torre de Babel de pintores clásicos, muy similares a las que encontraron en el sillar de la catedral. «Otra vez la torre de Babel. ¿Qué relación uniría a Pieter Brueghel,
el Viejo,
con el enigma de la Chartham?»

El códex contenía algunas páginas con datos biográficos de Antonio Perrenot de Granvela.

1517-1586. Primer consejero del emperador Carlos V… Mecenas de sabios y artistas… Más de cien obras le fueron dedicadas por sus autores… Gran coleccionista de cuadros… Mandó reproducir las termas de Diocleciano…

Grieg conocía bien la vida de aquel personaje histórico, al formar parte de la documentación que tuvo que estudiar a fondo para la restauración de la capilla de El Cristo de Lepanto. «Perrenot ajustó con el papa Pío V el tratado de la liga contra los turcos que dio lugar a la batalla de Lepanto.»

Catherine seguía al lado de Grieg con la emoción contenida. Sabía que aquel libro de apuntes podría conducir a la Chartham.

—¿Y la Chartham? —preguntó Grieg—. Aquí aparentemente no se hace mención alguna a la Chartham.

—Lo encuentro lógico —respondió con toda naturalidad Catherine.

—¿Por qué? —Grieg parecía estar en desacuerdo con ella.

—Resulta evidente que la persona que escribió el códex, sin duda, ese caballero —Catherine señaló con su mano izquierda hacia el interior del sepulcro—, no necesitaba constantemente refrescarse la memoria para recordar qué era lo que estaba buscando. Lo anotaría en clave. En caso de pérdida, muy pocas personas encontrarían el modo de relacionar los datos con la Chartham.

—¿Tú sí que hubieses sido capaz, no? —la pregunta de Grieg hizo que Catherine pusiese cara de circunstancias.

La extraña reacción de Catherine ante aquella sencilla pregunta hizo que Grieg tuviese un extraño pensamiento: «Debo mirar en la última página. Ahí puede estar escondida la clave que nos conduzca a la Chartham». Grieg buscó la última hoja escrita. Leyó el texto que aparecía con un tipo de letra mucho mayor y sin la cuidada caligrafía con la que estaba escrito el resto del diario. Su corazón dio un vuelco: «… la Ch. está en la Cofradía de Porteros Reales de Cataluña…».

En aquel preciso momento, Grieg pensó que se había quedado completamente ciego.

La luz de la potente linterna se había apagado. «¿Qué sucede?», se preguntó. Toda la cripta se quedó en la más completa y absoluta oscuridad.

Como en el interior de una tumba.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Catherine con el tono de voz alterado—. No me gusta nada estar a oscuras aquí dentro.

«¿Dónde está la otra linterna?» Tenía que encontrar rápidamente el encendedor de plata de Catherine. Rebuscó en el bolsillo de sus téjanos y percibió el relieve del dibujo y su tacto nacarado. De un tirón extrajo el mechero y giró su pequeño cilindro estriado. Se hizo la luz de nuevo en el interior de la cripta.

La visión que se materializó ante sus ojos lo dejó completamente paralizado.

Dos Cruces tenía fuertemente atrapada a Catherine con su brazo izquierdo, mientras le tapaba la boca con la mano. En su otra mano, en un alarde de cruel eficacia, esgrimía un enorme destornillador fuertemente apretado contra su yugular, y con dos dedos de esa misma mano sostenía el asa de la linterna, que había tomado del quinto escalón.

La imagen le aterrorizó, por lo inesperado, por lo despiadado.

Gabriel Grieg apagó el encendedor y embistió con todas sus fuerzas hacia Dos Cruces tratando de sorprenderle. La maniobra resultó inútil. Un foco cegador apuntado directamente a sus ojos le detuvo al instante, no porque Grieg temiese enfrentarse a él, sino porque sabía que la vida de Catherine estaba en serio peligro.

—¡Tenías que ser tú, Grieg! ¡No podía ser otro! —gruñó Dos Cruces mientras soltaba la mano de la boca de Catherine y la agarraba fuertemente por el cuello.

A continuación, pasó la linterna a la mano que le había quedado libre, inclinó a su rehén hacia la izquierda y con su mano derecha apretó, hundiéndole superficialmente el destornillador en el cuello.

Catherine permanecía como en estado de
shock.

Gabriel Grieg optó por permanecer en silencio. «¿Cómo se habrá enterado este cabrón de que estábamos aquí?»

—¡Venga! ¡Dame inmediatamente el librito que estabas leyendo! ¡Eres un listillo, pero yo soy más pillo que tú! ¡Venga! ¡Dámelo rápido o me la cargo! —gritó con la voz rota mientras atenazaba aún más con el destornillador a Catherine.

Grieg permanecía en silencio, inerme y desbordado ante el inesperado peligro que había sobrevenido de aquel modo tan traicionero y tan brutal.

«No debo poner nervioso, bajo ningún concepto, a este tarado», pensó Grieg.

Catherine no podía hacer absolutamente nada; únicamente, alejar su cuello con todas sus fuerzas de la amenazante punta del destornillador.

Dos Cruces dominaba la situación por completo. Un pensamiento inadecuadamente imaginativo invadió a Grieg como si se tratase de una oscura profecía: si un cementerio era el lugar más adecuado para esconder dos cadáveres…, una cripta secreta cerrada con llave era el paraíso dorado de cualquier asesino. La garantía de su auténtica impunidad.

—¿Qué te pasa, Grieg, acaso se te ha comido la lengua el gato? —masculló Dos Cruces—. ¡Deja inmediatamente ese libro en el suelo! ¡Toma estas cuerdas y átate tú sólito las manos!

Dos Cruces le arrojó uno de los cordeles que tenía junto a sus pies. Grieg seguía estudiando todos sus movimientos. No podía hacer nada. La linterna permanecía apoyada en el suelo y Catherine empezaba a dar muestras de asfixia por la presión que sentía en el cuello. Dos Cruces cada vez estaba más alterado a causa del silencio de Grieg, que bajo ningún concepto estaba dispuesto a perder la concentración.

Gabriel Grieg sabía perfectamente que en una situación desesperada como aquélla su único aliado era el silencio.

El silencio.

Con movimientos muy lentos, Grieg tomó la cuerda del suelo y le hizo un nudo sencillo de montañero. El más sencillo. A continuación, juntó las dos muñecas y las introdujo en el interior del imperfecto círculo de esparto y con la boca apretó primero un lado y después el otro.

Resignadamente, y sin hacer ningún movimiento sospechoso.

Había desechado la posibilidad de embestir contra aquella mole de carne y estulticia. Y aunque supiera que lo que se disponía a hacer era rendirse, volvió a repetir la operación, y encerró sus manos en un nuevo nudo y lo consolidó estirando fuertemente la cuerda con los dientes.

—¡Así me gusta! ¡Has comprendido quién es el que manda en este infierno! —berreó Dos Cruces, con la mirada desafiante y cogiendo las dos muñecas de Catherine con su mano izquierda. Sin soltar en ningún momento el destornillador, ató fuertemente las manos de ella a la espalda.

—¡Quédate ahí quietecita! ¡Ya verás lo bien que lo vamos a pasar tú y yo, conejita! —bramó Dos Cruces mientras dibujaba una nauseabunda sonrisa de hiena.

Causándole un intenso dolor en el brazo, obligó a Catherine a tenderse en el suelo, y le plantó la gruesa suela de su bota encima del cuello. Grieg comprendió perfectamente que hacer el menor movimiento podía implicar una muerte segura para Catherine, si Dos Cruces se percataba de sus intenciones.

No comprendió el motivo ni supo la razón que movía a Dos Cruces a actuar de aquella manera tan desmedidamente violenta, pero Grieg se dio cuenta de que no estaba dándoles un escarmiento o un susto de muerte para que no volviesen a entrar nunca más en sus territorios. Dos Cruces era un asesino; hacía honor a su apodo:
ad hoc.
Demasiado adecuado para la ocasión.

Grieg trataba de pensar a toda velocidad, pero cualquier estrategia que se le ocurría acababa muriendo en la punta del destornillador que amenazaba a Catherine. Recordó que alguien le había dicho en una ocasión que Dos Cruces hizo el servicio militar en cuerpos especiales de asalto. La técnica de sus movimientos en cuanto a la inmovilización del adversario así lo demostraba. «No debo menospreciar al enemigo que tengo delante.» Grieg continuaba acechando, en espera del más mínimo error, para abalanzarse sobre él y reducirlo del mismo modo que se hace con una alimaña: aplastándola con el pie.

Aunque Dos Cruces era algunos años más joven, Grieg no dudaba, ni por un segundo, que en condiciones normales le hubiese vencido. Ardía en deseos de poder hacerlo. Pero la imagen de Catherine en el suelo totalmente indefensa y con la bota apoyada en su cuello hacía que se contuviera. «Debo seguir confiando en que cometa un error», pensó Grieg, aunque desgraciadamente sabía que Dos Cruces conocía a la perfección todos los recursos de los que sabe valerse un asesino que además se sabe cobarde.

—¡Gabriel! ¡Olvídate de mí! —gritó Catherine desde el suelo con una voz forzada al borde de la ruptura de sus cuerdas vocales—. ¡Deshazte de este maldito Dos Cruces, no temas por mí!

El tipo estuvo a punto de ahogarla allí mismo con su bota, pero se contuvo. «Ya encontraré la manera de hacerte pagar muy caro toda esa bravuconería —barruntó—. De ahora en adelante voy a enseñarte a ser sumisa y a tenerme respeto. Mientras me dispensas placer, mucho placer», pensó.

—¡Cállate, zorra! —gritó Dos Cruces mientras blandía el destornillador—. ¿Quién te ha dicho que me llames así? ¡Seguro que el listillo de Grieg! Vas a pagar muy cara la bromita de hacerme cavar como un jodido minero y tu papel de mosquita muerta.

Grieg luchaba contra su instinto de conservación, que le obligaba a salvar su propia vida. Una pregunta acudió a sus pensamientos como un gigantesco iceberg. Una pregunta que jamás se hubiera formulado de otro modo. Nunca. «¿Quién es esa mujer en realidad? Ni siquiera la conozco. Ni tan sólo me ha querido contar quién es. ¡Sálvate!», se dijo. Sin embargo, satisfecho de sí mismo, continuó inmovilizado y al acecho. Con una rapidez asombrosa, quizá por la cercanía de la muerte, analizó el «engranaje infernal» que utiliza el que secuestra a un rehén amenazándolo de muerte para que otro haga lo que él desea.

Tan primario como diabólico.

«Dos Cruces está apelando a mi propia conciencia —pensó Grieg—. Me está diciendo algo así: "Como sé que tú juegas con reglas mojigatas, te manipulo. Así harás lo que yo quiero. Soy más libre que tú, porque juego con mis propias normas de juego, y ningún factor externo me condiciona"».

—¡Vamos, Grieg! ¡Túmbate! ¡Recuerda que al menor movimiento le parto el cuello a la rubia…!

En aquel momento, Grieg sabía que si obedecía aquella orden, su vida estaría a merced de la voluntad de aquel miserable. El pulso se le aceleró hasta la taquicardia y acudió a su mente el recuerdo de una agreste cornisa en los Alpes, donde estuvo a punto de morir. Un sabor como de almendras amargas se fundió en su boca. «Debo seguir confiando en que cometa un error», pensó. Lo decidió en un instante, y como quien no puede hacer nada ante la presencia del más injusto y prevaricador de los jueces, Grieg se arrodilló de espaldas a Dos Cruces, y sin pronunciar ni una sola palabra se tendió por completo en el suelo, boca abajo.

Dos Cruces arrastró a Catherine por el suelo amenazándola con el destornillador, ligó fuertemente los pies de Grieg y, girándole, fijó fuertemente las manos al cuerpo, dándole varias vueltas alrededor de la espalda con la cuerda.

—¡Ya este cabrón qué le pasa! ¿Está mudo o qué? —preguntó Dos Cruces a Catherine mientras ella le lanzaba una colérica mirada—. ¡Me lo voy a cargar y ni siquiera me insulta!

Gabriel Grieg había oído con toda claridad aquella frase que confirmaba su sentencia de muerte.

«No puede ser que nos esté pasando todo esto. No es posible.»

22

Dos Cruces ató concienzudamente a Catherine de pies y manos con la precisión de un experto. Una vez que lo hubo hecho, la dejó caer bruscamente, junto al sepulcro que estaba a los pies de la escalera, y se dirigió con lentitud hacia Grieg. A continuación, reató fuertemente los tobillos de Grieg y con el resto de la cuerda sobrante le volvió a ligar las manos fuertemente.

«Aunque no me mate con el destornillador, la presión de las cuerdas acabará conmigo.» Grieg sabía lo que es capaz de hacer una cuerda cuando presiona fuertemente la carne. Todos los montañeros lo saben y por esa misma razón lo temen.

Cuando los tuvo perfectamente atados a los dos, recogió del suelo el códex y caminó alrededor del pudridero de la cripta dándose aires de grandeza y sintiéndose poderoso. «Ya lo ojearé más tarde. Es un libro que no debe ser leído en cualquier parte. ¡Es el libro que me hará rico!» Se dirigió hacia la bolsa de Grieg y empezó a curiosear en su interior.

—¡Vaya! Un martillo y un cincel. ¡Venías bien preparado, mamón! ¿Eh, Grieg? Mientras yo picaba en la «mina» tú lo hacías en la entrada buena de la gruta. ¿Eh? ¡Qué listillo! —voceó Dos Cruces mientras miraba lascivamente el cuerpo de Catherine, que continuaba en silencio—. Un móvil, y apagado… Ya tendré tiempo de estudiar a fondo qué lleváis dentro de estas bolsas. Ahora mismo tengo que hacer gestiones muy importantes.

—¡Maldito Dos Cruces! —gritó Catherine—. ¡Suéltanos!

—Grita, grita… Aprovecha mientras puedes, coneja… Nadie más va a oírte, aparte del «mudo». Ya tendré tiempo de aplicarte disciplina, disciplina de la buena —amenazó Dos Cruces, que miró, intrigado, hacia la puerta de la cripta.

—Y esa puerta, ¿adónde lleva? —preguntó sabiendo que nadie le respondería.

Catherine había captado la estrategia de Grieg de un modo intuitivo, y decidió permanecer en silencio. Dos Cruces se dirigió hacia la polvorienta puerta, pero antes de llegar a ella vio algo extraño. Movió los ojos en círculo, describiendo con ellos grandes órbitas, y se quedó mirando a Grieg, que permanecía boca abajo. «¡No está donde lo he dejado antes!» Se percató de que Grieg se había arrastrado un metro y medio en dirección a la puerta.

—¡Ah, cabrón! ¡Te creías que me la ibas a pegar! ¿Eh? Entérate: de ésta ya no sales —berreó con fuerza Dos Cruces—. Así que estabas esperando a que yo abriese la puerta. Entonces vendrías arrastrándote y de un empujón me dejarías encerrado ahí dentro como si fuera una rata. ¿Es así? ¿No? ¡Pues ahora te vas a enterar de lo que es bueno y de lo que es que le dejen a uno encerrado!

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