El alfabeto de Babel (78 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Gabriel Grieg intuyó que, en realidad, la jugada maestra de la religiosa y sobre todo del cardenal Münch, una vez que se percataron de que el cartulario «estaba vacío», consistió en reunirle, mediante argucias, con Catherine en la Sagrada Familia para hacer creer a los que estaban «dando el golpe de mano» dentro de la Iglesia que les habían arrebatado la Chartham a los que lograron descubrirla, es decir, a ellos dos, cuando, en realidad, el cartulario lo llevaba encima el cardenal, pues la profesa se lo había dado.

Se había producido un nudo gordiano.

La clave del problema, para Grieg, consistía en saber si Catherine formaba parte de aquella trama o si, en realidad, había sido manipulada, hasta tal punto que ella también podía llegar a pensar que él formaba parte de la confabulación organizada por el cardenal Münch y por la religiosa.

Los dos se quedaron pensativos, mirándose fijamente a los ojos.

—Quiero que sepas algo que he averiguado hoy mismo —murmuró Catherine, acercándose a Grieg—. He sabido que mi infancia, al igual que la tuya, está relacionada con este pasaje. Todo ocurrió antes de que me fuese a vivir a Francia, a los cinco años, cuando fui adoptada por los que considero mis padres, que son propietarios de una gran mansión junto al palacio Granvelle en Besançon.

—Lo sé —dijo Grieg.

—Desconozco si algún día podré llegar a descubrirlo todo, pero atisbo que se trata de una historia muy turbia. —Catherine se mordió levemente el nudillo del dedo pulgar, mientras parecía meditar sobre unas vivencias que se difuminaban en su mente—. Sé que la religiosa que habló contigo en la Gran Via está relacionada con mi pasado más remoto; y créeme, aunque no puedas entenderlo, ese pasado está íntimamente relacionado con la mujer que, como un espectro, nos ayudó a encontrar el pequeño dragón de madera en el coro de la catedral… Es como una pesadilla de la que quisiera despertar, pero al mismo tiempo siento que son mis orígenes y me gustaría que me ayudases a desentrañar este misterio.

Se produjo un intenso silencio en el que ambos parecieron sumirse de lleno de un modo voluntario.

—He sabido que mi infancia —continuó Catherine— está íntimamente relacionada con este pasaje.

—Lo sé —reveló Grieg, poniendo ante sus ojos la fotografía que ya le exhibió con anterioridad en la Sagrada Familia. En esta ocasión, lo hizo mostrándole la totalidad de la imagen. En ella podían verse en primer plano a dos niños; eran ellos mismos montados en la moto con sidecar de un tiovivo.

Se trataba de la instantánea que le había proporcionado la religiosa en la Gran Via, junto al encendedor y las cuerdas, y que se encontraba en el interior de la maleta negra de piel.

La imagen pertenecía a la misma sesión fotográfica de la que también formaba parte otra que «Grieg tomó subrepticiamente prestada» de la finca del pasaje Permanyer, mientras conversaba animadamente con la anciana propietaria de la casa, la noche previa.

Las dos fotografías eran complemento de una tercera: la que le proporcionó el taxista en el cementerio de Montjuic. Al juntar las tres imágenes, componían de un modo endemoniado una «visión holográfica» del tiovivo y de los personajes que formaban parte de aquella nebulosa historia, de la que ellos mismos, sin tener conocimiento completo de ello, también eran partícipes.

—He sabido cosas —dijo abatida Catherine— que quisiera contarte con calma una vez hayamos descansado. Informaciones acerca de mi origen y de nuestra infancia en el pasaje, cosas que también te incumben a ti.

Gabriel Grieg ya conocía parcialmente la historia, pero habían sido tantos los acontecimientos de los últimos dos días que no podía concentrarse, a causa del torrente de situaciones y de personajes que acudían a su mente.

«¿Quién era la mujer rubia que vi en la catedral?», se preguntó mientras escrutaba el delicado rostro de Catherine y trataba de leer en sus ojos la veracidad de sus palabras. «¿Aquella mujer rubia tiene algo que ver en esta historia? ¿Es alguien ajeno o está directamente implicada?» Gabriel Grieg sabía que su incertidumbre era una consecuencia lógica de una decisión que había asumido cuando escogió continuar sosteniendo las gárgolas de porexpán para no ser descubierto en el
thesaurus;
cuando decidió no dejarlas caer al suelo para ver el misterioso rostro de aquella rubia.

Catherine se puso delante de él y lo miró con los ojos enrojecidos.

Inmediatamente, acudió a la mente de Grieg la extraña historia que le contó el alto y corpulento vigilante cuando le abrió la puerta de la catedral que se aboca a la diminuta Plaça de Sant Iu, poco después de haber sabido de la reunión que habían mantenido el cardenal, doña Urraca, la «religiosa», el taxista y la misteriosa rubia.

Recordó que, en un tono jocoso y disimulando, le preguntó al guardián si había podido averiguar algo acerca de la vida de la mujer que iba uniendo los objetos de una manera obsesiva en el interior de la catedral; de esa mujer que conocía de un modo exhaustivo la basílica.

El guardián le había contado algo acerca de doña Urraca:

—Cuentan…, aunque estas cosas siempre es mejor no tomárselas al pie de la letra, y se lo dice un lector empedernido de novelas de misterio al que le gusta que el autor no se vaya por las ramas cincuenta páginas para explicarte cómo el protagonista pela una naranja… En fin, iré directamente al grano. Bueno…, como le decía, cuentan que doña Urraca, ya sabe que la pobre está… —el guardián dibujó un círculo en el aire con su dedo índice apuntando a la sien—, tuvo dos hijas en un mismo parto, pero, tras el alumbramiento, le hicieron creer que sólo había parido una. Dicen, aunque yo no me creo esa vieja historia, ya le explicaré más tarde el motivo, que raptaron a una de sus hijas para instruirla para una causa trascendental. Por lo visto —el vigilante se acercó aún más a Grieg—, algo íntimamente relacionado con una monja, o algo así, que era la consejera espiritual de una ricachona viuda, de las muy beatas, se lo dice uno que entiende mucho de eso, de las de comunión diaria y que están al corriente de todos los temas del Vaticano, una que residía en una lujosa finca de uno de esos pasajes finolis que hay en el Ensanche. En fin, la madre, es decir, doña Urraca, tras el parto, poco a poco fue volviéndose loca…

—¿Por qué? —preguntó Grieg en un tono de voz impostado, para que el gigante no detectase su inquietud y su interés.

—A la pobre le dio por pasarse todo el día en la catedral rezando por el esclarecimiento del caso de su hija, en el que nadie parecía creer. Sólo Dios sabe por qué le dio por asociar de un modo compulsivo todos los objetos idénticos que encontraba en la catedral, pensando angustiosamente en la hija que le raptaron… Y su marido, que aunque al principio no acabó de creer aquella triste historia, siempre se quedó «con la mosca detrás de la oreja», porque nunca llegó a saber lo que realmente sucedió en aquella finca a la que le condujeron sus averiguaciones… Aunque yo no me creo nada de eso, ¿sabe por qué, señor Grieg? —preguntó el gigantón con la mano apoyada sobre el picaporte del portón de la catedral—. No me lo creo por una razón muy sencilla: dicen que la trascendental causa por la que le raptaron a la hija de doña Urraca fue para prepararla para ser… una jesuitesa. ¡Escúcheme bien! ¡Jesuitesa! ¡Menuda locura! Todo el mundo sabe que las jesuitesas no existen.

98

Mientras Gabriel Grieg enroscaba fuertemente con la mano el alambre que fijaba la oxidada cerca que clausuraba la finca del Passatge de Permanyer, que pronto sería demolida, empezó a llover.

Catherine corrió hasta refugiarse bajo un elevado y espeso matorral de mimosas, que se abocaba por encima de la reja de otra de las fincas, en tanto le recriminaba de un modo ocurrente que no perdiese el tiempo en un asunto tan baladí.

La imagen que ofrecía Catherine Raynal bajo la vaporosa luz de las farolas y que la lluvia perlaba en forma de brillantes gotas que resbalaban sobre las mimosas que la cobijaban de la lluvia, al tiempo que ella movía las manos, invitándole con los brazos abiertos a que se acercara para que no se mojara, provocó en Grieg un sentimiento conmovedor.

No sólo sabía que estaba vivo gracias a aquella mujer, ya que le había salvado la vida al impedir que se asfixiase en el interior del sepulcro de piedra de la cripta de Just i Pastor, sino que además le resultaba muy estimulante diseccionar junto a ella ese leve desapego que siempre tiene la vida para con uno y que resulta tan difícil de subsanar.

Tenerla al lado, al margen de los sentimientos que ella le inspiraba, implicaba la inmensa suerte de contar con la persona que extramuros de Roma sabía más del tema que había de marcar su vida para siempre.

La imagen de Catherine con los brazos abiertos y con una amplia sonrisa en el rostro, invitándole a cobijarse bajo las mimosas antes de que acabase por mojarse, le hizo revivir durante un instante algunos momentos de las últimas cincuenta y seis horas, desde que ella irrumpió, como un ciclón, en su vida.

Viéndola sonreír, con los brazos abiertos a modo de invitación para que se cobijara de la lluvia bajo las mimosas, Grieg no sólo grabó de un modo indeleble aquella escena en su memoria, sino que volvió a sentir durante una décima de segundo la esencia del sublime pensamiento que le había provocado el pequeño ratón en el cementerio, el insondable misterio que brillaba en el fondo de los ojos del rottweiler, donde latía una misteriosa luz negra con destellos multicolores e iridiscentes, e incluso la esencia del recuerdo de verse a sí mismo pisando la tierra removida, la misma tierra en la que jugaba de niño a desenterrar cofres rebosantes de oro y piedras preciosas, y donde aquella misma noche había sepultado para siempre su viejo ejemplar de
La isla del Tesoro.

A él mismo le resultaba muy difícil delimitar a un solo vocablo todos aquellos sentimientos, y debido a que finalmente lo intuyó prefirió acercarse hacia ella con la excusa de guarecerse de la lluvia.

Pero además, de un modo enigmático, aquella forma de mover los brazos que tenía Catherine le recordaba algo que su mente no era capaz de concretar exactamente…

Había algo más.

Una palabra acudió con la velocidad del rayo a su memoria: «Tesoro».

—En toda esta historia falta el «tesoro», ¿no crees? —exclamó Grieg, tras cobijarse de la lluvia bajo las mimosas y mirando fijamente los ojos azules de Catherine.

—¿Cómo? ¿A qué tesoro te refieres? —se sorprendió una sonriente Catherine.

—¿No crees que en esta historia falta el tesoro?

—Pero ¿a qué tesoro te refieres? ¿A bienes materiales? ¿A sacas llenas de doblones de oro? —preguntó, y sonrió mientras simulaba pesar con las manos unas imaginarias sacas llenas de monedas de oro; de nuevo giró las palmas de la manos hacia arriba, como si sostuviese una imaginaria caja en las manos.

En ese preciso momento, Grieg pudo ver con claridad lo que hasta entonces únicamente era una abstracta y difuminada intuición.

La posición que adoptó Catherine con las dos manos le hizo recordar algo que había sucedido hacía apenas media hora, cuando él se quedó estupefacto con la caja repujada de cuero en las manos y sobre la tierra removida donde acababa de enterrar el ejemplar de
La isla del Tesoro.

—¡La caja, Catherine! ¡La caja! —exclamó Grieg con euforia.

—Pero ¿qué dices? —sonrió Catherine, desconcertada—. ¿A qué caja te refieres?

—A la caja de cuero repujado. ¿No lo comprendes?

—Francamente, no.

Grieg, mientras Catherine le sostenía la bolsa con las dos manos, extrajo la caja aplanada que llevaba en su valija el cardenal Münch; la analizó pormenorizadamente desde el exterior.

Su pulso se aceleró cuando, en un extremo del estuche y casi imperceptible por el pequeño tamaño de las letras y por el desgaste del cuero, comprobó que allí figuraban unas letras que le resultaban muy conocidas:

J.A.P.P.B.

—Fíjate, aquí hay cinco iniciales que no corresponden a Julia Augusta Paterna Faventia Barcino, sino a… ¡Jerónimo Cock, Antonio Perrenot y Pieter Brueghel! ¿Comprendes, Catherine?

—Sé a lo que te estás refiriendo, pero ahora mismo no entiendo… qué tienen que ver esas iniciales con un tesoro —preguntó Catherine, que se encogió de hombros.

—Esta caja es un estuche muy especial —aclaró Grieg, al tiempo que trataba de recordar a toda velocidad la documentación de la Chartham que había estado estudiando profusamente durante gran parte del día anterior—. Ésta es la caja que portaba el monje que estaba en el pudridero junto al que estuve a punto de morir. ¡Estoy seguro!

—Me parece que te estás precipitando, Gabriel —observó Catherine, que volvió a sonreír con una picara sonrisa de incredulidad.

Grieg intuyó que la caja que tuvo el cardenal era una de «las pruebas» que le había proporcionado la religiosa para convencerle de que estaba tras la pista de la Chartham y que había conseguido tras una paciente y metódica investigación por las iglesias de Barcelona, en especial las de Sant Felip Neri, Just i Pastor y San Cristóbal del Regomir.

Aquella caja, acababa de darse cuenta en aquel momento, tenía unas dimensiones un poco mayores que el cartapacio; además, el repujado de la piel, aunque ajado por el uso y el transcurso del tiempo, mostraba el mismo esmerado acabado que el del cartulario que contenía la Chartham.

Un nombre acudió inmediatamente a la mente de Grieg: Jerónimo Cock.

El metódico y astuto marchante de arte de A los Cuatro Vientos.

Grieg concluyó, de un modo intuitivo, que la caja era la misma que contenía la Chartham cuando Cock se la presentó a Antonio Perrenot de Granvela; la misma que el monje que estaba enterrado en Just i Pastor encontró en algún lugar de Europa.

Un presentimiento sobrecogedor acudió a su mente.

«Esta caja podría ser el indicio definitivo que condujo al monje, casi con toda seguridad un jesuita, hasta Barcelona en busca de la Chartham.» Pero el monje no cayó en la cuenta de que Perrenot podría haber ocultado en ella toda obra de arte de Pieter Brueghel que fuese de su propiedad y que estuviera relacionada con ¡la torre de Babel! «No puede ser», se dijo antes de extraer su pequeña navaja con cachas de nácar.

—Pero ¿qué haces? —preguntó Catherine, sorprendida—. ¡No irás a romper la caja…!

A Catherine no le dio tiempo de acabar la frase.

Su rostro se iluminó como si acabara de ver el más preciado de los tesoros.

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