El alfabeto de Babel (67 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

La linterna iluminó con erráticas ráfagas de luz unos vitrales en los que Münch no reparó en ningún momento, absorto en la posibilidad de apreciar alguna prueba del paso de Grieg por aquel inhóspito lugar.

Ese pensamiento hizo que se fijara en los menores detalles.

Münch se detuvo a contemplar el sillón frente al ventanal donde podían apreciarse a corta distancia las gárgolas de la catedral y del Palau del Lloctinent. Münch ni siquiera las miró. Tomó aliento y se dirigió hacia las puertas de cristal del claustro; ejerció una leve presión sobre el tirador y las abrió.

Todo estaba preparado tal como él lo había solicitado, pero no había rastro de Grieg. Se convenció de que su gran oportunidad había pasado. Se detuvo ante el ataúd y lo abrió. En su interior era donde Grieg debía depositar finalmente la Chartham y el pie de Tiziano, pero estaba vacío.

Su conjetura era errónea: Grieg no se había adelantado a la jugada. El cardenal bajó de nuevo las escaleras y llegó hasta las aulas del internado, pero cuando empezó a descender los escalones que conducían a la puerta principal, volvió a replantearse la situación. «Aunque sea algo descabellado tengo que intentarlo», pensó el cardenal Münch. Le habían prevenido acerca de Grieg y de su taimada astucia. No podía despreciar la magnanimidad que la Providencia le brindaba tan generosamente.

Aquélla era su gran oportunidad.

Era una ocasión única de hacerse, de una vez por todas, con la Chartham. Volvió a ascender las escaleras y se introdujo de nuevo en el claustro de cristal. Miró la mesa y apretó fuertemente el respaldo de una de las sillas que se encontraban alrededor de la tabla circular. Se dispuso a hablar con el convencimiento de que no se encontraba solo en aquel abandonado internado.

—¡Señor Grieg, sé que me está oyendo! —gritó el cardenal Münch.

Su voz atronó en el silencio de la noche.

Sus palabras sonaron con toda claridad. Se expresó en castellano, aunque su acento fuera inequívocamente germánico.

—¡Sé que está en algún lugar de este antiguo hospicio! Es usted muy astuto, pero sospecho que volvió a colocar la llave en su lugar tras abrir la puerta, para cubrir la posibilidad de poder huir si yo venía acompañado. Para su tranquilidad le diré que he venido solo. ¡Se lo juro! Es la palabra de un cardenal. El juramento de un príncipe de la Iglesia.

En la sala del claustro de cristal, el silencio únicamente se vio roto por las campanadas de la catedral, que anunciaban los cuartos.

—¡Grieg! ¡Sé que está escondido en alguna parte! ¡He venido hasta aquí para hablar con usted! —imprecó el cardenal, que tenía dificultades para que no se le notase la excitación en su voz.

Nadie contestó.

El cardenal Münch dio una vuelta completa alrededor del claustro, en tanto continuaba alumbrando con la linterna todos los rincones. Se detuvo en un pasillo que conducía a una sala con las ventanas tapiadas y sin un solo mueble.

—¡Salga de donde esté! ¿Quién cree que es para burlarse de nosotros de esa manera? No sabe lo que posee ni lo que lleva entre manos. Si lo supiera, estaría aterrorizado. ¡Muéstrese ante mí!

El cardenal Münch únicamente escuchaba el débil resonar de sus propias palabras, que se perdían en un pequeño laberinto de oscuras y polvorientas salas vacías.

—Lamentablemente no dispone de mucho tiempo —continuó hablando a «solas» Münch—. Tengo que proponerle un trato. Le di la oportunidad de que reflexionara y entregara todos los elementos, con la garantía de que nada le sucedería. Pero ha sido un irresponsable viniendo hasta aquí. Creía que usted había aprendido convenientemente la lección en la Sagrada Familia. Allí, aunque usted no parezca apreciarlo, salvé su vida.

El cardenal Münch continuaba recorriendo las solitarias salas sin obtener respuesta alguna; ni siquiera estaba seguro de estar solo, circunstancia que acrecentaba notablemente su inquietud.

—¡Grieg! Le propongo un trato muy ventajoso para usted. Tengo en mi poder el cartulario del cardenal Granvela, confeccionado por Jerónimo Cock, además del reloj fabricado por Juanelo Turriano. Quiero el dibujo de Pieter Brueghel que tiene usted y la base pentagonal del reloj, la que Granvela hizo construir expresamente.

Un silencio que ponía a prueba la propia capacidad de razonar del cardenal Münch fue lo único que obtuvo por respuesta.

—Le cambio lo que usted posee por su total desentendimiento del tema; además, le compensaré con un tesoro. Un tesoro real.

Nadie contestó.

—Desconozco cómo ha podido llegar hasta aquí —continuó el cardenal—. No me importa el modo en que lo ha logrado, el caso es que está aquí. ¡Estoy seguro! Cuando la llave de este hospicio se lacró, usted estaba en el interior del templo de la Sagrada Familia. La llave continúa en su lugar, pero intuyo que usted está aquí. ¡Grieg! ¡Escúcheme!

El cardenal elevó el tono de su voz. Le resultaba imposible transmitir a una persona, que quizá no estuviese allí, la importancia y la gravedad del momento.

Tras percatarse de que, quizá, estuviese gritándole a las paredes, su rostro se transfiguró, sabedor de que al rival que se enfrentaba parecía no tentarle el ofrecimiento del tesoro prometido.

Sus palabras sonaron amenazadoras en la soledad del orfanato hasta hacer vibrar los vitrales del claustro de cristal.

—Según reza el Apocalipsis de san Juan: «Quien tenga oídos, oiga: al que quede vencedor, no le alcanzará ningún daño de la segunda muerte».

83

Cuando volvió a entrar en el interior del claustro de cristal, el cardenal Münch sintió con mayor intensidad su propio desasosiego. «Debo seguir intentándolo. Si es cierto que Grieg se encuentra en este lugar, nunca volveré a tener una oportunidad como ésta», pensó experimentando una mezcolanza de sentimientos encontrados, entre los que predominaban la vehemencia y el anhelo.

De nuevo su voz se adueñó del silencio.

—Constato, señor Grieg, que tiene la sangre fría y que las riquezas no parecen tentarle demasiado —el cardenal Münch extrajo de su sotana una caja de fósforos de madera, encendió la vela situada en el centro de la mesa circular y a continuación apagó la linterna—, pero a los hombres les atenazan las debilidades… Muy pocos son los que no se sienten desbordados por alguno de los siete pecados capitales. Ya Pieter Brueghel los representó en la cara de los humildes campesinos, mucho antes de pintar
La torre de Babel.
¿Lo sabía, señor Grieg?

El cardenal, cambiando de estrategia, había adoptado el tono conciliador de quien se dirige a alguien con el afán de contemporizar, en tanto la luz de la vela lo envolvía en una tenue burbuja de luz que pugnaba inútilmente por encender los vitrales del pequeño claustro de cristal.

—Quizás usted, señor Grieg, pueda no caer en la tentación de algunos pecados, pero seguro que le resultará muy difícil no pecar en alguno de ellos. Veamos…, probemos con el pecado capital de la ira. —Münch había adoptado las maneras y la gesticulación de un actor que estuviera representando un monólogo sobre el escenario: hablaba en tanto daba vueltas muy lentamente alrededor de la mesa circular—. Si decide por fin salir a mi encuentro, le puedo dar información de primera mano concerniente a Eusebio Parra, al que quizás usted conozca más como Dos Cruces.

La débil luz de las farolas situadas alrededor del ábside de la catedral mostraba un grupo de gárgolas que parecía asistir ausente a la representación del cardenal, que durante unos segundos interrumpió su discurso, para tratar de escuchar unas palabras que no llegaron a romper el silencio.

—Compruebo que es capaz de controlar los pecados capitales de la avaricia y de la ira. Lo intentaré en esta ocasión con la lujuria. Si da señales de vida, señor Grieg, puedo indicarle en detalle cuál es el paradero de Catherine Raynal.

Fedor Münch hizo una pausa en un afán de escudriñar el silencio.

Durante largos segundos no se oyó ningún sonido, pero de improviso, el vitral de las Milicias Celestiales con las diecisiete mujeres-ángeles se iluminó intensamente.

El cardenal, tras retroceder instintivamente algunos pasos, se dirigió de inmediato hacia las dos puertas del claustro que aún permanecían cerradas y las abrió por completo desde el interior, en un intento de averiguar de dónde provenía aquella repentina luz.

Se encontró con una vieja linterna de petaca; al tratar de recogerla del suelo se apagó. Cuando el cardenal volvió a levantar la cabeza, vio la figura de un hombre situado al otro extremo del claustro con medio rostro débilmente iluminado por la titilante luz de la vela.

—¿Dónde está Catherine? —preguntó Grieg.

—Hablaremos muy pronto del tema… —contestó el cardenal, que se sintió eufórico, aunque no lo manifestó exteriormente, al comprobar que sus conjeturas eran acertadas—, pero hay un orden de prioridades. Disponemos de muy poco tiempo.

Los dos hombres, frente a frente, se encontraban situados fuera del claustro de cristal, en tanto la mortecina luz de la vela confería a las figuras representadas en las vidrieras una presencia tenebrosa.

—Usted, señor Grieg, ha roto las reglas y me ha comprometido dramáticamente. Vamos a entrar en esta sala, pero debo advertirle de que únicamente uno de los dos saldrá con vida de ella.

Grieg, aún sin estar de acuerdo con las palabras del cardenal, prefirió guardar silencio para no perder la concentración.

—Muy importante ha de ser este «peón» —dijo Grieg, refiriéndose metafóricamente a él mismo— para que un «alfil» tan bien colocado en el tablero haga un movimiento tan arriesgado.

El cardenal Münch sonrió lacónicamente.

—Veo que le gusta el ajedrez y que conoce el simbolismo de los trebejos, pero ya estoy convenientemente apercibido acerca de que una de sus mejores armas consiste en minusvalorarse. Digamos que usted es un caballo que salta por encima de las piezas y de los escenarios inesperadamente y según su propia conveniencia. Dígame, ¿cómo llegó a saber que este lugar era el enclave final del recorrido que le tenía trazado?

—¿Y usted cómo supo que me encontraría aquí? —repuso de inmediato Grieg.

—La extraordinaria misión que tengo encomendada tiene que vadear cualquier escollo que surja durante la singladura.

—¿Qué clase de misión?

—Deseo zanjar definitivamente un asunto mal cerrado para la Iglesia durante siglos… —mientras el cardenal hablaba, Grieg se fijó en los destellos dorados de la gran cruz de oro que llevaba pendida del cuello, y no pudo dejar de pensar, apesadumbrado, en el inesperado y trascendental giro que había dado su vida en un solo día—, pero recuerde que cuando entremos en el acristalamiento, únicamente uno de los dos saldrá de él con vida; el otro acabará dentro de ese ataúd.

Fedor Münch señaló el féretro situado a su izquierda a muy escasos metros de él.

—Eso no es ningún trato ventajoso —especificó Grieg, que reflexionó muy seriamente en las últimas palabras del cardenal—. Olvida que ese ataúd lleva mis iniciales.

—Usted me ha colocado en una posición muy delicada, señor Grieg. Yo acabo de dar el paso definitivo —dijo Münch, penetrando en el claustro de cristal—, y espero que usted también lo haga y se siente a negociar conmigo en esta mesa.

—La frase de que «uno de los dos saldrá vivo del acristalamiento» no es pertinente, porque yo no pienso matarle.

—Uno de los dos se quitará la vida. O usted o yo.

—Tampoco es una frase apropiada, porque yo no pienso quitarme la vida.

—Existen otras opciones —dijo el cardenal, juntando y separando repetidamente las yemas de sus diez dedos—, quizás el que se quite la vida sea yo… O quizás le convenza para que se la quite usted mismo.

—¿Convencerme de que me quite la vida?

—Tal vez sea la mejor salida. Juguemos, utilizando el símil que usted ha empleado con anterioridad, una partida de ajedrez. Evaluemos cuántos elementos tiene en su poder que yo estoy interesado en recuperar.

—¿Quién me dice a mí que esa partida no está apañada de antemano?

—Si lo dice por mí, le aseguro que no es así… Fije sus reglas y escoja la parte del tablero que más le plazca —dijo Münch muy serio, en tanto señalaba hacia la mesa circular.

—Yo no veo ningún tablero, cardenal.

—Le dejé escapar en el templo de la Sagrada Familia. Yo le salvé. Le entregué una carta donde tenía la posibilidad de renunciar a los elementos que retiene, con absolutas garantías, tanto de seguridad personal como de total confidencialidad. Pero no sólo no me atendió, sino que sigo sin comprender cómo llegó hasta aquí.

—Una persona me dijo esta noche que «nadie lo sabe "todo" de "todo", excepto Él», y usted ya debería saber eso, cardenal.

—No le comprendo muy bien.

—Usted nunca me hubiera dejado en libertad, a no ser porque ésa fuese su conveniencia —sospechó Grieg—. Usted, cardenal, se apoderó del cartulario «vacío» y del reloj de Perrenot, e hizo creer que me había arrebatado la Chartham para el bien de la Iglesia, pero, en realidad, sus intenciones son muchísimo más inconfesables.

Fedor Münch taladró con la mirada a Gabriel Grieg.

—Estamos dirimiendo una cuestión que le desborda ampliamente, señor Grieg, pero le veo perfectamente capacitado para comprender que ha llegado el momento de la negociación.

El cardenal extrajo de la maleta de piel negra que Grieg ya conocía una vieja caja cuadrada y plana repujada con piel y, tras romper un lacre, extrajo de ella el cartapacio vacío de la Chartham.

—El trato que le propongo es que usted reponga lo que falta —dijo Münch.

—Suponiendo que yo tuviera eso que usted dice, ¿qué tendría que ganar?

—Quizá yo estuviese dispuesto a morir y asegurarle la exclusión definitiva de todo este asunto, así como la estabilidad económica durante toda su vida. Nadie sabría nada de usted.

El cardenal Münch se acercó a la mesa circular y se sentó en la silla que tenía labrada en el respaldo una gacela en actitud de salto. Extrajo de la maleta un pergamino y se quitó de modo ceremonioso su anillo cardenalicio de oro.

—Estoy autorizado a extenderle un documento que le exonerará de toda responsabilidad. Su vida volverá a la más absoluta normalidad… Y para compensarle por las «molestias» y, por qué no decirlo, por los servicios prestados, estoy dispuesto a darle… —Münch hizo una pausa valorativa— a cambio un tesoro.

—Le recuerdo que aún no me ha dicho dónde está Catherine y qué ha sido de Dos Cruces —le replicó Grieg de inmediato desde fuera del claustro de cristal.

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