El alfabeto de Babel (74 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Grieg retornó al lugar donde estaba escrito su nombre en el interior del pentágono, con la decidida intención de resolver el enigma.

Se acuclilló frente al polígono de líneas temblorosas trazado sobre el asfalto.

«¿Qué diablos hace mi nombre escrito aquí?», se preguntó de nuevo tomando entre sus dedos la bola de papel con la que el niño había improvisado una canica.

Conteniendo la respiración, la desplegó lentamente.

Leyó unas palabras y vio una imagen que, a pesar de que la había visto anteriormente, volvió a helarle la sangre. Era una copia en papel de la «lápida mortuoria» que había descubierto la tarde anterior, donde figuraba una calavera y su propio nombre esculpidos en ella.

«Este condenado papel conlleva dos buenas noticias —se dijo, contemporizando y con una sonrisa socarrona en los labios—: por una parte, aclara por qué el niño ha escrito mi nombre, y además confirma que la Chartham continúa en el lugar donde la escondí», pensó Grieg, que se sintió reconfortantemente aliviado de la carga de por vida que suponía investigar quién era aquel niño y proveerle de las claves para que supiera, llegado el caso, qué secretos guardaba aquella carpeta y aquel reloj. Sin embargo, a su vez, abría otras incógnitas muy difíciles de despejar: «¿Qué diablos hace aquí la copia en papel de la lápida que lleva mi nombre? ¿Por qué el niño ha escrito mi nombre en el interior de una forma similar a la que tiene el pie de Tiziano?».

Tenía que deducir a qué se debía aquel enigmático hecho. El primer motivo que se le ocurrió, lógicamente, fue que todo aquello formaba parte de la trama organizada previamente por el cardenal Fedor Münch.

Levantó la cabeza por si detectaba algún movimiento extraño a su alrededor, pero de inmediato descartó que aquella posibilidad fuese la causa. «Este papel —pensó mientras observaba la copia de la lápida— es una consecuencia marginal de la trama. Yo vi al niño escribir en el suelo con la tiza; difícilmente podría tratarse de un actor.» Pero seguía sin encontrar la causa que aclarase el misterio, sin duda no fortuito, de por qué su nombre estaba en el interior de un pentágono.

Grieg se quedó pensativo, sosteniendo la maleta que contenía los objetos del cardenal y sintiendo cómo la luz se difuminaba más y más bajo el paso de los oscuros nubarrones.

Meditabundo y visiblemente preocupado, sin llegar a encontrar una explicación lógica a aquellos enigmáticos pentágonos que encerraban su nombre, Grieg trató de concentrarse, en tanto observaba la pequeña y reseca ramita de adelfa con la forma de una cruz de seis direcciones, que se había quedado prendida en el cierre metálico de la cartera de piel y que una vez sirvió de precinto natural.

No pensar en ella, en Catherine, le resultó imposible.

Reflexivo, extrajo con delicadeza la ramita del cierre y la arrojó serenamente sobre el asfalto en medio de la calzada de la vía. Definitivamente, y siendo sincero con él mismo, debía reconocer que no tenía ni idea de por qué estaba dibujado allí aquel pentágono.

Ni qué había sido de Catherine.

Un pequeño ratón se acercó a husmear la ramita reseca de adelfa, la olisqueó con movimientos rápidos, creyendo, quizá, que se trataba de algún apetecible fruto que había caído de un árbol.

Era un ratón recién nacido. Probablemente, aquella borrascosa mañana fuese su primera mañana, y aquella aproximación a la ramita seca de adelfa fuese su primera incursión en el siempre proceloso mundo de los vivos, tras haber nacido en un mausoleo.

Grieg continuaba acuclillado; trataba de deducir el misterioso origen del pentágono de tiza, sin encontrarlo, ni siquiera remotamente. Se había percatado de la presencia del diminuto ratón y vio brillar sus pequeños ojos negros. Contempló la manera tan inexperta que tenía de olisquear la ramita seca tirada sobre el asfalto.

Otra comitiva fúnebre se acercaba hacia donde se encontraba Grieg, que inmediatamente se retiró hacia las vitrinas de los nichos y les facilitó el paso. No pudo evitar, mientras lo hacía, darse cuenta de que las dos ruedas derechas del coche fúnebre se dirigían, inexorablemente, hacia el lugar en el que se encontraba el pequeño roedor.

El ratón continuaba inspeccionando la ramita y movía levemente con una de sus patas delanteras el tallo reseco; sin duda alguna, sería aplastado al cabo de pocos segundos.

Grieg no pudo abstraerse de aquel hecho. Sencillamente, le resultó imposible hacerlo.

Algún resorte extremadamente oculto en el interior de su cerebro se había activado y no podía permanecer ajeno a lo que estaba a punto de ocurrir.

Sabía perfectamente que no podía permitirse una digresión como aquélla; especialmente debido al grave peligro que corría su propia vida. Hacerlo podría casi considerarse una traición a sí mismo.

Los problemas que le turbaban tenían la suficiente entidad como para no preocuparse por lo que pudiera acontecerle a un insignificante ratón.

Sin embargo, Grieg continuaba observando al ratoncillo.

El automóvil se acercaba a una velocidad lo suficientemente rápida como para que, si no hacía algo, antes de diez segundos, el ratón muriera aplastado irremisiblemente, ya que continuaba obcecadamente con su atención fija en un objeto inadecuado, y su inexperiencia le estaba llevando a desatender el fatal acontecimiento que se cernía sobre él.

Precisamente en aquel instante, y de igual manera que si la borrascosa mañana se detuviera en un trascendental segundo, como si el espacio y el tiempo se congelasen, pareció comprender la solución a sus problemas.

Muy poco importaba que el motivo que había provocado aquel pensamiento revelador tuviese un origen tan engañosamente banal, lo importante era que aquel ratón, en concordancia con sus propios problemas, había logrado que llegase a comprender una enseñanza de valor trascendental.

Gabriel Grieg pensó que aquel ratón, aquella menudencia de ratoncillo que apenas medía unos centímetros, iba a morir por su culpa: había sido atraído hasta la calzada por la ramita de adelfa que él mismo lanzó en un gesto insustancial y sin relevancia.

Aquella ramita era la misma que «precintó» la maleta negra de piel que guardaba el gran secreto y que, de alguna manera, simbolizaba la cruz de seis brazos con la que Antoni Gaudí remataba sus construcciones, y con la que pensaba coronar la torre más alta de la Sagrada Familia.

Y aunque la grandiosidad de los templos, la fastuosidad de los edificios y la monumentalidad de los palacios que albergan en su interior a los reyes, y que ofrecen el más esplendoroso de los cobijos a los cónclaves de los que surgen los papas, pareciesen, y realmente fuesen excelsos…, ¿por qué no se podían comparar con una ramita de adelfa y un insignificante ratón?

Acudió a su mente, igual que si se tratase de una ráfaga de viento fresco que durase una décima de segundo, una de esas lecturas que nos acompañan por la vida y que, aunque nos llenan el alma de grandes conceptos mientras las leemos, nunca llegamos a comprender en su justa medida, hasta que nos vemos obligados a enfrentarnos a la verdad que encierran.

«Sí que lo es. ¡Claro que lo es! —pensó Grieg—. Un ratón es lo suficientemente importante como para dejar de pensar en un tema que aparentemente parece mucho más trascendental, pero no tanto como para no poder acudir en su ayuda.»

Y no era un signo de debilidad, sino de trascendencia.

Entonces recordó el libro
Hojas de hierba,
de Walt Whitman, y el poema «Al partir de Paumanok», y entendió en toda su intensidad el significado de aquellas palabras que, aunque le conmovieron cuando las leyó por primera vez, no había llegado a comprender como lo hacía en aquel preciso instante.

Yo creo que una brizna de hierba no es menos que el viaje que realizan las estrellas…

Y que la humilde zarzamora podría engalanar los salones del Cielo…

Y que un ratón es un milagro capaz de maravillar a millones de incrédulos.

En un trascendental segundo, intuyó la importancia que tenía aquel ratoncillo, y adivinó en él el maravilloso sentido que había querido asignarle Whitman. Llegó a atisbar la más absoluta de las grandiosidades que, paradójicamente, venía provocada por la aparentemente más nimia de las trivialidades, como era el hecho de preocuparse por la suerte de un pequeño ratón, precisamente, en el momento más angustioso y trascendente de su vida. En el momento en el que Gabriel Grieg no sabía qué camino escoger y se encontraba solo y sin saber qué determinación tomar. Precisamente en aquel momento, preocuparse por la vida de un insignificante ratón recién nacido, cuando sostenía entre sus manos una copia de su propia lápida mortuoria y tenía bajo su responsabilidad documentos trascendentales, le pareció un hecho sublime.

Interesarse por aquel ratón que iba a ser aplastado por la ruedas de un coche fúnebre, precisamente en el momento en que él se sentía más desbordado por la grave situación que le tenía atenazado, le pareció un hecho grandioso.

Si el ratón moría en la primera incursión que hacía en la vida, de alguna manera, Grieg también moriría un poco.

Tenía que hacer lo imposible por evitarlo.

El conductor del coche fúnebre, al ver las extrañas maniobras que hacía la persona que tenía delante, no pudo menos que alarmarse.

«Pero… ¿qué hace ese insensato?»

94

Un segundo antes de que la rueda delantera derecha del coche fúnebre aplastase de un modo irremisible al ratón, Grieg, mientras flexionaba las rodillas, extendió el brazo izquierdo con un gesto enérgico y hábil. Cogió una alargada rama de pino que estaba tirada en el suelo rodeada de redondeadas y abiertas piñas de ciprés, y la arrastró por el suelo en dirección hacia el pequeño roedor, ante el estupor del conductor del furgón fúnebre.

El ratón, asustado, huyó en dirección opuesta a la trayectoria que llevaba el coche y, aunque pasó casi rozando la rueda que giraba dispuesta a aplastarlo, al menos, había logrado salir indemne del primer «insignificante acontecimiento» que había emprendido en la vida.

Tras aquella acción, Grieg, que hizo caso omiso de los improperios que le lanzaba el conductor mientras se alejaba, continuó reflexionando acerca de qué hacía su propio nombre en el interior del pentágono.

«Va a ser algo difícil de averiguar.» Algunas piñas de ciprés, que la alargada rama había arrastrado debido a la pronunciada pendiente que tenía la vía, volvían de nuevo al lugar donde se encontraban previamente.

Entre las piñas que rodaban, se encontraba un objeto que también poseía una estructura circular, pero no se trataba de una de ellas.

Era otro de los papeles que el niño había convertido en canicas.

Grieg lo tomó con su mano derecha y lo empezó a desdoblar. Antes de haberlo desplegado del todo, vio que sobre el papel estaba dibujada la figura geométrica que tanto le había intrigado que el niño pintara en el suelo.

«Bueno, aquí se resuelve el misterio del dibujo del pentágono», pensó Grieg, en tanto continuó desplegando aquella hoja que parecía de igual tamaño que la otra.

A continuación, apareció la representación de una lápida que le turbó por completo.

Grieg empezaba a sospechar lo que había sucedido. No se dejó impresionar por el estremecedor significado de aquel papel, y trató de analizarlo fríamente. Centró su atención únicamente en los datos objetivos que pudiera extraer de él.

En primer lugar, comprobó que en uno de los extremos del papel figuraba el sello del marmolista que esculpió las dos lápidas: la que sellaba «su propia tumba» y aquella de la que Grieg tenía la copia de papel en sus manos.

El sello del marmolista tenía una fecha que indicaba que, como mínimo, el proyecto de ataque a la Chartham se había iniciado hacía diecinueve años.

«El plan trazado por Münch y la religiosa había sido, minuciosamente calculado. Podrían haberlo puesto en práctica hacía mucho tiempo, pero esperaron pacientemente el momento adecuado para extraer el mayor partido de él…»

Los dos enterradores que, sin saberlo, sepultaron al cardenal Münch habían acudido al mismo lugar donde diecinueve años estuvieron las dos lápidas.

«En realidad, estos dos papeles son las "láminas de bosquejo" que trazan siempre los marmolistas —dedujo Grieg, acostumbrado a tratar con ellos debido a su trabajo—, y que les sirven de patrón para esculpir las lápidas. Después las utilizan como protección, para separarlas durante el transporte.»

Grieg juzgó que los enterradores, la noche anterior, habían hallado aquellas «láminas de bosquejo», quizás en el polvoriento rincón de alguna sacristía, donde los envió la profesa. En ese secreto lugar, tomaron las herramientas que después utilizaron para enterrar al cardenal Münch.

Gabriel Grieg deslizó los dedos con fuerza sobre la copia de la lápida, comprobando que tenía adherida a la superficie del papel una sustancia similar al polvo de estuque. «Apuesto a que utilizaron las dos láminas para transportar los materiales, mediante los cuales fabricaron la argamasa con la que sellaron la tumba del cardenal —concluyó Grieg—. Al sacar el ataúd del coche fúnebre y tras vaciarlas de su contenido, las dejaron olvidadas en el suelo, donde, debido a la inclinada pendiente de la vía y a la brisa de la noche, el niño, casualmente, las encontró unas horas más tarde… Estoy seguro de ello.»

Grieg sintió un profundo escalofrío cuando comprobó que, desde el lugar donde se encontraba, tenía a la vista los que la noche anterior creyó ser «dos alargados muros de mampostería».

En uno de ellos, habían enterrado el ataúd que contenía a Fedor Münch, y que, en realidad, estaba destinado para él. Aquellos dos elevados muros, misteriosamente, estaban adosados a la capilla-mausoleo, junto a la misma pared donde había desaparecido la religiosa, sin que aún pudiera explicarse cómo.

«No puede ser verdad lo que me estoy temiendo.»

Inmediatamente, se puso en pie y volvió a dar forma de canica a la lámina de bosquejo, que había servido de modelo para su propia lápida, y se la guardó en el bolsillo.

A continuación, repitió la misma operación con la lámina de la otra lápida, pero antes recogió del suelo la pequeña y aplastada ramita de adelfa que había husmeado el ratón, y aplicando fuerza con su dedo pulgar selló la bola de papel con ella.

«Ya sé lo que debo hacer —se dijo Grieg de un modo esperanzado—. En el momento que este precinto se desprenda y se despliegue la lámina…: todo habrá acabado como yo espero. Pero si no es así…»

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