El alfabeto de Babel (24 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Habían arrancado la última hoja anotada.

—¿Dónde está? —preguntó el Mecenas, mirando fijamente a Dos Cruces a los ojos.

—Ffi fffe fffifaf efffo fffe ffa ffoffaa ffffe ffffo fffiffe —«dijo» Dos Cruces, tratando de ser lo más elocuente posible.

El Mecenas hizo un leve gesto con la mano, y un guardaespaldas le extrajo la pelota de espuma de la boca y el trozo de goma del orificio de la nariz, mientras que el que lo tenía sujeto por el cuello abrió su poderosa mano.

Dos Cruces cayó al suelo y sintió aliviado cómo se volvían a llenar de aire sus pulmones. No podía pensar con eficacia y le era imposible evaluar, en aquellos momentos, si era imprescindible, para salvar su vida, contarles lo que les había hecho a Grieg y a la chica.

La mirada de aquellos cuatro «gorilas» resultaba clarificadora. Finalmente tomó una decisión: «Ya se me ocurrirá algo para solucionar este embrollo».

—La hoja que falta… está dentro de mi cartera. En el interior de un forro que está roto —respondió, jadeando Dos Cruces, como si estuviese bajo los efectos del más genuino y eficaz «suero de la verdad».

Un guardaespaldas alargó la cartera al Mecenas, que inmediatamente introdujo los dedos en el interior de un forro de color lila deshilachado y mugriento.

Ya tenía la hoja en su poder.

Durante unos segundos sostuvo aquel trozo de papel esperando que allí estuviese escrito el lugar donde encontraría la Chartham. Había esperado tanto, durante tantos años, que quería saborear aquel instante… Lentamente, se dirigió hacia la Via Laietana dándole golpecitos a aquella hoja mientras sentía su tacto cálido y aterciopelado.

El «salvoconducto» que podía conducirle a ¡la Chartham!

Sus ojos se iluminaron cuando vio un lugar en concreto, una dirección, tras años de moverse entre vagas especulaciones y remotos indicios.

«No hay tiempo que perder», se dijo.

El Mecenas impartió unas órdenes, y sus hombres empezaron a cumplirlas de inmediato. Los lujosos automóviles, todos ellos con los cristales tintados, empezaron a ser de nuevo ocupados. Algunos guardaespaldas retiraron las cintas de plástico con las que habían cerrado la calle, y los Mercedes de color negro empezaron a salir, uno tras otro, hacia la Via Laietana.

El Mecenas se dirigió hacia el único automóvil de la comitiva que permanecía aún en el callejón. Un Mercedes-Benz de color blanco.

Cuando el cristal de la puerta posterior izquierda se abrió el Mecenas compuso, de inmediato, una sumisa reverencia.

Dos Cruces, aún desde el suelo, y sin poder moverse, vio cómo el Mecenas conversaba con alguien al que no logró ver el rostro, pero al que, sin duda alguna, le rendía pleitesía.

La conversación apenas duró unos segundos, tras los cuales, el Mecenas se dirigió, de nuevo, hacia el lugar donde se encontraba Dos Cruces.

Vio tirado en el suelo a alguien que hacía escasamente diez minutos era pura arrogancia y desfachatez, ahora convertido en un guiñapo.

—Tú y yo vamos a mantener una charla muy interesante.

25

Gabriel Grieg sentía que sus pulmones estaban a punto de estallar. La terrible presión que ejercían las ataduras contra su piel lo tenía completamente inmovilizado, y el aire, en el interior del sepulcro de piedra, cada vez contenía menos oxígeno.

La situación, más que desesperada, resultaba terminal.

La pequeña ranura que había dejado Dos Cruces era insuficiente para airear el pudridero, pero cruelmente eficaz para prolongar su agonía.

Grieg se contorneó para hacer palanca con todo su cuerpo y poder levantar así la gruesa tapa del sepulcro. Ni siquiera llegó a rozarla. Estar atado de manos y pies y tratar de moverse era como intentar volar sin alas: un imposible.

Hacía ya más de diez minutos que Grieg iba notando cómo su respiración cada vez era más sincopada. En un intento vano de renovar el aire de sus pulmones, Grieg aplastó su nariz contra el lateral de piedra del pudridero, en el que estaba la pequeña rendija, ampliando la abertura de sus fosas nasales para que entrase un poco más de aire por ellas. «¡Alguien tiene que venir a rescatarme!», pensó, dándose cuenta al momento de que aquel pensamiento empezaba a ser, ya, fruto del delirio. Los latidos de su corazón cada vez eran más rápidos y menos productivos.

Se estaba ahogando.

Era consciente de todo el angustioso proceso. Iba a morir de un modo que él nunca hubiese imaginado, ni siquiera en la peor de sus pesadillas. Nadie merecía morir así: siendo un impotente testigo de su propia agonía y tomando la medida precisa del cubículo mortuorio donde quedaría su cadáver una vez que expirase.

En un afán de reordenar sus pensamientos pensó en Dos Cruces. Al instante, sintió cómo la eficacia de sus glándulas suprarrenales aumentaba y hacían pasar al caudal de su sangre una mayor cantidad de adrenalina. Su corazón volvía a latir con más potencia. «Tengo que librarme de estas ataduras aunque sólo sea para volver a ver sus condenados ojos de rata.» Grieg intentaba insuflarse ánimos a sí mismo, pero la verdad era que cada esfuerzo que hacía le nublaba más el pensamiento. Pronto perdería la razón y debía reconocerlo, por inconcebible que fuera ese pensamiento: se estaba muriendo.

Pensó en los caballeros de la Edad Media que tal vez murieron en el mismo sepulcro donde se encontraba ahora, quién sabe si de la misma miserable manera en que lo iba a hacer él: sin poder luchar, secuestrados mientras velaban sus armas, a traición, antes de ir a luchar en la explanada que había junto a la iglesia de Santa María del Mar, frente a la playa, y ante los ojos de su amada. En aquel momento, de un modo extemporáneo e íntimamente propio, Gabriel Grieg solemnemente pensó que, si lograba salir de aquel pudridero, iría a la puerta de Santa María del Mar para jurar vengarse de Dos Cruces, como lo hubiese hecho un caballero medieval que portase su escudo de armas grabado en el peto. Pero aquello no era más que el delirante sueño de un moribundo, que, en vez de una reluciente armadura, tenía el cuerpo inmovilizado por una maraña de cuerdas; íntimamente lo sabía.

Catherine y Grieg separados por escasos metros estaban a merced de sus propios destinos.

No podían hacer nada.

Sin embargo, una vez que hubo transcurrido un lapso de tiempo, en el interior de aquella misteriosa cripta completamente a oscuras, ocurrió algo.

Algo sutil y delicado.

El silencio en la cripta era absoluto. Catherine abrió los ojos sin saber dónde se encontraba ni lo que había sucedido. Le dolía la cabeza. Recordó que un hombre…, no, una bestia, le amenazaba con un gran destornillador clavado en el cuello y después la arrojaba al suelo mientras le decía algunas palabras, unas palabras patibularias: «Ya vendré después a por ti, verás lo bien que nos lo vamos pasar», recordó, horrorizada.

Trató inmediatamente de zafarse con todas sus fuerzas de las ataduras. Todo su cuerpo se tensó de pura impotencia y de rabia. ¡No podía salir corriendo de allí! Estaba completamente inmovilizada. Tras la conmoción que le había provocado el golpe en la cabeza, aún estaba aturdida. Sintió que un nuevo pensamiento, poco a poco, iba tomando forma en el interior de su cabeza. No estaba sola y aquello aún podía ser peor. «¿Aún peor?», se preguntó mientras notaba cómo sus ojos se iban abriendo poco a poco pensando en… ¡Grieg! «¡El energúmeno aquel lo ha encerrado en el pudridero! ¡Debo ayudarlo! ¡Se estará asfixiando!»

—¡Gabriel! ¡Gabriel! —gritó con todas sus fuerzas, pero no obtuvo respuesta.

Debía hacer algo rápidamente, pero qué. De repente, notó algo anormal en sus ojos y trató de llevarse las manos a la cara para quitarse un extraño punto de luz que parecía seguir brillando tras el golpe en el interior de sus pupilas. No pudo separar las manos de su cuerpo.

«No es extraño que tras una conmoción dé la impresión de tener pequeños puntos de luz alrededor de la cabeza: quizás estoy viendo "las estrellas"», trató de consolarse Catherine. Era como un «rocío» alrededor de sus pestañas, formado por miles de microscópicos puntitos de luz que centelleaban en los ojos de Catherine.

«¿De dónde proviene esa luz? ¿Esa luz sale de mi cerebro debido al golpe?», se preguntó intrigada de nuevo.

«Aquello» era otra cosa.

Tenía que averiguar qué diablos sucedía.

Con todas sus fuerzas, cambió la posición de su cuerpo, igual que si se hubiese dado la vuelta en una cama para cambiar de postura, y en la Tierra, la gravedad hubiese aumentado, repentinamente, hasta hacerse diez veces mayor.

El nuevo ángulo de visión le permitió observar algo tan esperpéntico que no supo si gritar de alegría o morirse de miedo.

El esqueleto que estaba sentado en la silla de tortura tenía en la zona de la pelvis un objeto alargado, metálico, afilado como el más preciso de los bisturíes y que relucía con destellos brillantes y metálicos. Cegadores. «¿De dónde vendrá esa luz?», se preguntó Catherine, verdaderamente intrigada. Haciendo un gran esfuerzo, logró levantar lo suficiente su dolorido cuello hasta comprobar un extraño fenómeno. «¡Del techo de la cripta sale un finísimo rayo de luz!» Un pequeño haz de luz que iba a incidir exactamente en el centro de la hoja del estilete… O lo que resultase ser «aquello» a los ojos de ella.

Catherine reaccionó como una auténtica experta en «aprovechamiento de ayudas atípicas e inesperadas». No perdió ni siquiera una décima de segundo en analizar el extraño fenómeno, y empleando todas sus fuerzas reptó como pudo por el suelo y se dirigió hacia el esqueleto, que, dadas las circunstancias, ya no le parecía ni temible ni repulsivo.

Podía ser su tabla de salvación.

De igual manera que si intentara invocarlo, Catherine levantó las manos, pero no las pudo separar demasiado del cuerpo. Una maraña de cuerdas la inmovilizaba. «¡El nudo del cuello! ¡Tengo que cortar por ahí la cuerda!», se dijo mientras levantaba con cuidado la cabeza y la introducía en la pelvis del esqueleto por debajo de las costillas. Empezó a mover acompasadamente la cabeza, hacia arriba y hacia abajo, con sumo cuidado, para que la afilada hoja no le seccionase la yugular.

Arriba y abajo, mientras apartaba el cuello hacia un lado.

Sus únicas preocupaciones mientras subía y bajaba la cabeza, una y otra vez, una y otra vez, eran que el estilete que estaba clavado en la madera de la silla de tortura no llegara a desprenderse y que, cuando la cuerda se partiera en dos, la afilada punta no le cortara el cuello.

La operación duró tres angustiosos minutos.

La cuerda se cortó por fin y Catherine volvió a poder mover las entumecidas manos con las que acabó de librarse de sus ataduras.

«¡Debo ayudar a Gabriel!»

26

La respiración de Grieg ya era un puro estertor terminal que producía el mismo sonido que una máquina de vapor a punto de estallar. Incluso en un momento crítico como aquél, el supremo momento de la muerte física, la esperanza continuaba siendo el único asidero al que aferrarse. «¡Estoy vivo, me siento aún vivo, y sin embargo, la estoy viendo!», se oyó decirse a sí mismo.

Allí estaba la luz.

Aquél era el principio del camino de luz que decían haber experimentado los que habían tenido una experiencia en la desconocida frontera entre la vida y la muerte.

Gabriel Grieg lo estaba viendo.

Era un sendero estrecho, muy estrecho, que apenas tenía el ancho de un cabello de espesor, que se iba ensanchando poco a poco, muy poco a poco, como si fuese una luz lenta y pesada, pero resplandeciente.

Muy resplandeciente.

A Grieg le pareció oír como si atronase toda la Creación con un sonido aterrador que le atemorizó hasta el extremo de concentrarse en pensar si su vida había sido la adecuada, si había obrado del modo apropiado.

Fue un segundo.

Un segundo infernal.

El segundo más espeluznante de todos los segundos que Grieg había vivido anteriormente. Después, la luz. Una luz blanca, muy blanca, intensísima, maravillosa, cegadora… Una luz que lo llenaba todo y que hacía que ya no le doliese la falta de oxígeno en sus pulmones, ni sintiese el peso de su propio cuerpo ni el paso del tiempo… Después… aquella maravillosa voz.

«¡Dios es una mujer!»

Tenía voz de mujer, y le llamaba por su propio nombre.

—¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Vamos, respira!

Catherine, con el estilete del esqueleto en la mano, cortó las ataduras de Grieg, que se levantó del sepulcro y se dirigió tambaleante hacia la puerta de hierro del fondo de la cripta. Cuando la abrió, un aire con olor a tierra y dulcemente agrio volvió a inundar sus pulmones. Jadeante, se apoyó en la puerta mientras miraba a Catherine, que, junto al pudridero, permanecía de pie con la gran linterna en una mano y un extraño cuchillo en la otra.

—¡Creía que ya estaba muerto! —jadeó Grieg con una mirada de agradecimiento en los ojos, mientras llenaba intensamente los pulmones de aire—. ¿De dónde has sacado el cuchillo?

—¿Este… tan afilado? —Catherine observó el estilete tras iluminar su punta con la linterna—. Lo tenía el esqueleto… Es una historia muy rara —suspiró en tanto se lo alargaba a Grieg.

—Esta noche ya nada puede parecerme raro —le contestó Grieg, que examinó el extraño cuchillo con la apremiante sensación de querer salir lo antes posible de aquella cripta. Entonces, su corazón dio un brinco cuando vio que bajo la afilada punta del estilete sobresalía algo más—. ¡Esto no es sólo un cuchillo!

—¿Y qué puede ser si no, con esa hoja tan afilada? —preguntó Catherine.

Grieg acercó el alargado cuchillo al chorro de luz de la linterna y leyó unas palabras que le llenaron de entusiasmo.

SICA CLAVIS

—¡Esto es una llave! Una llave-daga, por así decirlo —exclamó Grieg, moviendo los brazos y después deteniéndolos en seco—. Es la tercera pieza de la llave de bayoneta. Nunca había visto nada igual. Las tres, una vez unidas, se convierten en un arma blanca temible. Dos Cruces se ha llevado las dos partes que faltan. ¡Vámonos de aquí! Tengo un maravilloso presentimiento.

Catherine estaba deseosa de comprobar si la repentina alegría de Grieg estaba justificada.

—¿Dos Cruces también se ha llevado las bolsas? —preguntó Grieg al enfocar la linterna hacia el lugar donde estaban anteriormente y ver el suelo vacío.

—Están ahí. —Catherine señaló hacia el saliente de piedra junto al pequeño tramo de los cinco escalones—.Ese monstruo las dejó en lo alto para que, pese a estar atada, no pudiese arrastrarme hasta ellas y valerme de algún objeto cortante.

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