El alfabeto de Babel (50 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

El hombre, de rasgos asiáticos, se dirigió hacia la mesa y tomó asiento en la silla presidencial, en tanto Catherine y Deuloffeu lo hacían, frente a frente, uno a cada lado del óvalo.

—Todo el orden del día ha sido modificado —expuso solemnemente Natsumi Oshiro en un muy buen castellano, aunque con un fuerte acento nipón—. La reunión que debía haberse celebrado esta noche, dada la naturaleza de los últimos acontecimientos, ha sido cancelada. Ahora no es el momento de exponer cuáles fueron los motivos. De todos los colaboradores que participaban en el proyecto, únicamente les he citado a ustedes dos. Aun así, quiero comentar personalmente una cuestión con el señor Deuloffeu. Para ello —Oshiro dirigió su mirada un instante hacia Catherine—, le rogaría que usted, señora Raynal, abandonase la sala.

Deuloffeu sonrió de un modo presuntuoso, al tiempo que movía muy levemente la cabeza, sabedor de que las palabras: «a la mínima estarás fuera de juego», que se habían pronunciado hacía escasamente unos momentos, habían resultado proféticas.

Sin demora, la mujer abandonó la sala.

Una vez cerrada la puerta, Oshiro se dirigió hacia el amplio ventanal que permitía disfrutar de una hermosa vista del gran jardín proyectado por Rubio i Tudurí, que se inspiró en los jardines de La Bagatelle de Forestier, y de estructura muy similar al de Villa Lante, en Italia.

—En mi país, los jardines secos no son para pasear, sino para su meditada contemplación. Aquí todo el mundo los pisotea… Pero veamos —musitó Oshiro sin mirar el rostro de Deuloffeu—. Observo que tiene en sus manos,
le Cahier,
como usted mismo lo llamó esta madrugada, cuando me trasladé, según su vehemente petición, a la estrecha calle donde estaba aparcada la escolta, que tenía preparada para la seguridad de los cardenales y el nuncio. Aunque al final no fue necesaria: al desplazarse inesperadamente a Barcelona el secretario de Estado Vaticano en visita oficial, la asumió directamente la Policía.

Deuloffeu analizó con preocupación la forma tan poco ceremoniosa en la que le hablaba Oshiro, dándole la espalda; al fin y al cabo había encontrado el códex.

—Según el código de los samurais —Natsumi Oshiro fijó su vista en el circular estanque de agua que reflejaba las figuras invertidas de varios obispos—, durante toda la vida hay que estar preparado para morir en cualquier momento, siempre se vive en el interior de ese mismo instante, y en él se puede gozar de la vida o entregarla si es necesario. ¿En el descubrimiento del códex ha colaborado Catherine Raynal? O por el contrario, ¿lo ha conseguido usted solo? Medite bien su respuesta, porque de excluirla por completo, podría ponerla en peligro. ¿Me comprende?

—No pienso compartir la merecida gloria de mis investigaciones con nadie —respondió inmediatamente Deuloffeu con un tono de voz que transmitía seguridad—. Yo he llevado personalmente la investigación. ¿Quién puede aportar una prueba superior de la existencia de la Chartham que este diario?

Natsumi Oshiro demoró unos segundos su respuesta.

—En Japón, los diseñadores de jardines gozan de más prestigio y reconocimiento que los arquitectos —reveló Oshiro sin apartar la vista del enorme jardín—. ¿Se reafirma usted en su respuesta? Si lo hace, piense que ella, que Catherine Raynal, quedará totalmente excluida del proyecto, y no tendrá la menor posibilidad de continuar con la «investigación».

—Me reafirmo en lo que he dicho —aseguró categórico Henry Deuloffeu—. Catherine Raynal no tiene conocimiento de ninguna de mis investigaciones.

—¿De ninguna? —insistió Oshiro.

—Absolutamente de ninguna.

Natsumi Oshiro guardó silencio durante unos segundos y después introdujo su mano en un bolsillo. Se dio media vuelta en dirección hacia Deuloffeu, que vio cómo extraía de la americana un objeto de color negro.

Era un monedero de piel.

—Tenga, señor Deuloffeu.

Oshiro extrajo dos monedas y las colocó, tras observarlas unos instantes, cuidadosamente sobre la pulida superficie de la mesa; inmediatamente, las lanzó con fuerza y con admirable habilidad, de modo que resbalaron por la superficie del brillante barniz hasta detenerse delante de Henry Deuloffeu.

Deuloffeu se preguntó qué significaba todo eso.

—Si no lo sabe, le diré que las dos monedas muestran hojas de paulonia, que es una planta muy apreciada en mi país. Si uno quiere disfrutar de su floración, es fundamental una buena poda.

Henry Deuloffeu no podía comprender la causa, ni siquiera remotamente, por la que Natsumi Oshiro le había arrojado aquellas dos monedas.

—La paulonia está en los anversos de las monedas. Ahora bien, si les da la vuelta…: las «dos cruces» —el tono de voz de Oshiro era más que inquietante— le mostrarán, sin lugar a dudas, que son monedas de 500 yenes. Los monjes del templo de Sazen, en Japón —continuó con el rostro muy serio Oshiro—, hacen maravillosas «interpretaciones del futuro» si se les ofrece un pequeño donativo… Le aconsejo una visita a ese templo, se encuentra camino de Ohara.

Deuloffeu puso una cara de absoluto desconcierto cuando oyó el chasquido de los dedos del japonés; a continuación, comprobó cómo la puerta de la sala se abría de par en par y aparecían dos guardaespaldas.

—Señor Deuloffeu —dijo Oshiro—, entrégueme el códex y abandone esta sala. Queda absolutamente incapacitado para usar cualquier tipo de escolta oficial, hasta que no me aclare convenientemente quién era el individuo que trajeron a rastras esta madrugada, y de cuyo paradero nada sé. Espero averiguarlo antes de las nueve de la mañana, que es cuando acaba nuestra relación contractual.

—Ese libro, dado mi cargo de bibliotecario jefe de la Biblioteca de Besangon…

Natsumi Oshiro interrumpió bruscamente sus palabras.

—El códex me pertenece, pues yo soy el que financia la investigación, y muy generosamente.

—¡Esto es intolerable! —exclamó Henry Deuloffeu, que levantó desmesuradamente la cabeza—. ¿Qué es lo que está pasando?

Deuloffeu salió de la sala escoltado por los dos guardaespaldas y no pudo evitar que una expresión de odio aflorase a su rostro al ver a Catherine, plácidamente sentada en un sofá instalado en el ancho y reluciente pasillo del palacio.

Cuando Catherine Raynal le devolvió la mirada, le dio tiempo a captar, al pasar junto a ella, una inequívoca señal de desafío en sus hermosos ojos azules.

55

Gabriel Grieg sintió que sus pulmones volvían a oxigenarse con el aire cargado de salitre que entraba a borbotones a través de la ventanilla del coche. Una hilera interminable de pilones de cemento, pintados de blanco y separados escasamente un metro uno de otro, hacía resonar el viento, intermitentemente y con inusitada fuerza, en el interior de la cabina.

El mar y el abrupto acantilado contribuían a aumentar aquel efecto sonoro. La carretera de la vieja escollera, completamente desierta a esa hora de la noche, describía una alargada curva que al finalizar daba acceso a una recta que se perdía, paralela a la orilla del mar, en la lejanía.

Grieg conducía un Mini Cooper S que tenía serigrafiado, en los laterales y sobre las puertas, un barco velero fondeado junto a una playa tropical con grandes cocoteros. Bajo un sol tórrido, había un corro de esqueletos vestidos con harapientos ropajes piratas, estirados en la arena y con las manos extendidas hacia un enorme cofre lleno de pantalones téjanos, aún perfectamente nuevos, de la marca: Morgaan Jeans®.

Impresa sobre el capó del coche, se desplegaba una bandera pirata que ondeaba al viento en la punta del mástil de un velero.

«Nadie me ha seguido», se dijo tras aparcar unos cien metros antes de llegar a su destino. Tomó las dos bolsas y recorrió la distancia a pie con el propósito de que si alguien veía el coche, no lo relacionara con el lugar al que se dirigía.

El mar estaba en calma, y la noche, muy apacible para tratarse del mes de marzo. Un débil filamento de luna en fase creciente podía entreverse tras la bruma, y el oleaje lo reflejaba en forma de tenues rayos ambarinos y apagados. Al llegar al lugar estimado, Grieg miró hacia atrás para cerciorarse de que nadie le seguía.

Cuando vio a lo lejos el capó del coche con la bandera pirata, que el efecto óptico situaba sobre la superficie del mar, sonrió levemente, al comprobar los insospechados albures por los que era capaz de transitar el destino.

Grieg descendió a la escollera.

Al ver una roca con forma de gran tinaja que conocía desde su infancia, se detuvo y extrajo la linterna. Con precaución, empezó a saltar de roca en roca, hasta que reconoció una oquedad, por la que ya había penetrado esa misma tarde, mientras que, a distancia, le esperaba el taxista.

La abertura daba acceso a una pequeña cueva situada en la parte alta de la escollera. Encendió la interna, y al instante, detectó que algo no iba bien.

«Alguien ha venido en busca de la Chartham», sospechó Grieg, sobresaltado al ver en el suelo de la gruta el sobre con los papeles de fumar escritos, junto a dos libretas con las tapas de cartón. Alarmado, recogió todo del suelo y apagó la linterna. Al instante, se formuló, angustiado, una pregunta: «¿Quién ha entrado aquí?».

Se dirigió, guiado por la tenue luz que se filtraba desde la escollera, hacia un hueco formado entre la estructura de hormigón que cimentaba la carretera y una gran roca, y miró en su interior.

Se sobresaltó.

Dos ojos brillaban en la oscuridad.

Encendió la linterna un instante y vio en el fondo de la cavidad a una gata preñada, de color blanco, asustada y enferma, que se escabulló sobre una de las vigas transversales que transcurrían paralelas a la carretera del rompeolas.

Grieg introdujo su mano en la hendidura y notó aliviado que la bolsa de plástico, aunque levemente desgarrada, aún continuaba en el lugar donde la había dejado. «No ha entrado nadie.» Encendió la linterna y comprobó para su sosiego que el
corpus
de la Chartham no estaba afectado y que el pentágono de mármol continuaba de una pieza. Ligeramente encorvado se dirigió hacia un recodo y se introdujo por un estrecho pasadizo de cuatro metros de largo: hacia el escondite preferido de su niñez.

Cuando atravesó el pasadizo, salió a una gruta de mayor tamaño que se había formado entre la base de hormigón de la carretera y el extremo de las rocas más altas de la escollera. El hueco, de unos siete metros de largo por cuatro de ancho, estaba completamente atravesado por una gigantesca viga de hormigón armado, que hacía las veces de enorme y alargada mesa.

Gabriel Grieg encontró muy menguado el lugar, en comparación con la última vez que había penetrado en él. Se trataba de un cubil que durante años fue utilizado por los que ilegalmente pescaban y extraían mejillones con bombonas de oxígeno, y por algunos contrabandistas de tabaco rubio, cuando eran sorprendidos en la noche por las patrulleras de la Guardia Civil costera.

En el suelo, vio restos de viejos arpones de pesca submarina, contrapesos de plomo, viejas boyas de cristal, cañas de pescar con los carretes ruginosos, pedazos de pequeñas conchas y restos de caparazones blancuzcos de crustáceos y latas completamente destruidas por el óxido.

Se emocionó al ver un viejo y grueso tablón cruzado en diagonal en la cueva. De la blanquecina madera, pendían restos de redes, y era sólo eso: un vetusto madero mordisqueado por las ratas. Grieg comprobó, asombrado, la singular interpretación que un niño puede hacer de la realidad. Recordaba aquel trozo de madera podrida como el barnizado y reluciente mascarón de proa de un velero que se acababa de romper en mil pedazos tras una terrible galerna, y que fue a embarrancar en el acantilado de una isla atestada de caníbales.

No quiso dejarse arrastrar por los recuerdos; sin demora, sacudió el polvo que había sobre la reseca viga de hormigón y colocó la linterna de manera que la luz no se filtrase por alguna rendija entre las rocas hacia el exterior, para que nadie pudiese saber que estaba allí, como le había sucedido en Just i Pastor.

Miró el reloj y comprobó que faltaban treinta y un minutos para que expirase el inquietante plazo de tiempo que le había concedido Catherine cuando le dejó «la carta negra» y la pluma estilográfica. Extrajo el cuerpo de la Chartham y el pie de Tiziano y los depositó cuidadosamente sobre la viga situada un poco más elevada que su cintura. Extendió sobre ella la reproducción en
offset,
a gran tamaño, de
La torre de Babel,
de Brueghel.

Asió el
corpus
de la Chartham: un pliego de papel apergaminado y perfectamente doblado, y se sintió tentado de analizar su contenido.

Un sonido le detuvo.

Giró bruscamente la cabeza, y su inquietud se calmó al comprobar que se trataba de la gata preñada, que seguía buscando un rincón caliente y seco donde parir.

Grieg desplegó cuidadosamente la Chartham. Estaba doblada de tal manera que tras observarla inicialmente se podía atinar, sin aparente dificultad, que estaba plegada en cinco partes iguales.

Tomó la pluma estilográfica de plata y ébano.

Los maullidos de la gata eran progresivamente más intensos.

En un intento de ganar unos segundos para reflexionar si era conveniente analizar el pliego que tenía ante sí, cogió la peana pentagonal de mármol y la depositó sobre la Chartham para que hiciera de contrapeso.

La gata se mostraba más y más inquieta.

Grieg sacó de la bolsa que le había entregado el director del hotel un sandwich, una botella de agua y una toalla. Dio un gran sorbo y después seccionó la mitad de la botella con la navaja, para transformarla en un recipiente del que pudiera beber la gata.

«¿A qué se referirá Catherine cuando dice que tengo tiempo hasta las diez de la noche?»

Aunque todavía faltaban veintisiete minutos, Grieg seguía sin encontrar el motivo.

Depositó la toalla en el suelo y la gata se abalanzó rápidamente sobre ella y empezó a beber del recipiente de agua. «No comprendo por qué el plazo expira a las diez en punto.» Se percató de que la gata tenía asida en una de sus patas traseras una guedeja formada por embreados restos de hilos de red de pescar, a los que se les habían ido adhiriendo trozos de cinta adhesiva y pequeños pedazos de conchas de moluscos. «¿Intentaba Catherine prevenirme de algo?», se preguntó en tanto que de un certero corte con su navaja separó los hilachos embreados, mientras la gata continuaba comiendo.

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