El alfabeto de Babel (76 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Grieg, que lo había estado escuchando con toda atención, tenía los ojos enrojecidos y comprendió que aquel tipo tenía razón. Le acababa de dar una lección muy importante. Le había hecho comprender que el odio abrasa y obceca, y que hay que procurar mantenerse alejado de él, aunque sólo sea por puro egoísmo.

—Hoy no tengo botellas, pero quizá pueda servirte esto —dijo Grieg, alargando la mano.

El mendigo abrió los ojos, sorprendido, y vio lo que le ofrecía aquel extraño desconocido, que últimamente se encontraba en los lugares más inesperados.

La sorpresa del mendigo fue mayúscula al ver que le acababan de regalar un pequeño y precioso libro que parecía un camafeo de los buenos, de los que él sabía que eran muy fáciles de vender a buen precio, engastado con piedras semipreciosas y oro. Aunque él no lo sabía, aquel libro contenía Los
consejos de san Bernardo.

Los ojos del pelirrojo se abrieron aún más al ver que el pequeño libro contenía entre sus hojas, perfectamente doblados, varios billetes de curso legal. Aquella impresión, que desbordó de asombro al hombre que estaba sentado en el suelo, no fue nada comparada con la que sintió Grieg al ver el garabato que el mendigo había pergeñado en la hoja de periódico, que había dejado inmediatamente en el suelo para recoger el libro.

En la hoja del diario podía verse el esbozo de un gigantesco perro, que de un modo insólito tenía abiertas las fauces, mostrando unos enormes y afilados dientes, y que proyectaba, a la vez, una espeluznante sonrisa que iba dirigida hacia un garabato formado por cuatro palos y un círculo, que trataban de representar las dos piernas, los dos brazos, el tronco y la cabeza de un tipo que llevaba en la mano algo extraordinariamente parecido a una maleta.

Estremecido, Grieg se levantó de inmediato, sabiendo que debía apresurarse, de igual manera que si se encontrase herido de muerte y tuviese miedo de no llegar hasta la capilla hacia la que se dirigía.

Sin mirar hacia atrás, con paso decidido y lleno de firmeza, cruzó el suelo mojado de las Ramblas y se detuvo ante la fuente de Puerta Ferrisa.

Extrajo de la bolsa el martillo, el cortafrío y la llave de la capilla del Regomir que tenía en su valija el cardenal Münch; la que hubiera utilizado él mismo si la muerte no se hubiese interpuesto fatalmente en su camino.

Sin dejar de pensar ni un solo instante en el contenido de la bolsa que llevaba en bandolera, dio un gran sorbo de agua en la fuente y se secó los labios con la palma de la mano.

El trayecto a pie que iba a realizar era de tan sólo unos centenares de metros. Apenas nada, comparado con sus recuerdos de peligrosas ascensiones hacia cumbres alpinas. Pero Gabriel Grieg ya sabía —aunque quizá, como al mendigo pelirrojo, nadie podría creerle— que se disponía a acometer una empresa en la que si no se dirigía hacia el lugar adecuado…, por increíble que pudiera parecer: perdería la vida.

Respiró profundamente y se dispuso a hacer el más trascendente y peligroso viaje de su vida: con paso firme y decidido se adentró por la calle de la Puerta Ferrisa en dirección a la capilla de San Cristóbal del Regomir.

96

Eran las dos y diez de la madrugada.

En la parte superior del porche de la finca del pasaje de Permanyer, donde Catherine y Gabriel Grieg habían desgajado el espeso tallo de adelfas que contenía en su interior la Chartham, podía oírse a alguien canturrear…

Son quince los que quieren el cofre del muerto…, oh…, oh…, oh.

El hombre que entonaba a media voz aquella vieja canción de piratas, bajo un blanquecino cielo, era Grieg. Tras llevar a buen puerto sus propósitos, había acudido hasta allí paja colocar debidamente ordenado en la caja el último de los trebejos.

Tenía suficientes motivos, lo sabía perfectamente, para estar complacido consigo mismo y cantar aquella canción de un modo jocoso, tras haber concluido con éxito la tarea de ocultar definitivamente, y en el mejor de los lugares posibles, todos los elementos de la Chartham.

El diablo y las copas ya dieron cuenta de todo.

El diablo oh…, oh…, oh. ¡Viva el Ron!

Sostenía en una de sus manos una pequeña y muy oxidada pala de jardinero, y aunque no la utilizaba —como solía imaginar de niño en aquel mismo lugar mientras veía girar la veleta con forma de navío— para desenterrar «tesoros»…, podía darse por satisfecho, porque a pesar de todas las contingencias padecidas continuaba vivo.

«¿Dónde estará Catherine?», se preguntó mientras enterraba el ajado ejemplar de
La isla del Tesoro
que había hallado en su «propio ataúd».

Gabriel Grieg deseaba acabar, definitivamente y de una vez por todas, con aquel amargo y larvado episodio de su niñez, que, aunque fuese de un modo tangencial, había atenazado toda su vida.

… setenta y cinco hombres se embarcaron

y sólo uno volvió oh…, oh…, oh…

«No he desenterrado el tesoro, como esperé hacer siempre —Grieg compactó la tierra fuertemente con las suelas de los zapatos—, pero, por lo menos, puedo cerrar definitivamente ese oscuro episodio, y de paso rescato algún perfume que ya tenía olvidado», pensó en el lugar más elevado de la azotea, desde donde podían verse los tejados de las demás fincas colindantes y las elevadas palmeras, que se recortaban contra un nublado y mortecino cielo.

Tras recorrer el estrecho corredor y bajar las empinadas escaleras, Grieg se detuvo junto a la mesa donde hacía más de treinta años su
padrí
cosió un saco de arpillera que contenía ciertos objetos a los que trató de proteger introduciendo unos esquejes de adelfa.

Aquellos esquejes acabaron transformándose en un árbol, y su cepa yacía abierta como una concha marina sobre la misma mesa.

Envuelto casi por completo por la tenue luz que llegaba desde la calle, Grieg dio el último vistazo a aquel lugar, al que durante toda su vida creyó que no regresaría jamás y del que nunca pudo olvidarse del todo.

Cogió su bolsa y atravesó el pequeño y derruido jardín caminando junto al arriate. Se introdujo en la casa y atravesó el pasillo sin detenerse a pensar en las evocadoras formas de los antiguos muebles, que, como fantasmas del pasado, se habían quedado plasmadas en las paredes.

A medio pasillo detuvo el paso.

Desde las rodillas, sintió cómo nacía un escalofrío que le recorría el cuerpo y que le dejó completamente helado.

Grieg giró bruscamente la cabeza.

Del mismo modo que si se tratase de una amenaza que surgiese del mismísimo infierno, empezó a escuchar una música que provenía del cobertizo que había salido hacía un instante.

Se trataba de una melodía.

Estaba compuesta por una sucesión de notas musicales reproducidas mecánicamente por un instrumento muy rudimentario.

Una caja de música.

«Pero ¿qué diablos significa esto?», se preguntó, completamente perplejo, cuando escuchó que en el cobertizo estaba sonando el coro de los esclavos de
Nabucco.

Y además, en la sucesión completa de la melodía faltaba la misma nota que en la caja de música del bufón tripudo.

Grieg, impulsado por la perplejidad, se dirigió con rapidez hacia el lugar del que provenía la música, sin sospechar ni siquiera remotamente cuál podría ser el origen de aquel misterio.

«La caja de música —pensó Grieg a toda velocidad— se la quedó el Coroza en la bodega. Pensar que ahora pueda estar… ¡Es una absoluta locura! ¡Nadie sabe que estoy aquí!»

La monótona melodía provenía del interior de la vieja alacena, que hacía las veces de caja de resonancia.

Grieg abrió por completo la entornada puerta de aquel viejo y carcomido mueble, y comprobó para su asombro que el entresijo no tenía nada que ver con el Coroza.

Era un misterio muchísimo más difícil de desentrañar.

En la vieja alacena, alguien había consignado la caja de cuero que perteneció al cardenal Fedor Münch.

La misma caja donde Grieg había depositado su documentación y las herramientas en el interior del confesionario de la capilla-mausoleo situada en el cementerio de Montjuic.

La caja estaba deliberadamente mal cerrada; cuando Grieg la abrió, continuó sonando aquella melodía sincopada y parcialmente incompleta que surgía de un sofisticado modelo MP3 que tenía incorporado un pequeño pero potente altavoz, y que estaba programado para que sonase en un momento concreto del día.

«Nadie puede haber intuido que yo estaría aquí; de hecho, ni yo mismo lo sabía hace media hora… Venir hasta aquí ha sido un impulso, tras haber visto…», pensó Grieg, angustiado.

Había tenido un presentimiento y, aunque le pareciese una locura, pensó que debía actuar de inmediato en consecuencia.

Se había percatado de que la caja forrada de cuero, curiosamente, había sido depositada en el mismo lugar de la casa donde él mismo engañó a Catherine, cuando le dijo que quizás allí podría estar abandonado el pie de Tiziano, para que ella no le viera extraer el corpus central de la Chartham y la documentación.

«Aquella "mala jugada", según ella misma me corroboró posteriormente, le acarreó graves consecuencias. Si sumo a ello el enfado que le produjeron mis inconvenientes "salidas de tono" cuando sin calibrar exactamente el asunto que llevaba entre manos le hice sufrir con el asunto del camionero que transportaba la Chartham, como réplica a su veleidosa forma de presentarse en el hotel… Quizá… Catherine trata de vengarse de mí…»

Grieg aspiró fuertemente antes de pronunciar, de viva voz, una pregunta que, en realidad, era toda una invocación a la esperanza.

—¡Catherine! ¿Estás ahí?

Durante quince eternos segundos, Grieg aguardó, con medio rostro iluminado por la tenue luz que se colaba por el ventanal del cobertizo proveniente de la calle, a que ella contestase a su reminiscente pregunta.

—¡Sé que estás ahí, Catherine! —insistió de nuevo Grieg—. ¡No juegues conmigo! ¡Seque eres tú!

El intenso y largo silencio que siguió a continuación fue un duro golpe para Gabriel Grieg, que creyó por un momento verse en la misma situación que el cardenal cuando le llamaba a él en el interior del caserón de la calle Segovia.

Sus pensamientos, súbitamente ensombrecidos, se centraron en la caja de cuero vacía que había olvidado recoger del confesionario cuando desapareció misteriosamente la religiosa: podía estar relacionado con ella.

«¡Debo dejarme guiar por mi intuición!»

Entonces, igual que si se tratase de un fogonazo de luz, recordó cómo con una sonrisa maliciosa, mientras le entregaba la ropa nueva después de ducharse en el lujoso baño de la suite del hotel Arts, Catherine le había dicho, con una picardía que llenaba de luminosidad y dulzura sus hermosos ojos azules, una sucinta frase que, aunque dicha en tono jocoso, no dejaba lugar a dudas.

Aquella frase apareció súbitamente: «La jugarreta que me hiciste, al hacerme meter la cabeza en la alacena…, me la pagarás».

Grieg, inmediatamente, dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia el mueble donde había hecho creer a Catherine que se escondía el pie de Tiziano. Introdujo la cabeza, como Catherine había hecho, y con un potente grito repitió la pregunta:

—¡Catherine! ¿Fuiste tú la que dejó una caja en la alacena?

Gabriel Grieg se volvió y esperó durante unos segundos que se le antojaron eternos.

No se escuchó nada, pero le pareció oír un golpe que provenía de la parte superior del cobertizo, de la terraza donde minutos antes había estado removiendo la tierra. Inmediatamente, subió las estrechas escaleras y, tras cruzar la pequeña azotea, la que estaba situada en lo más alto de la casa, atravesó el estrecho pasadizo hasta llegar al lugar desde donde creyó que procedía el ruido que había oído.

No había nadie.

Gabriel Grieg, que sostenía con las dos manos la vieja caja de cuero repujado, sobre la tierra que acababa de remover para enterrar el ejemplar de
La isla del Tesoro,
comprobó, descorazonado, que allí no había nadie, sólo los tejados de las casas, sobre los que parecía zozobrar el navío de la veleta, sobre la más terrible de las galernas.

Volvió a atravesar el estrecho pasadizo que conducía a la azotea, pero cuando estaba en la parte central, su mente tuvo que analizar una frase que alguien acababa de pronunciar en el silencio de la noche y que le sobresaltó sobremanera. Inmediatamente, reconoció el origen, el tono y el significado de aquella voz, que le llenó completamente de alegría.

—Me la jugaste… bien jugada escondiendo la Chartham.

Vio a Catherine, que, como en una cabriola del destino, volvía a estar situada en el mismo lugar donde le abandonó la primera vez, cuando se llevó la maleta negra de piel precintada con la ramita de adelfa con forma de cruz de seis direcciones.

—Y después me la jugaste tú a mí —replicó Grieg con una amplia sonrisa en los labios, colocándose delante de ella, y mirándola cara a cara fijamente a los ojos.

—Tenemos que explicarnos muchas cosas —dijo Catherine, que tenía las facciones del rostro completamente distendidas.

—Estoy totalmente de acuerdo, pero aprovechando que ahora no tenemos un helicóptero de la Policía que nos enfoque con un chorro de luz, contéstame, sin rodeos, a una cuestión: ¿cómo diablos has sabido que vendría aquí?

Catherine se apoyó sobre la vieja balaustrada de la pequeña azotea, en tanto arqueaba las cejas y sonreía pícaramente.

—Cuando nos separamos la penúltima vez, y tú creías que yo me dirigía hacia el Mercedes aparcado en la Gran Via, te seguí —dijo Catherine con una sonrisa maliciosa en los labios—. Supe que fuiste al hotel Berna, y minutos más tarde te vi salir con un coche de cortesía del hotel, que, por cierto, era de lo menos apropiado para ir de incógnito por la ciudad.

—Vaya…, vaya…, vaya… —exclamó Grieg, moviendo la cabeza, sin poder evitar que se le escapase una sonrisa, mientras recordaba el aforismo francés que Catherine dijo en cierta ocasión:
Á bon chat, bon rat.

—Hace escasamente dos horas, y en cuanto las circunstancias me lo permitieron —prosiguió Catherine—, me dirigí a toda velocidad al hotel y comprobé con alegría que aún no habías devuelto el coche de cortesía. Te esperé y cuando llegaste te seguí hasta aquí. Así de sencillo. Te iba a abordar en plena calle, aunque al ver que te dirigías al pasaje Permanyer pensé que tenía una ocasión de oro para hacerte saber lo mal que lo pasé con tu jugarreta.

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