El alfabeto de Babel (75 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Gabriel Grieg empezó a caminar con un pensamiento sobrecogedor que se apoderaba de su mente. «Creo que empiezo a comprenderlo todo.» Le estremecía pensar qué hubiera podido suceder si no se hubiese producido el episodio del ratónenlo, que había trastocado por completo la situación.

«Me espera un largo día por delante antes de que anochezca.»

95

La noche teñía de negro el cielo de Barcelona desde hacía cuatro horas.

Desde que despertó entre los brazos del ángel de piedra, Gabriel Grieg había empleado casi todo el día en esclarecer el misterio de la desaparición como «por arte de magia» de la religiosa y en analizar profundamente los sumarios que contenía la valija del cardenal Fedor Münch, además de en estudiar muy aplicadamente la documentación adjunta que portaba la Chartham.

Y se encontraba, ya, en disposición de abordar el trayecto a pie más trascendental de su vida.

Lo había meditado profundamente.

Lo tenía absolutamente decidido.

Conocía muy bien la trascendencia de los objetos que estaban en el interior de la vieja maleta de piel que transportaba en su bolsa. Conocía el valor intrínseco del secreto que encerraban y la tremenda responsabilidad que implicaba tenerlos bajo su poder.

Había comprendido, incuestionablemente, y de un modo absoluto, que aquellos elementos, aun formando parte de su historia personal, no le pertenecían.

No pensaba, ni siquiera remotamente, lucrarse con ellos, y tampoco estaba dispuesto a entregárselos a nadie, quien quiera que fuese, y asumir los hechos que pudieran derivarse de su mal uso.

«Únicamente soy un "consignatario temporal" y me dispongo a depositar la maleta negra en el lugar más apropiado. Debo andarme con mucho ojo… Si me alejo, aunque sea un milímetro, de este presentimiento… —se dijo, en tanto cerraba la puerta del Mini Cooper y observaba de soslayo uno de los esqueletos serigrafiados sobre el lateral del coche que intentaba alcanzar el tesoro— me temo que acabaré como ese montón de huesos.»

Se dirigía a una pequeña capilla, a la que los acontecimientos situaban siempre en el final del camino, de igual manera que si una obstinada y poderosísima fuerza atrajera hacia ella todo cuanto tuviese que ver con la Chartham.

Ese enclave no era otro que la pequeña capilla de San Cristóbal del Regomir, erigida sobre los antiguos restos de la vieja muralla romana que protegía la ciudad.

Grieg había aparcado el coche en un callejón junto al Museo de Arte Contemporáneo, el MACBA, con la intención de evitar acceder a la capilla por la zona de la Via Laietana, mucho más concurrida. Eran casi las doce de la noche. Las estrechas calles por las que transitaba aparecían solitarias y brillantes a causa de la amarillenta luz de las farolas y de la fina capa de agua que la lluvia dejaba caer silenciosamente sobre el asfalto.

Grieg caminaba decidido a hacer lo que debía. Lo hacía pensando en Catherine y en su misteriosa visita, de la que ya habían transcurrido cincuenta horas.

«En tan sólo cincuenta horas he llegado a conocer secretos vaticanos, me he visto obligado a entrar en cementerios y en casas en ruinas, he sido sepultado en vida y hasta he creído estar muerto y estar escuchando la voz de Dios. ¡En sólo cincuenta horas! He comprobado, asombrado, cómo una planta parecía proteger, hasta el extremo de ocultar en su interior, la maleta que contenía la Chartham y el pie de Tiziano. He averiguado qué fue de la piedra que le robaron a un niño y que quedó sumergida en el fondo de un tonel durante… ¡treinta años! Y hasta me he visto obligado a profanar mi propia tumba. ¡Sólo en cincuenta horas!»

Había vivido demasiadas situaciones extremas en un muy corto espacio de tiempo. En esos precisos momentos, se dirigía hacia una pequeña capilla tan minúscula que ni siquiera él, que había pasado centenares de veces por delante de su portón, había visitado jamás, ya que siempre permanecía cerrada tras un grueso enrejado.

Allí se había encontrado casualmente la Chartham, pero la poderosa y atávica fuerza que impulsaba a Grieg hacia la capilla escondía un motivo sorprendente y conmovedor, porque en esa capilla y junto a la muralla a la que estaba adosada, se había producido un cruce múltiple de sucesos que Grieg llegó a deducir tras haber estudiado a fondo la documentación que llevaba adjunta la Chartham.

Gabriel Grieg había asumido que los objetos que transportaba en su bolsa habían sido muy codiciados por soberanos y herederos, por prelados y Sumos Pontífices, pero a él únicamente le producían una desasosegadora intranquilidad, ya que percibía en aquellos objetos que transportaba en su bolsa una fuerza en la que jamás había reparado, a pesar de que su trabajo le obligaba a estar en permanente contacto con centros de espiritualidad místicos.

«Estoy completamente seguro de que el monje, al lado de cuyos restos mortales estuve a punto de morir en el pudridero de la cripta de Just i Pastor, y que portaba el códex que indicaba el lugar donde se escondía la Chartham, se dirigía hacia el mismo lugar hacia el que yo me dirijo ahora; sin embargo, algún suceso —pensó Grieg, que recordó el modo en que su
padrí
había encontrado también la Chartham, tras un desgraciado accidente de tranvía— impidió que alcanzara su destino, y al ver que no podía llegar, dejó en testamento sacramental el códex. El monje, bajando la guardia, cometió un error y lo pagó con la vida.»

Pensó que debía tranquilizarse. No le iba a suceder nada; él no iba a apoderarse de la Chartham, sino a retornarla a su lugar. Un lugar que únicamente «aquel que vuelva a atar todos los cabos» sería capaz de descubrir.

Descendió por la calle deis Ángels hasta confluir con la calle del Carme, y se dirigió hacia las Ramblas pasando por delante de la iglesia de Betlem.

Un potente rayo iluminó completamente la estatua de San Ignacio de Loyola, representado con una mano extendida hacia el cielo y la mirada perdida en las alturas, que destacaba sobre la portada de la iglesia de Betlem.

Durante unos segundos, Grieg se quedó mirando la estatua del santo mientras seguía caminando, sin poder apartar sus pensamientos del confesionario del cementerio de Montjuic y de las revelaciones de las que fue testigo privilegiado en la capilla-mausoleo…

De pronto, un fuerte sonido, que retumbó en su cabeza como si fuese el horrísono aullido de un terrible animal herido a escasos metros de donde él se encontraba, le detuvo en seco.

Cuando giró la cabeza, pudo ver un perro sin orejas ni rabo, con el morro completamente rapado y que tenía el pelo del cuerpo arrancado a tiras. El perro estaba pintado con colores muy vivos de tonalidades rojizas; alrededor de su poderoso cuello lucía un terrorífico collar de clavos afilados y tenía escrito sobre su lomo una palabra que Grieg reconoció de inmediato: «Kaniche».

El enorme perro estaba quieto en la acera de las Ramblas, junto al bordillo, y le miraba fijamente.

Justo en el momento en que el perro ladró, en el segundo exacto, Grieg se detuvo en seco. De no haber sido así, hubiese llegado a bajar a la calzada, ya que se había despistado momentáneamente, girando la cabeza hacia la fachada de la iglesia de Betlem mientras continuaba caminando. En ese preciso instante, dos motos de gran cilindrada, que estaban enzarzadas en una absurda y temeraria carrera por la ciudad, pasaron a toda velocidad en dirección hacia el teatro del Liceo.

Las motos, sin duda alguna, habrían chocado mortalmente con Gabriel Grieg si providencialmente aquel ladrido no le hubiese detenido en seco.

Grieg se dio completa cuenta de ello.

El rottweiler se quedó completamente quieto, mirando fijamente a Grieg, que sostuvo su mirada de igual manera que lo había hecho en el cementerio de Poblé Nou la noche anterior, cuando la situación era crítica tanto para él como para Catherine.

El rottweiler, que estaba quieto junto al bordillo, tenía los ojos negros y en el fondo de sus pupilas brillaba una luz.

Una luz prodigiosa.

Una luz de color azabache que producía los mismos destellos irisados y multicolores que refleja el carbón.

Una chica que llevaba puestas unas vestimentas muy ajadas de color negro, de las que pendían largas guedejas, que tenía las ojeras coloreadas en tonos muy encendidos y unas desmedidas botas de cuero llenas de hebillas, se separó del grupo al que pertenecía, que se alejaba Ramblas abajo, y se puso a gritar enérgicamente.


¡Kaniche! ¡Kaniche! ¡Esfrai! ¡Esfrai!

A Gabriel Grieg no le dio tiempo de recriminarse la falta de atención y el error que había cometido al perder la concentración, ya que al mirar cómo se alejaba el perro, escuchó una música que provenía del interior de un carrito de supermercado que tenía en su interior un viejo aparato de casete que él conocía bien.

Sonaba la
Obertura de caballería ligera,
de Franz von Suppé; junto al carro y apoyado en la pared, estaba sentado en el suelo el mendigo pelirrojo que le había advertido del peligro que se le venía encima, la noche anterior en la catedral, haciendo sonar la música a todo volumen.

El mendigo no había reparado en la presencia de Grieg, ya que su estado de embriaguez lo tenía absolutamente abatido.

Grieg se acercó hacia el mendigo pelirrojo y se acuclilló delante de él; el tipo, impertérrito e inexpresivo, no paraba de dibujar, de un modo febril y obsesivo, con un lápiz sobre las hojas de unos diarios.

Grieg percibió el intensísimo olor a anís y vio la botella casi vacía que estaba junto al carrito de supermercado.

—Perdona que anoche no te tratara con consideración —dijo Grieg, en tanto el mendigo levantaba lentamente la cabeza—. Sé que tuviste problemas graves por avisarme poniendo a todo volumen la música del coro de
Nabucco.
Me avisaste y quiero agradecértelo.

El hombre pelirrojo lo miró sin saber exactamente a qué se refería.

—Te dije que «silbases la melodía» —continuó Grieg—, y ahora me doy cuenta de que fue una falta de consideración hacia ti. Por eso quiero pedirte perdón.

El mendigo sonrió, aunque no tenía el control total del movimiento de sus labios.

—Si hoy hubiese bebido solamente vino —masculló el pelirrojo—, quizás ahora mismo sabría de qué demonios me estás hablando, pero hace horas que «voy de anís», y con la bebida dulce siempre me da por ponerme visionario. ¡Si tú supieras las imágenes que estoy viendo ahora mismo! ¡Si fuese capaz de poder expresarte las visiones que estoy teniendo! —dijo con voz quebradiza el mendigo—. ¡Te quedarías de piedra!

Grieg tomó entre sus manos unas hojas de diario que el pelirrojo iba lanzando al suelo a medida que trataba de dibujar a toda velocidad las «imágenes que veía»; apenas pasaban de ser obsesivos garabatos.

Se sorprendió porque resultaba verdaderamente difícil tratar de interpretar aquellas extrañas figuras, pero llegó a deducir, por las formas redondeadas y por estar agrupadas de cuatro en cuatro y atravesadas por líneas que simulaban radios que partían de un eje junto a un cuadrado, que se trataba de carretas o de carromatos que corrían impulsados por unas extrañas formas que sugerían las siluetas de muchos caballos que se dirigían, de modo indefectible, hacia una persona.

Creyó que aquel hombre estaba teniendo un verdadero ataque de delirio, e incluso sabiendo lo que llevaba en la bolsa, pensó en ayudarle.

Pero había algo en todo aquello que le sobrecogía.

Pensó que si los guardaespaldas, la noche anterior, se lo habían llevado, quizá conociera una información que podría resultarle muy útil.

—¿Llegaste a ver a Dos Cruces anoche? —preguntó Grieg.

—¡Olvídate de él! —masculló el mendigo, haciendo un desmedido aspaviento—. ¡Aléjate de todos nosotros! Tú no eres de los nuestros, pero si te acercas mucho, al final te caerás… Je, Je… ¡Sí que lo vi! —dijo, dando un cambio a su expresión; una sonrisa maquiavélica apareció en su rostro—. Je, je, ¡le habían dado tal somanta de palos que estaba más fino que un guante de señorita! ¡Claro que lo vi! —El mendigo sonrió de nuevo en tanto la música de la
Obertura de caballería ligera
continuaba sonando—. Je, Je… ¡Le habían dado «la del pulpo»!

—Creo que deberías decirme…

—¿Quieres un consejo? —le interrumpió el mendigo, que dio un brusco manotazo al aire; desprendía alcohol puro en la saliva, que salía proyectada a gran velocidad mientras hablaba—. ¿Quieres un consejo? Es gratis, no te lo voy a cobrar, aunque no me vendrían nada mal unos cuantos pavos. Olvídate de él. Métete en la quijotera que en esta puta obra de teatro barato que es la vida a unos les toca hacer de «buenos», aunque, en realidad…, no lo son tanto, y a otros, de «peores». Te lo digo yo, al puto cabrón de Dos Cruces le habían dado tal somanta de palos los tipejos de los trajes que lo habían dejado más fino que una estera. Je, Je, el muy cabrón… —continuó el mendigo, mientras que, sentado en la acera como estaba, parecía balancearse sobre sí mismo—, lo vi tirado en el suelo del callejón del Paraíso. ¿Paraíso? ¡Menudo Paraíso! Je, Je. ¡Hasta casi me dio pena! ¡Imagínate en el lío en que andaría! ¿Quieres un consejo? Es gratis, aunque no me vendrían nada mal unos pavos. ¡Olvídate de él inmediatamente! No te rebajes… La ira, la venganza en frío sólo conduce a ésta —el mendigo señaló vagamente la botella de anís casi vacía—, y a que acaben partiéndote la cara. ¡Mira toda esa gente! —proclamó con los brazos abiertos dirigidos hacia las Ramblas—. Nadie se entera de nada, y los que nos damos cuenta somos el que toma y cuatro más, y ¡fíjate cómo hemos acabado!

—¿Llegaste a verlo de cerca? —preguntó Grieg con los ojos encendidos.

—Sí. Oye, por cierto, no tendrás alguna botellita buena. Las de anoche…, a los cabrones que me arrastraron hasta el puto callejón del Paraíso, no les dio tiempo a chorrármelas, porque ya me las había ventilado… Je, je —rio tristemente el mendigo, que parecía haber recuperado la memoria de nuevo—, el Rioja estaba muy cabal. Sí que lo vi, y te voy a hacer un favor, lo vi, y aunque aún movía las alitas, te diré que está… muerto… ¡Caput! ¿Me oyes?

»¡Olvídate de él! ¡No caigas en el error en el que hemos caído tantos! —El mendigo pelirrojo apuró de un trago el resto de la botella de anís—. No lo atraparás nunca. ¿Me oyes? ¡Nunca! ¿Sabes por qué? Porque es el Cuervo, siempre hay «cuervos» que malgastan sus vidas y arruinan su propio destino, protegiendo tesoros cuyo valor desconocen ellos mismos. Y si vas tras de un cuervo…, te puede pasar como a mí: el mundo, sin saber exactamente por qué, se te pone en contra. No hay forma de atrapar a un cuervo, a no ser que lo cacen otros cuervos. ¡Olvídate de Dos Cruces: los hombres de los trajes negros, los grandes cuervos, le sacaron los ojos! ¡Lo mataron en las mismas puertas de la calle Paraíso!

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