El alfabeto de Babel (62 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

—No has contestado a mi pregunta.

—Lo haré —respondió Grieg de inmediato y de un modo acalorado— cuando, de una maldita vez, me expliques cómo es posible que «la misma persona» que me dejó tirado esta tarde en el Passatge de Permanyer, la que me traicionó apoderándose de la Chartham, apareciese primero en el cementerio como la reina de los
sourveillants,
como tú los llamas, y ahora lo haga prendida por ellos mismos. ¿Eh? ¡Explícamelo, porque no lo entiendo!

—Para empezar, te diré que los vigilantes pertenecen a clanes distintos —replicó rápidamente Catherine sin dejar de ascender, en ningún momento, por los empinados escalones—. En segundo lugar, debes convencerte de que me llevé la Chartham por tu propio bien; si no fueses tan desconfiado y no me hubieses engañado, ya estarías fuera de todo este peligroso asunto… Y para acabar, debes saber que yo no te traicioné. Actué limpiamente contigo y te dejé toda la información acerca de la Chartham por si te hacía falta.

—¡Yo no sé nada de todo eso! —mintió Grieg, con el objetivo de indagar en el motivo por el que ella había puesto a su alcance una información tan confidencial, de un modo tan endiabladamente críptico, en el interior de la pluma estilográfica—. ¿Dónde me dejaste esa «información»?

—Ya no tiene importancia. Ahora, todo eso ya se ha volatilizado y…

—No, no vuelvas a irte por las ramas —la interrumpió Grieg—. Dime dónde me dejaste esa información y, sobre todo, porqué…

—Cuando averigües lo que acabas de preguntarme…, sabrás el motivo por el que vine a tu encuentro; entonces confiarás en mí.

Gabriel Grieg, mientras su vista se perdía en el oscuro y gran vacío que se extendía bajo sus pies en la torre de Sant Simó, se quedó meditando durante unos segundos en la extraña y trascendental respuesta de Catherine. «Ella no sabe que he accedido a la información de la Chartham, y ese factor me puede resultar de mucha utilidad —pensó Grieg—, pero me resultará muy difícil conocer el motivo por el que la puso a mi alcance.»

Grieg se detuvo en el escalón que ponía fin a la ascensión por el laberinto de formas helicoidales, donde se iniciaba el descenso que conduce directamente hasta la torre de Sant Bernabé.

Esperó a Catherine, que llegó a su misma altura unos segundos después.

Ambos se quedaron a escasa distancia el uno del otro, cara a cara, cuerpo a cuerpo.

Sus respiraciones, a resultas del esfuerzo físico, sonaban entrecortadas.

Eran conscientes de que estaban inmersos en una contingencia que los desbordaba por completo; cada uno a su manera estaba siendo objeto de una manipulación, a la que les resultaba imposible sustraerse.

En aquel preciso lugar, envueltos por la penumbra y en completo silencio, Grieg miró a los ojos de aquella hermosa mujer, que en tan sólo veinticuatro horas había sido capaz de cambiar por completo su vida hasta hacerla irreconocible.

—Catherine, te aseguro que te revelaré el motivo por el que he venido hasta aquí, pero antes debes responderme a una pregunta: ¿por qué los custodios te han conducido hasta la torre de Sant Maties esta noche?

Catherine miró, antes de contestarle, la única parte del rostro de Grieg que le resultaba visible: los ojos, iluminados levemente por una rendija de luz que penetraba desde el exterior.

—Sólo somos dos personas, Gabriel. Esta noche luchamos contra maquinarias que tienen miles de años de experiencia y que poseen habilidades que desconocemos. Pero… voy a responder muy sinceramente a tu pregunta: estoy aquí porque quieren averiguar si tengo o no tengo la Chartham.

—¿Quiénes?

Catherine sonrió levemente.

—En este tema, no se puede reducir todo a una burda cuestión maniquea —respondió Catherine, acercándose aún más a Grieg, mientras una ráfaga de aire penetraba por el interior de las torres; pudo oírse una leve reverberación—. Aquí nadie es «bueno» del todo ni «malo» del todo, y creo que ya empiezas a comprender lo que digo. Creen que la tengo. Y punto.

—Eso depende de quién sea el que lo crea —dudó Grieg,. sin saber realmente qué pensar.

—Esta noche, en la Sagrada Familia —continuó Catherine—, van a suceder cosas excepcionales. Tú mismo lo dedujiste en la suite del hotel Arts. Se ha producido algo insólito. Mientras una facción de la Iglesia tenía minuciosamente preparado hacer creer de un modo insidioso que habían encontrado la Chartham en una cripta secreta de la Sagrada Familia…, otros, que ya saben que ha aparecido la Chartham realmente, nos han «conducido» al escenario más conveniente para su estrategia, nos controlan y manipulan a distancia, antes de dar el salto definitivo hasta hacerse con ella.

Grieg se sentó en el último escalón, previo a un pequeño rellano, a reflexionar en el modo de salir de allí, y sobre todo en las últimas palabras que había pronunciado Catherine.

Barcelona aparecía desde las alturas como un gigantesco tablero luminoso; donde los rascacielos se erigían como si fueran enigmáticas fichas posicionadas de un modo estratégico en un misterioso juego.

—Sería conveniente que me dijeras —insinuó Catherine al tiempo que se sentaba junto a Grieg en el mismo escalón que lo había hecho él— de qué manera han logrado que vinieras hasta aquí, y a qué se debe tu aparición triunfal en forma de agente secreto. ¿De dónde sacaste la bola de espuma y quién te dio el número de acceso de la cerradura electrónica de la puerta de la torre?

Grieg, alargando la mano, le mostró un objeto.

Era una pequeña caja de cartón de color gris, que estaba envuelta en un papel de celofán y donde figuraban escritas en letras mayúsculas unas instrucciones de uso: «obturador bucal QUE SE DESHACE EN LA BOCA EN TAN SÓLO SIETE MINUTOS»; en SU interior, debidamente comprimida, contenía una pequeña esfera de una textura similar a la espuma, que estaba situada junto a dos pequeñas hojas de adelfa.

—¡Debí haberlo supuesto! —exclamó Catherine, sorprendida—. Las tiras y las esferas las sacaste del Mercedes que nos condujo desde el cementerio de Montjuic al hotel Arts. Por un momento llegué a pensar que trabajabas para un grupo que…

Catherine demudó el rostro y se calló al instante cuando vio el segundo objeto que Grieg le mostraba, y que, en realidad, era lo que había ido a buscar a la Sagrada Familia.

Se trataba de una fotografía, rota por la mitad y que tenía anotado en el reverso, junto a un sucinto texto, un número de ocho dígitos. La fotografía mostraba a una niña de unos tres años de facciones muy delicadas.

—Alguien te facilitó el número para abrir la puerta de la torre… ¿Quién te ha dado esta fotografía?

—Quizá tengas razón, Catherine, y estemos inmersos en un asunto que nos desborda totalmente —susurró Grieg, tan cerca de ella que podía oír su respiración—, porque ya no sé si es efectivo revelarte esa información. No porque confíe en ti o no, sino porque, quizá, fuese inconveniente que lo supieras.

Los dos permanecieron en silencio, en el interior de un lugar sobrecogedor.

Se quedaron en silencio, en lo más alto de una espiral de piedra que aún continuaba hacia las alturas hasta perderse más allá de los campanarios.

Un lugar donde las paredes de roca, los escalones y hasta los techos estaban marcados por centenares de miles de mensajes.

En ese lugar, los dos estaban rodeados del estigma que millones de personas habían escrito en las paredes queriendo dejar una marca indeleble de su presencia y de su paso por aquel templo prodigioso, para así formar parte, también, de aquel monumental y sobrecogedor laberinto de escaleras sinuosas.

Mensajes escritos en todos los idiomas del mundo.

Escritos en todas las lenguas conocidas de la humanidad.

Catherine y Grieg continuaron en silencio, como si, desbordados por las circunstancias y envueltos por la incredulidad, estuviesen en el enigmático y mítico interior de la mismísima torre de Babel.

—Fíjate en esas dos grandes torres —dijo Grieg, señalando hacia dos rascacielos situados, el uno junto al otro, frente al mar—. Hace escasamente unas horas estábamos en una suite de lujo situada en lo más alto de una de ellas y ahora estamos aquí.

A Catherine le resultó imposible no pensar, al ver la silueta de Grieg situada por efecto de la perspectiva entre las dos torres a las que él se refería, que ella venía del jardín de las Hespérides del Palau de Pedralbes; aunque no traía las «naranjas» que el héroe fue a buscar en su undécimo trabajo, aquellas dos torres parecían dos gigantescas columnas ubicadas en el pórtico de Barcelona, que según la mitología fue fundada por el propio Hércules.

—Debemos salir inmediatamente de aquí. Dentro de dos minutos la bola de espuma se disolverá en la boca y el
sourveillant
—Grieg sonrió maliciosamente al pronunciar la palabra— dará la señal de alarma. Ni siquiera disponemos de tiempo para conversar sobre esos temas que tenemos pendientes. Lo he estado pensando: el único modo de salir de aquí es dirigirnos hacia la base de la torre de Bernabé, quizás allí podamos encontrar una salida.

—¿Una salida en la torre de Bernabé? —musitó Catherine, abriendo las brazos—. Será el primer lugar que controlarán.

Gabriel Grieg introdujo su mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un pequeño y ajado cuaderno que tenía grabadas tres iniciales en su tapa: «A. G. C.».

—No me refiero a la salida que figura en las guías turísticas, sino a otra —aclaró, abriendo el cuaderno en una página que tenía previamente marcada con el envoltorio de una bolsa de azúcar—. Esta libreta perteneció al hombre que proyectó este templo, y estaba junto a la documentación que acompañaba la Chartham. Aquí consta el lugar donde está situado el primer receptáculo que se construyó antes de que empezasen a erigirse las torres de la fachada del Naixement. A los obreros se les dijo que se trataba de «una caja de resonancia» para una vez que estuviesen erigidas las torres, que son, como ya sabes, campanarios. Quizás sea una cripta secreta que esté comunicada con el exterior. Aquí se muestra la entrada…

—Debemos dirigirnos hacia allí.

Ambos se levantaron de inmediato y empezaron a bajar a toda velocidad los escalones, pero un intenso chorro de luz blanca que apuntaba directamente a sus rostros, hasta cegarles por completo, acompañado de un ruido entrecortado y fuertemente atronador, los obligó a elevar sus cabezas hacia arriba.

—¡Dios mío! —exclamó, asombrada, Catherine—. ¡Fíjate en esa luz de color rojo que desciende desde el cielo!

74

El pequeño robot Pyramid Rover, tras haber recorrido muy lentamente un estrecho resquicio donde correteaban las ratas, iluminó desde lo alto un cubículo de reducidas dimensiones.

En uno de los extremos de aquella pequeña cámara, podía apreciarse un sillar de piedra, similar a un catafalco, que tenía esculpido en su cara superior dos oquedades. Una de ellas mostraba una forma cuadrangular y estaba situada en el mismo centro. Junto a ella, a unos veinte centímetros de distancia, había otra pequeña concavidad, de forma pentagonal y de menor tamaño que la anterior.

El robot descendió muy lentamente por una rampa y se acercó al catafalco; se paró delante del sillar que mostraba en uno de sus costados una sobria ornamentación.

Un potente foco de luz iluminó tres elementos.

La cámara los enfocó desde la distancia.

El robot maniobró para acercarse hacia uno de ellos, de forma antropomorfa, mediante un giro hacia la izquierda de treinta grados…

Repentinamente, sucedió algo terrible.

La pantalla de plasma donde los curiales estaban viendo las imágenes dejó de funcionar. Las luces se apagaron y dos regueros de chispas recorrieron una pared.

Algunas bombillas estallaron y los dos proyectores informáticos empezaron a humear. La sala del Palau de Pedralbes donde se estaba celebrando el
congressus
se sumió en una penumbra únicamente mitigada por la lejana y vaporosa luz de la ciudad.

Un intenso olor a quemado dio paso a un fuerte estruendo que hizo a los asistentes en la sala girar bruscamente la cabeza.

Los curiales repararon con asombro que las puertas de la sala se habían abierto de par en par. Entre ellas apareció el contorno de un hombre alto, revestido con los ropajes propios de un cardenal; todos reconocieron de inmediato a Fedor Münch.

Su figura, iluminada espectralmente por las luces de la ciudad, estremeció a los eclesiásticos. Mediante largas zancadas, el cardenal se dirigió hacia la mesa donde estaba situado el ordenador portátil y se colocó delante de Natsumi Oshiro y del portavoz del Vaticano, Máximo Serbando, que literalmente se habían quedado sin habla por la fulgurante entrada de su eminencia y por constatar que el rechazo mostrado por él hacia el
congressus
se transformaba en abierta y verificable confrontación.

Münch se detuvo en el mismo lugar donde anteriormente estaba situado el ponente y se dirigió a la sorprendida audiencia, que no acababa de comprender que aquella perturbadora e iracunda irrupción en la sala pudiese haber sido llevada a cabo por un príncipe de la Iglesia, que podía llegar a ser algún día, como cualquiera de los participantes del próximo cónclave, Sumo Pontícipe.

Asombrados, ninguno de ellos dudó que él había sido el instigador del sabotaje hacia aquel acto, cuando, a pesar de la intensa penumbra que reinaba en la sala, pudieron columbrar la exasperación que emanaba de su rostro y sus incendiarias palabras.

—¡No puedo permitir que prosiga este sortilegio hasta llegar a los extremos de un ensalmo! ¡No pienso tolerarlo! —reveló muy exaltado Münch—. Esta misma noche, demostraré a toda la curia romana —increpó, mirando alternativamente a Natsumi Oshiro y a Máximo Serbando— que estáis intentando perpetrar un plan milimétricamente trazado. Creéis que estáis capacitados para semejante absurda quimera, pero yo lo impediré…

—¡Por el amor de Dios, eminencia, deténgase…! —manifestó el portavoz, que aún no se había recuperado del sobresalto que le había supuesto la inesperada incursión del cardenal.

—En el interior de esta sala, se está llevando a cabo un acto fatídico, promovido principalmente por dos seglares —exclamó Fedor Münch, dirigiéndose hacia los curiales que asistían a la repentina escena llenos de pasmo y turbación— que actúan en representación de purpurados miembros de la curia. ¡Y no pienso permitirlo hasta que Su Santidad sea debidamente informado!

Si otros no están dispuestos a calibrar el grado de afrenta al que se está llegando aquí…, yo sí que lo estoy. Y pienso asumir mis responsabilidades. Mañana, es muy probable que nadie sepa de mi paradero, lo he dejado perfectamente detallado en un escrito que está sellado en mi despacho del Vaticano. Haré frente al acto de esta noche, y expiaré, si es mi destino, mi más que justificada soberbia… Pero, esta noche, no puedo transigir. ¡Por esta razón actúo plenamente consciente de la trascendencia de mis actos!

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