El alfabeto de Babel (58 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Contó los años que habían transcurrido desde aquel fatal accidente. «En aquel tiempo, la Gran Via de les Corts Catalanes se denominaba calle de Las Cortes», pensó, al tiempo que se imaginaba los cambios que habría experimentado la avenida: la amplitud de las aceras o la anchura de los laterales.

Calculó el lugar en el que pudo haber caído la cartera que portaba Gaudí y que su
padrí,
sin sospechar ni siquiera remotamente las repercusiones que le acarrearía, encontró.

Miró hacia un punto determinado de un alargado parterre junto a un quiosco de prensa.

No le resultó difícil imaginar el lugar.

Lo supo porque acababa de ver la cartera.

No otra parecida, sino la que su
padrí
encontró aquella tarde, unos minutos después de las cinco, un 7 de junio de 1926.

La misma cartera.

La sostenía firmemente entre sus manos una señora de unos sesenta años.

Sin lugar a dudas, se trataba de la misma mujer que había visto hacía escasamente media hora en la sala capitular de la catedral conversando con el taxista, con doña Urraca, con la mujer joven de cabello rubio y con el cardenal. Iba ataviada con un vestido blanco, sobre el que llevaba puesto un jersey azul de punto, abierto por la parte delantera, abotonado hasta el cuello; llevaba el pelo recogido hacia atrás.

Se encontraba sentada en un banco, en un lateral de la Gran Via.

La mujer le estaba mirando fijamente.

Grieg, tras observarla detenidamente, se acercó hacia ella con premeditada lentitud, tratando de comprobar si alguien la acompañaba.

No tardó en llegar a su altura.

—Por fin tengo el gusto de poder hablar con usted, señor Grieg —dijo la mujer hieráticamente y con el rostro muy serio.

—¿Dónde está Catherine? —preguntó sin preámbulos Grieg.

—No ha podido venir. Vengo a entregarle esta cartera en su nombre.

—¿Qué significa que viene «en su nombre»?

—Exactamente lo que ha oído.

Grieg recorrió con su mirada los dos laterales de la Gran Via y se sentó en un extremo del banco.

—Aquí tiene —dijo la mujer, alargando hacia él la maleta que se llevó Catherine en el Passatge de Permanyer esa misma tarde—, quédesela y reponga usted lo que falta.

—No pienso recoger nada. No sé de qué me está hablando.

—Éste no es momento de andarse con mentiras, señor Grieg.

Inesperadamente, la mujer arrojó la maleta al parterre central de la calle, entre los sicómoros. La cartera quedó en un precario equilibrio encima de una tapa de alcantarilla y un elevado bordillo de la acera. Estaba a punto de precipitarse sobre la calzada donde circulaban los coches a toda velocidad.

—En ese lugar exactamente se supone que debió quedar la maleta de piel el 7 de junio de 1926, cuando el tranvía…

—¿Qué quieren de mí? —interrumpió drásticamente Grieg.

—Escúcheme bien… Usted quizá conozca la historia «oficial», pero debe saber que aquel tranvía que atropello a un hombre, al que confundieron con un indigente porque iba vestido con un harapiento traje unido con imperdibles a la camisa, que se quitaba y ponía por la cabeza, para no perder tiempo en vestirse y desvestirse, no era tal indigente. Usted ya conoce su identidad y lo que llevaba consigo en el interior de esa cartera. —La mujer la señaló con el dedo, mientras un coche pasaba junto a ella a toda velocidad—. En su interior se hallaban unos objetos de inconmensurable valor, de muy difícil apreciación para el jovencito atribulado que se la apropió indebidamente.

Grieg guardó silencio, con las mandíbulas fuertemente apretadas, mientras otro automóvil pasaba a escasos metros de la maleta.

—Mi trabajo durante muchos años ha consistido, exclusivamente, en prepararme para este momento —continuó la mujer—, y así poder devolver esa maleta a sus legítimos propietarios. ¿Comprende usted lo que le estoy diciendo?

—¡Claro que la comprendo! —exclamó sarcásticamente Grieg en tanto movía la cabeza—. Queda palmariamente claro su interés y su dedicación en la materia: por eso acaba de lanzar la maleta, con desdén, al suelo, para que la planche un camión de veinte toneladas. ¿De qué propietarios me habla?

—Ese tipo de información no se dispensa como si fuese un óbolo; lo sabe perfectamente, señor Grieg. Puede llegar a averiguarlo si responde satisfactoriamente a mis preguntas. ¿Va a reponer los «elementos» que usted retiene y que llegó a ver en el interior de esa misma maleta?

—Para ello, antes debería tenerlos en mi poder —repuso Grieg—. Y además, quisiera saber dónde está Catherine. Ella, en el caso de que esté relacionada con usted, sería la única interlocutora válida —dijo Grieg, de un modo admonitorio—. ¿Qué le han hecho?

—Debo advertirle que, según mi criterio, esa respuesta, de nuevo, resulta no convincente.

—¿Quién es usted para decidir lo que está bien o lo que está mal?

—Catherine ha cometido un error, un error muy grave —declaró la mujer, que continuaba sin gesticular lo más mínimo—, y yo estoy aquí para tratar de subsanarlo, en la medida de lo posible, ayudándola a ella y, de paso, a usted.

—¡Cuánta generosidad! Le rogaría que no la malgastase conmigo y la empleara para otras causas —intervino Grieg—. Puede estar completamente segura de que no voy a hacerme cargo de nada, y menos aún del contenido de esa cartera.

—Es usted un iluso, señor Grieg.

—Le repito que no pienso recoger esa maleta del suelo. No voy a asumir ese compromiso.

Una moto de gran cilindrada estuvo a punto de rozar el extremo de la cartera que sobresalía varios centímetros del bordillo.

—Si su deseo es volver a ver, de nuevo, a Catherine…, ¡claro que la recogerá! —pronosticó la mujer del jersey de punto, mirando a Grieg fijamente a los ojos—. Catherine cometió un error, y los elementos del portapliegos se han separado. Usted tiene que hacer posible que todos los componentes vuelvan a estar dentro de esa cartera. Ya sabe: el cartapacio con el bosquejo, el reloj con su peana y, sobre todo, la llave. El fundamento de la avenencia que yo le propongo es muy sencillo: usted junta de nuevo los elementos y yo le digo el lugar donde Catherine le está esperando.

Grieg analizó la displicencia con que hablaba aquella mujer. Distante y fría, pero a la vez con un intensísimo brillo en los ojos. Trató de tantearla, simulando por primera vez interés hacia ella, para estudiar sus reacciones.

—¿Qué hay ahora en el interior de la maleta?

—Deberá abrirla con sus propias manos para saberlo.

Grieg giró la cabeza y la observó durante unos segundos, mientras varios automóviles, agitando el aire, pasaban junto a ella. Distinguió una forma abultada en su interior.

—¿Por qué retienen a Catherine?

La mujer, por primera vez, dibujó en su rostro una mueca, que permitió que se le viesen los dientes. Grieg no supo interpretar, tras comprobar que tenía una dentadura blanca y perfecta para una mujer de su edad, si aquel leve movimiento de sus finísimos labios podía considerarse una sonrisa.

—Yo no tengo retenido a nadie. Y menos a Catherine. Digamos que ella se encuentra en el lugar adecuado. Alguien quiere averiguar si ha mentido.

—¿Por qué me lo cuenta a mí precisamente?

—Porque la complejidad del momento, al margen de ser extrema, resulta muy delicada de abordar. He llegado a la conclusión de que usted, en las actuales circunstancias, y tal como están las cosas, ha de ser mi aliado.

La mujer había vuelto a su hieratismo anterior.

—Ése es un análisis desquiciado —concluyó Grieg—. Sin saber quién es usted, a quién representa y sobre todo a qué aspira, nunca seré su aliado.

—Las posibilidades que tiene de llegar a conocer todo eso, más que exiguas, son muy remotas. Créame, señor Grieg, no pierda su valioso tiempo esta noche en intentar averiguarlo, porque nunca llegará a saberlo. —La mujer movió levemente la cabeza hasta clavar su mirada ardiente en los ojos de Grieg—.
Et lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt.
Sería como ver la luz en plena oscuridad.

Grieg estaba convencido —debido a los muchos años que había estado en contacto, a causa de su profesión, con personas del clero— de que se hallaba ante una mujer religiosa o ante una seglar ligada íntimamente con alguna comunidad religiosa; su expresión corporal, su forma de hablar y de colocar las manos la delataban como tal.

—Le repito, por última vez —insistió Grieg—, que las dos únicas cosas que quiero saber son dónde está Catherine y qué diablos quiere de mí.

—Le conocemos muy bien y debemos tener mucho cuidado con usted —continuó la mujer; a Grieg le había inquietado el uso que había hecho del plural—. Fíjese, le voy a hacer una pregunta. Es sólo una curiosidad sin importancia, pero quiero que me conteste con sinceridad. Sólo le pido eso.

—¿Curiosidad? ¿Usted? No creo que ése sea el motivo que le empuje a formular la pregunta —aseveró Grieg, moviendo la cabeza—. No le aseguro nada. No estoy persuadido de si puede resultar conveniente someterme voluntariamente a un interrogatorio que provenga de usted.

La mujer volvió a mostrar su blanca dentadura estirando levemente los labios en una mueca sonriente.

—Si yo le hablara de un pez con rostro humano que sostiene una bolsa repleta de monedas de oro y se las ofrece a una niña que está rezando de rodillas, y que, frente a ellos, se puede ver a un hombre que es tentado por un monstruo marino, que le entrega una bomba Orsini, idéntica a la que estalló en el teatro del Liceo en 1893, ¿creería que estoy hablando como una loca?

Grieg permaneció pensativo.

Escrutó la inexpresiva faz de la mujer y sus ardientes ojos, que aguardaban expectantes la respuesta. Convino con él mismo, en décimas de segundo, que la pregunta que le acababan de plantear no era conveniente ni eludirla ni responderla con subterfugios.

—No —reveló Grieg.

—¿Ve como no es una persona…, digamos, convencional? —arguyó la mujer—. Debemos tener mucho cuidado con usted. Tomamos gigantescas precauciones. Nos obliga a movernos como sombras en la oscuridad.

—No la conozco de nada. No sé nada de usted. No logrará nada de mí con especulaciones.

Grieg estuvo tentado de decirle que la había visto en la sala capitular de la catedral, pero se contuvo: romper la gélida compostura de la mujer con esa revelación podría ser contraproducente para sus intereses. «Debo acumular la mayor cantidad de información para cuando llegue el momento de la negociación», concluyó.

—No es necesario que me conozca —dijo lacónicamente la mujer; otro coche volvía a pasar a escasos centímetros de la cartera negra de piel—. En las próximas horas, pueden cambiar varias veces de bando los que ahora conversan para ser aliados. En estos momentos, puedo plantearle generosamente una alianza, pero dentro de una hora puedo convertirme en su peor enemiga. Depende de cómo se desarrollen los acontecimientos. No es nada personal. Pero en estos momentos apelamos a su responsabilidad para que acuda al lugar donde le espera Catherine; entre otras razones, porque a usted y a mí también nos conviene.

—¿Qué quieren de mí?

—Se ha estado preparando durante toda su vida para esta noche. Usted, Gabriel Grieg Eseus, aunque no lo crea, no es un competidor cualquiera, porque…

—Un momento, un momento —le interrumpió Grieg de nuevo—, yo no soy su «competidor», sencillamente no sé quién es usted y tomo mis lógicas precauciones.

—Hasta ahora se ha podido mover con libertad. No podemos arrebatarle lo que tiene en su poder, porque si cometiésemos un error, por leve que fuese, volveríamos a perder la pista de unos objetos que queremos recuperar a toda costa, porque legítimamente nos pertenecen.

—Sigo sin comprender.

—Aunque no lo reconozca, lo ha comprendido perfectamente —repuso de inmediato la mujer—. Si usted viera a un hijo suyo de dos años en el borde mismo de un precipicio de cien metros de altura…, ¿cómo serían sus movimientos para tratar de acercarse a él sin que se asustara, provocando con ello que se precipitara al abismo?

—Créame. No puedo confiar en sus palabras. No sé nada de usted.

—Aquí «nadie» sabe «todo de todos», excepto Él. Usted únicamente conoce una parte, la «parte» que ha tocado con sus manos y que han visto sus propios ojos. De lo que le han contado, o le puedan contar, debe recelar.

—Debería ser mucho más explícita.

—Mire, señor Grieg, se ha dado la singular anomalía de que, usted, en veinticuatro horas ha acumulado tal cantidad de, digamos, una clase especial de conocimientos que, si no son debidamente controlados —la mujer pareció dudar sobre cómo expresar su raciocinio—, pueden sumirle de lleno en el corazón de la oscuridad…

Grieg, lejos de analizar las palabras desde un punto de vista religioso o antropológico, escudriñaba en cada una de ellas el tono conminativo en que las decía.

—Escúcheme bien —exclamó la mujer, mirando fijamente a Grieg con un brillo hipnótico en sus ojos—. Le soy absolutamente sincera. ¡Levántese y recoja la cartera del suelo! Estoy depositando en usted una confianza que espero que sea correspondida.

—Se está equivocando, señora —declaró Grieg—. No pienso dejarme manipular.

—Usted aún es joven, pero ya verá como al igual que esa cartera ha vuelto al mismo lugar donde la recogió alguien que no estaba destinado a ello, hace muchos lustros…, el destino es muy testarudo si uno pretende ir en su contra. Nos mueve como a hojas secas bajo la fuerza de un huracán. Hace con nosotros lo que quiere, y a usted le atañe, ahora, asegurarse de que la cartera llegue al destino que le correspondía —dijo la mujer en tanto volvía una y otra vez la cabeza en dirección a la calle Girona.

Segundos más tarde, se levantó rápidamente al ver un vehículo de gran tamaño acercarse a toda velocidad por la Gran Via. Gabriel Grieg se percató de que la cartera se encontraba en serio peligro.

—Hasta pronto, señor Grieg —dijo la mujer, mirándole de un modo intenso—. Recuerde que la única posibilidad de salir con vida del hermético asunto en el que se encuentra sumido es reuniendo los cinco elementos que había en el interior de esa cartera la tarde del 7 de junio de 1926. ¡Adiós, Gabriel!

La mujer se alejó con un paso muy vivo; Grieg no pudo reprimir el formular una pregunta más al verla distanciarse de aquella manera…

—¿No olvida decirme algo?

—¿A qué se refiere? —preguntó la mujer, que volvió la cabeza y mostró su inquietante y blanca sonrisa, pero no dejó de caminar.

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