El alfabeto de Babel (19 page)

Read El alfabeto de Babel Online

Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

—¿Adonde crees que conduce? —Grieg escuchó con dificultad la pregunta de Catherine debido al estruendo que provocaban los terribles martillazos de Dos Cruces y a su posterior reverberación.

—No lo sé. Muy pronto lo sabremos. Prueba a ver si hay suerte y aún funciona esa vieja cerradura.

Catherine, sin ningún tipo de ceremonia previa, introdujo la llave en la ranura. Giró la llave dos veces y la portezuela se abrió.

Gabriel Grieg devolvió la linterna a Catherine y le pidió que apuntase hacia su interior y le dijese qué veía.

—Aquí delante, a un metro y medio de distancia, hay una pequeña pared que tiene una abertura redonda del tamaño de un ojo de buey de barco. Veo una escalera de piedra de pequeños y estrechos escalones que desciende en picado hacia la izquierda. Con la luz de esta linterna no atisbo a ver el final. Es una cripta muy profunda.

—¿Alguna cosa más? —preguntó Grieg mientras veía la cara de Catherine iluminada parcialmente de rojo.

—¿A qué te refieres?

—Al olor. ¿A qué huele?

Catherine no demoró ni un segundo su respuesta.

—Huele a muerte.

19

Catherine ardía en deseos de descender la oscura y angosta escalera de aquella cripta, pero Grieg la contuvo.

—Antes de meternos ahí dentro, debemos tomar algunas precauciones. Por primera vez en esta noche de locura, no tenemos necesidad de correr. Hagamos bien las cosas. Desconocemos el terreno y en este tipo de lugares puede haber trampas o emanaciones…

—¿Emanaciones de gas? —preguntó Catherine con la voz muy baja, porque los martillazos, por un momento, se habían detenido.

—Sí. —Grieg recuperó de nuevo un tono normal de voz al reanudarse el frenesí golpeador de Dos Cruces—. ¿Tienes cerillas o un mechero?

—Siempre llevo un encendedor encima, fue un regalo… —dijo Catherine mientras rebuscaba en el interior de su bolsa—. Toma. ¿Para qué lo quieres?

—Es posible que nos haga falta ahí dentro —susurró Grieg, observando el encendedor de plata con los lomos de nácar y la silueta de un barco velero que le recordó la forma de los míticos Clipper; a continuación, lo guardó en el bolsillo pequeño de sus téjanos.

Detenidamente, Grieg examinó la solidez de aquella puerta y se detuvo a analizar el símbolo «X» que figuraba grabado en ella.

—Tal vez quiera decir «diez» en números romanos —dijo Catherine.

Grieg asintió.

—Es muy probable. Podría tratarse de una cruz en forma de aspa muy ligada simbólicamente al tormento de santa Eulalia.

Aunque hay que ir mentalizándose de que habrá signos que no interpretaremos adecuadamente. Lo importante es el resultado final. Avanzar sin cometer errores que puedan resultar fatales.

—Comparto tu opinión.

—Fíjate en el grosor de la puerta —prosiguió Grieg—, es mayor que un palmo de mi mano. Si se cerrase, esta llave nunca podría abrirla desde el interior.

La puerta tenía insertado un mecanismo de apertura que permitía abrirse tanto desde el interior como desde el exterior, pero al no tener colocada la cerradura en el mismo centro de su grosor hacía falta una llave mucho más larga para abrirla desde dentro.

Una llave que ellos no tenían.

—Debemos tener mucho cuidado, porque si se cierra la trampilla, nos quedaremos atrapados ahí dentro y me temo que no debe de haber ninguna salida de emergencia en su interior.

Gabriel Grieg rebuscó entre los sillares del antiguo coro y encontró varias maderas con las que se aseguró que la puerta no pudiera cerrarse mientras ellos estuvieran en el interior de la cripta.

—¿Estás preparada? —preguntó Grieg, que oyó los tranquilizadores golpes que Dos Cruces propinaba en la piedra con su martillo.

—Sí, lo estoy. ¡Vamos allá! —contestó Catherine.

Grieg tomó la linterna de luz rojiza en una mano y el foco de luz aún apagado en la otra y se introdujo en la portezuela.

—Sígueme. Pase lo que pase, no te separes de mí.

La escalera estaba formada por unos estrechos y muy altos escalones de piedra y partía de una cavidad alargada de unos dos metros de longitud. De las paredes, colgaban, cada dos metros, antorchas con la mecha apelmazada de siglos. En su primer tramo tenía una gran pendiente y, tras girar hacia la izquierda, los escalones se hacían menos altos. Grieg, al llegar a ese tramo, encendió la linterna-foco.

—Es fantástico —exclamó Catherine detrás de Grieg—. No comprendo cómo ha podido permanecer en secreto una cripta de tal belleza.

—Esta iglesia es muy antigua —dijo Grieg, arrancando una gran antorcha y extendiéndosela a Catherine—, y aunque oficialmente se empezó a construir a mediados del siglo XIV, sus orígenes son anteriores. Me temo que esta cripta está muy relacionada con «turbios asuntos de armaduras y torneos».

—Siempre he sentido fascinación por el mundo de los caballeros medievales.

—La trampilla por donde hemos entrado está situada a pocos metros del altar de San Félix, donde los caballeros juraban que no recurrirían a trampas ni a magia negra antes de un duelo que dirimiera sus disputas. A esos duelos los llamaban los Juicios de Dios.

—Suena muy apocalíptico.

—Así es. Estaban convencidos de que Dios le daba la razón al «inocente», o sea, al ganador de la justa. Antes del combate, los caballeros, algunos de ellos de origen regio, velaban sus armas durante la noche delante del altar de San Félix.

—Y más de uno, mientras rezaba, tuvo alguna desagradable visita, ¿no? —Catherine hablaba mientras sentía cómo la escalera se iba estrechando de un modo claustrofóbico hasta casi no permitirle el paso.

—Así es. La «visita», como tú la llamas, salía de esta cripta secreta donde se había ocultado. ¡A saber lo que encontraremos ahí abajo…! —dijo Grieg cuando ya le resultaba muy difícil avanzar debido a la estrechez de la escalera.

Cuando se disponían a descender los últimos peldaños, Grieg se paró y le impidió a Catherine seguir avanzando.

Había visto algo realmente estremecedor.

En el interior de una cámara cuadrada de piedra de unos cuatro metros de lado y con unas vigas de madera podrida en el techo, en su mismo centro, estaba insertado en la piedra un gran sitial de madera similar a un trono. «He debido de tener alguna alucinación visual provocada por la fuerte luz de la linterna», pensó Grieg.

No era así.

Sentado en la extraña silla, sin duda, había alguien.

«No puedo estar viendo a una persona. Es imposible —pensó Grieg sin sobresaltarse—. Debe de tratarse de una estatua.» La luz de la potente linterna le permitió apreciar claramente la textura de la madera y del tejido de las vestimentas. «No. Esto no es una estatua», se dijo.

—¿Qué sucede? ¿Por qué te detienes? —preguntó alarmada Catherine, que no tenía acceso visual a la cámara y a su enigmático ocupante.

Grieg no creyó necesario adoptar más medidas de seguridad y reanudó el paso, aunque advirtiendo previamente a Catherine.

—No te asustes, pero pronto verás algo que te desagradará.

Catherine, prevenida, aunque recelosa, bajó el último escalón de aquel tramo de escalera y no supo qué pensar ante lo que tenía delante de sus ojos y que Grieg iluminaba con la linterna. «¿Quién fue capaz de cometer semejante crueldad?», se preguntó mientras sus ojos adoptaban unas facciones orientales.

Sobre un gran asiento de madera que simulaba un trono, sin ningún tipo de ornamento, liso, pesado y con dos anchos y gruesos brazos, había un esqueleto vestido con ropajes medievales. Llevaba las botas puestas y estaba sujetado al respaldo y a los brazos del sitial mediante gruesas y ajadas correas de cuero y grilletes de hierro oxidados.

—Fíjate en los brazos… Bueno, quiero decir en los huesos de los brazos, están en el interior de los grilletes —exclamó Catherine, angustiada—. Ese pobre hombre murió sentado en esa silla sin poder moverse.

Gabriel Grieg apartó la luz de la linterna y siguió descendiendo por la escalera. No pudo reprimir una expresión de asombro por lo que tenía ante sus ojos.

—¡Es fantástico! ¡Fíjate en esto!

Catherine compartió su sorpresa y su admiración ante aquella cámara rectangular que volvía a ver la luz tras estar décadas en la más completa oscuridad.

Una sala de piedra sin ningún detalle ornamental.

Ninguno.

Era una auténtica singularidad tratándose de una cripta mortuoria. La sala tenía unos ocho metros de ancho por unos diez de largo. La totalidad del suelo estaba formada por lo que parecían losas mortuorias de piedra sin pulimentar.

Cuatro sepulcros, dos a cada lado de las paredes laterales, custodiaban uno grande de piedra situado en el centro, al que le habían arrancado a golpes de cincel las antiguas inscripciones que contenía su gruesa y pétrea losa.

—Jamás hubiese imaginado que esto pudiera estar aquí —exclamó Grieg, sorprendido—. Es una cripta mortuoria muy extraña. No hay ningún símbolo externo, ningún blasón o escudo, ni siquiera un nombre. Y donde figuraba algún símbolo, parece haber sido brutalmente eliminado. —Grieg pasó la mano por encima de la losa del sepulcro central—. Es una especie de… —Dudó, como si tratase de buscar la frase que se ajustara más a lo que creía estar viendo—. Se trata de un… cementerio secreto.

—Nunca oí hablar de nada parecido —reconoció Catherine, intrigada.

—Ni yo tampoco. Es una denominación que se me acaba de ocurrir ahora mismo. Fíjate que estos sepulcros y estas losas no tienen inscripción alguna, ni símbolos, ni escudos de armas ni cruces. Nada. Quizá sean vestigios de un antiguo
mitreanum.

—¿Cultos paganos en la cripta de una iglesia católica? ¿Estás seguro? —preguntó Catherine, que miró el enigmático portalón que había en el fondo de la sala.

—Sí. La historia de esta iglesia se remonta al tiempo de la dominación romana, y ellos rendían culto al dios Mitra. Quizá la inscripción que había sobre ese sepulcro, de proporciones casi cúbicas, hacía alusión a él. Pero dejemos eso ahora, nos llevaría horas pormenorizar el tema. Me intriga ese portón —dijo Grieg.

—¿Hacia dónde crees que conduce?

—No conozco otro sistema más adecuado para salir de dudas que abrirlo —respondió con una mirada cómplice a Catherine.

Ambos se aproximaron a la puerta.

Grieg asió con la mano derecha un pomo de forma perfectamente cúbica y tiró con todas sus fuerzas hacia él. El sonido que produjeron sus desvencijados goznes al girar de nuevo, tras siglos de no hacerlo, fue realmente estremecedor.

Terrorífico.

El potente foco de la linterna que Grieg sostenía resultó insuficiente para penetrar, más allá de unos metros, en la absoluta oscuridad.

—¡Oh! —Catherine no pudo reprimir un grito que al instante se ahogó en su garganta—. ¡Es impresionante!

El límite de aquel portalón…, el que pisaban ellos en aquel preciso instante, su pétreo umbral, era el último reducto donde aún podía ser analizada la historia. Más allá de los quicios de aquel vetusto portón, sólo estaba el abismo.

La iglesia Just i Pastor se perdía en un mundo ignoto.

La linterna de Grieg no conseguía encontrar el límite, un muro, alguna pared que devolviera la luz entre aquella avalancha de sombras.

Una extensión inclinada de tierra húmeda y negra descendía hacia las tinieblas.

Hacia el pasado.

Hacia las catacumbas.

Dos enormes columnas a cada lado y los disformes fundamentos de la iglesia en la parte superior enmarcaban aquel inesperado escenario. Grieg alumbró, junto a la puerta, dos grandes montículos de ropajes medievales devorados por generaciones de ratas junto a los restos de docenas de pertrechos, corazas y armaduras oxidadas, destruidas por la humedad y los siglos.

—¡Las primigenias catacumbas! No puedo creer lo que estoy viendo —susurró Grieg mientras aplastaba un puñado de aquella tierra negra y húmeda entre sus dedos.

—Me gustaría adentrarme en ellas. Quizá…

Grieg, que en cuclillas analizaba con más detenimiento la calidad de la tierra, no le permitió a Catherine que acabase la frase.

—No vamos a ir a ningún sitio. Esta tierra está muy poco prensada y podríamos tener problemas. Lo que voy a decirte lo aprendí en mi época de montañero: nunca debe traspasarse el límite de lo desconocido si no vas debidamente preparado para ello. Ahí dentro, haría falta un equipo completo de espeleología. Quizá cuando acabe nuestra búsqueda…

Gabriel Grieg cerró aquel portalón abocado a la vieja necrópolis y centró su atención, de nuevo, en la cripta funeraria secreta. Observó detenidamente las treinta y dos losas en el suelo, los cuatro sepulcros de piedra, situados dos a cada lado de la cámara mortuoria, y el sepulcro de piedra en el centro.

—Hay un total de treinta y siete tumbas —contó Catherine.

La luz de la linterna se intensificaba demasiado en un punto en concreto, mientras el resto permanecía en la penumbra. Grieg deseaba volver a tener las manos libres. Se dirigió hacia la escalera y dejó sobre el quinto peldaño la potente linterna apuntada hacia la bóveda para que se iluminase en su totalidad la cámara funeraria.

—El sepulcro del centro, al ser de mayor tamaño, debe de ser el pudridero.

—¿Cómo dices? ¿Has dicho pudridero? —preguntó Catherine, poniendo cara de asco.

—En esta cámara, las inhumaciones no eran un hecho habitual. Lo más lógico sería que entre enterramiento y enterramiento transcurriesen largos periodos. Quince o veinte años tal vez.

—¿Y para qué necesitaban entonces un pudridero? —preguntó Catherine, que apoyó su mano derecha en la mole pétrea del centro.

—Los caballeros, o quienes sean los que estén enterrados, ya fuese por propia voluntad, o no, primero eran depositados aquí durante años —Grieg señaló el gran sepulcro central—, para que quedase únicamente el esqueleto del perdedor de vete tú a saber qué justa. Cuando se producía el siguiente enterramiento secreto, el anterior era despojado de sus vestimentas, incluso de su armadura: las tiraban pendiente abajo hacia las catacumbas…

—Así se perdía el rastro… añadió Catherine.

—… Y quedaba un espacio libre para el «nuevo inquilino».

—Comprendo. Y sus huesos se depositaban primero en cualquiera de esos sepulcros de piedra, y posteriormente debajo de cualquier losa de las que tenemos aquí —dedujo Catherine, acompañando sus palabras con significativos movimientos de los brazos.

—Más que tumbas, creo que cada sepulcro no es más que un pequeño osario.

Other books

A Shortcut to Paradise by Teresa Solana
The Crime of Huey Dunstan by James Mcneish
Alexander: Child of a Dream by Valerio Massimo Manfredi
The Beggar Maid by Alice Munro
Brett McCarthy by Maria Padian
The Magnificent Masquerade by Elizabeth Mansfield
Gut Instinct by Linda Mather