El alfabeto de Babel (56 page)

Read El alfabeto de Babel Online

Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Grieg oyó unos apresurados pasos, aunque debido a la forma del presbiterio no alcanzó a ver quién venía velozmente a su encuentro.

Escuchó el pitido de un intercomunicador y a continuación seis palabras que le dejaron sin aliento.

—Sí, está aquí. Ya lo tengo.

63

Gabriel Grieg se sintió desconcertado al comprobar que el guardián que le acababa de detener era el mismo gigante que les había abierto las puertas de la catedral, a Catherine y a él mismo, la noche anterior.

Atónito, escuchó las palabras que salían de sus labios sin comprender qué estaba sucediendo.

—Aquí, control… —dijo el guardián jefe a través del intercomunicador mientras miraba fijamente a los ojos a Grieg—. Tengo delante al hombre al que te refieres… Sí, el mismo, con chaqueta ancha de piel negra, pantalones téjanos y camisa oscura… Sí… Bien. Todo está correcto. Se trata de un malentendido. Es cierto…, es cierto… El tipo ha entrado, como tú dices, con un grupo… Sí, de diez en la autorización… Sí, ya sé que contaste once en la calle. Sí, ha entrado con el grupo, pero tiene pase individual. Todo correcto.

Grieg no entendía a qué se debía todo aquello. El guardián presionó un botón y le dirigió la palabra.

—Bueno… ¡Ya está! Todo arreglado.

—Gracias por echarme una mano. La verdad es que te agradezco…

—No necesita agradecerme nada, señor Grieg —le interrumpió el vigilante—. Mientras hacía la ronda, le he visto entrar…, ¿cómo le diría?, de una manera extraña en usted, y me he dicho: ¡ésta es mi gran oportunidad!

—¿Tu gran oportunidad? No sé a qué te refieres.

—No me gusta deber favores. Los favores, si no son correspondidos debidamente, se vuelven en contra de uno mismo.

—Sigo sin comprender.

—Pues es muy sencillo: a usted le debía un gran favor y acabo de devolvérselo.

—¿Un favor? ¿A mí? —preguntó Grieg sin entender en absoluto de qué estaba hablando el vigilante jefe.

—Sí. Fue durante mi primera semana de trabajo aquí en la catedral, hará unos tres años, y nunca lo olvidaré. Verá, durante el tiempo que estuvo abierta la capilla de la Purísima, para que repararan el cepillo de las limosnas, me confiaron, para su custodia, durante unas horas, las llaves de plata que sostiene en sus manos la Purísima Concepción. ¿Sabe usted a qué llaves me estoy refiriendo?

—Naturalmente, son las llaves simbólicas de Barcelona.

—Así es. Una auténtica reliquia de 1561, de cuando una terrible epidemia de peste se extendió por la ciudad. Bien. Las dejé un instante en la capilla del Cristo de Lepanto, junto al camarín, para anotar en mi diario un cambio de relevo. Fue un instante apenas, pero las llaves de plata ya no se encontraban en el lugar donde las había dejado: ¡habían desaparecido! Recuerdo la desesperación y la angustia de aquel día. —El gigante se tocó levemente la frente con una de sus enormes manos—. Estuve una hora y media dando vueltas por la catedral como un ánima en pena, sin decidirme a comunicar el hecho a mis superiores.

—Me parece terrible, pero ¿qué tengo yo que ver con todo eso?

—Todo, usted tiene que ver con eso, todo, señor Grieg…

—Explícamelo, porque…

—Se lo explicaré. Ese día, cuando ya por fin me decidí a poner en conocimiento de mis superiores la desgraciada novedad en el servicio, usted pasó a mi lado y se percató de que a mí me sucedía algo extraño. Otro hubiese pasado de largo, pero usted no lo hizo y me ayudó. Quizá si no lo hubiese hecho, ahora mismo no tendría este trabajo, o quizás algo peor. Nunca lo olvidaré, me dijo: «¿Le ocurre algo? ¿Se encuentra bien?».

—Perdona, pero, francamente, no lo recuerdo —dijo Grieg.

—Lógico. Fue una conversación de apenas unos segundos. Yo le respondí: «Han robado una reliquia». Sólo dije eso, nada más, y usted me preguntó: «¿La reliquia estaba fuera de su lugar habitual cuando la robaron?». Aunque no comprendí aquella pregunta tan… —el vigilante parecía no encontrar las palabras adecuadas—, tan… propia de alguien con un carácter muy especial, yo le contesté angustiado: «Sí», y usted, mientras se alejaba portando varias carpetas, me respondió una frase que no olvidaré nunca… Me dijo: «Seguramente la reliquia habrá vuelto de nuevo, como por arte de magia, al lugar donde está normalmente».

—¿Y fue así?

—Sí, así fue. Cuando volví, las llaves de plata estaban junto a los pies de la Purísima. Estuve más de dos meses sin entender qué había podido suceder.

—¿Ya has encontrado la solución al misterio?

El gigante y Grieg sonrieron al unísono.

—Naturalmente. ¡Faltaría más, señor Grieg! Si después de estar tanto tiempo trabajando aquí no supiera eso…, me podría considerar un lelo «de los grandes» —ironizó el vigilante, haciendo referencia a su estatura.

—¿Cómo lo supiste? —preguntó Grieg.

—Viendo en acción a la mismísima doña Urraca.

—¡Doña Urraca! —repitió Grieg, sonriendo—. Es una forma realmente gráfica de llamarla.

—Los de seguridad y muchos de los feligreses asiduos ya estamos al corriente de sus hurtos de urraca. Es una señora que conoce palmo a palmo la catedral. Es realmente sorprendente. Cuando ve un dibujo, ya sea una postal o una estampa…, sea lo que sea, si está vinculado con algún elemento de la catedral, los relaciona, y una fuerza irrefrenable la motiva a colocarlos juntos. Ya sean cirios con la imagen de san Pancracio o las mismísimas llaves de plata de la Purísima.

—¿Y has podido averiguar qué le impulsa a obrar de ese modo?

El guardián miró hacia los lados, puso una picara mueca en los labios y entornó los ojos al tiempo que bajaba la cabeza.

—La pobre mujer está un poco… —El gigante giró varias veces su dedo índice apuntándolo hacia la sien—. Creo que fue a raíz de una hija que perdió en el parto, o algo así… Si tengo ocasión, ya se lo contaré algún día. Perdone, pero el servicio me obliga a continuar con mi ronda, pero antes dígame una cosa: ¿por qué ha venido esta noche a la catedral?

—Busco a una persona. Se trata de un hombre de mediana estatura, bastante calvo, delgado, de poco más de sesenta años y que tiene una mancha roja que le cubre parte de la mejilla izquierda. ¿Lo has visto?

—Lo siento, pero no me está permitido hablar de ello sin incumplir las normas, señor Grieg —el gigante se quedó pensativo durante unos segundos—, pero volviendo al tema de doña Urraca…, trabajar a diario en un lugar tan singular como es la catedral… te vuelve diferente. Más que hacerte cambiar, te transforma. Créame que empiezo a comprenderla. ¿A que no sabe cuál ha sido la imagen que me ha venido a la cabeza cuando me ha mencionado la persona que está buscando?

—Sinceramente, no.

—Es normal. No lo hubiese adivinado ni en mil años. ¡Ni más ni menos que la casilla número 58 del juego de la oca! ¡Fíjese, qué cosas! —exclamó el vigilante, que sonriendo se alejó hacia el ascensor que conduce a la terraza de la catedral—. Bueno…, voy a continuar con la ronda. Y créame: «pórtese bien», porque ahora ya estamos en paz.

El gigante, sin pretenderlo, le obligó a pensar en el juego de la oca para tratar de comprender qué le había querido decir. «¿La casilla número 58?»

La primera impresión que le embargó fue que se encontraba encerrado dentro de una espiral y que había caído en la casilla del laberinto en su parte más recóndita.

Un laberinto en el interior de otro laberinto.

64

Grieg sospechó que si resolvía el misterio, encontraría al taxista y conocería la identidad de las personas que estaban junto a él. Inició un conjunto de deducciones para interpretar por qué había acudido precisamente aquella imagen, y no otra, a la mente del vigilante.

«El número 58 en el Juego de la Oca es la casilla de la muerte. Habitualmente se representa con el símbolo de una calavera sobre dos tibias. Sin embargo, pensar en muertos en un lugar como éste es muy poco clarificador: hay muertos en todos los rincones de la catedral. Un símbolo de ese tipo está representado en multitud de sepulturas y, sobre todo, esculpido sobre las losas de piedra. ¿Qué le habrá hecho pensar en la casilla 58, la de la calavera, en un lugar atestado de tumbas?»

Grieg llegó a la conclusión de que debía de ser un lugar concreto dentro de la catedral.

Repasó las claves iniciáticas que de un modo inconsciente podrían haber inducido al vigilante a pensar en la casilla 58.

«El juego de la oca parte de una casilla inicial que no está numerada, y asciende en espiral, sin desviación posible, hasta un idílico lugar, que algunos ubican en el Cielo.» A Grieg le resultó imposible evitar que en su razonamiento se yuxtapusiera, en aquellos momentos, y de un modo inapropiado, la imagen de la torre de Babel.

«Hay casillas que son neutras, donde el jugador que cae en ellas ni avanza ni retrocede. Normalmente se simbolizan con animales, juegos infantiles o escenas de la vida cotidiana. No es esto. ¡Vamos! En otras casillas —prosiguió con su razonamiento—, se avanza: las ocas, los puentes…, y en otras el jugador se ve obligado forzosamente a detenerse… Éstas acostumbran a ser utensilios, edificios y construcciones erigidas por el hombre. La escalera, el hotel, el laberinto, el pozo, la cárcel… Y después está la muerte, que te obliga a volver a la casilla inicial.»

Gabriel Grieg, abatido, se vio a sí mismo portando el «dibujo mental» de una calavera sobre dos tibias, para ir a depositarlo encima del lugar donde le había sugerido involuntariamente el vigilante.

«¡Estoy haciendo lo mismo que hace doña Urraca!», pensó Grieg, angustiado. Se vio atrapado en una secuencia endiablada de hechos incontrolables, que le colocaban en el vórtice de una espiral, que estaba poniendo a prueba el límite mismo de su capacidad mental.

«Quizás a doña Urraca le pasó lo mismo que a mí y su mente no pudo soportarlo.» Rápidamente dejó de escudriñar mentalmente aquel terrorífico pensamiento.

Infatigable, volvió a su análisis anterior.

«¿Qué ha pretendido decirme el guardián en relación con la casilla 58?»

«Ya hasta establezco "asociaciones psicopáticas": Forrest Gump», pensó al ver adherida en la reja de una capilla una pequeña pluma de ave, segundos antes de darse cuenta de que ya había encontrado la solución.

«¡Plumas de ave! ¡Plumas de oca! ¡Ocas reales! ¡De carne y hueso! Me estaba hablando de las ocas del claustro que están totalmente rodeadas de losas con el símbolo de la calavera y las tibias. ¡Debí darme cuenta mucho antes!»

Se acercó hacia las dos puertas situadas en un extremo del transepto, en el mismo momento en que el grupo de japoneses que había entrado con él pretendía pasar a ver el claustro, pero un guardián se lo impidió.

Se colocó junto a la pila de agua bendita y esperó a penetrar sin que se diera cuenta el vigilante que protegía las puertas.

Tras esperar unos minutos, el guardián entró en el claustro.

Como impulsado por un resorte, Grieg asumió el riesgo de entrar, con la excusa preparada, en caso de que lo abordaban: podía decir que ignoraba que no estaba permitida la entrada al claustro.

Había tenido suerte.

El claustro, por alguna razón que Grieg no alcanzaba a comprender, se encontraba totalmente a oscuras. Únicamente penetraba en él la débil luz de las farolas de la calle.

El guardián se había dirigido hacia el patio central del claustro, donde están ubicados los aseos. Cuando volvió a salir en dirección al portón situado en el transepto, Grieg ya estaba parapetado entre las sombras junto a la caseta de las ocas.

Caminó sobre las lápidas de las tumbas que aparecían oblicuamente iluminadas por una tenue luz que las hacía brillar de un modo espectral, como si se tratase de la superficie de un lago.

Había centenares.

Agachándose, rozó con las yemas de los dedos una calavera sobre dos tibias de piedra, desgastada por millones de pisadas, entre las cuales, quizá, se encontraran la de los propios que estaban enterrados bajo ella.

Grieg tuvo un pensamiento sobrecogedor.

La totalidad de las lápidas sepulcrales del claustro no estaban colocadas unos centímetros por encima de unas tumbas que contuvieran, cada una de ellas, un cadáver. No. Aquel claustro fue, sin lugar a dudas, uno de los espacios más codiciados durante la Edad Media en Barcelona.

Cada losa daba acceso a unas retorcidas escalinatas que descendían hasta unas criptas dantescas, donde en algunos casos se llegaron a sepultar a la totalidad de los componentes de una cofradía medieval. Aquellas criptas no fueron concebidas para sepultar un número limitado de difuntos, sino que tras el amontonamiento de los huesos se podían enterrar, en un muy restringido espacio, gremios enteros.

La naturaleza de los sucesos de las últimas horas no hacía del todo descartable, que tuviese que entrar en el interior de una de aquellas húmedas criptas de paredes rezumantes.

Le producía escalofríos pensar que tenía que bajar por una tortuosa escalera clausurada desde hacía siglos. Grieg intentó detectar algún pequeño montículo de tierra; comprobó incluso si entre aquellas losas de piedra y mármol del claustro se distinguía, por nimio que fuese, el más leve destello de luz.

No podía creer lo que le sucedía.

Cuando sus ojos se habituaron de nuevo a la oscuridad, advirtió que de la puerta de
la sala
capitular, situada en la pared norte del claustro, se escapaba una rendija, alargada y muy tenue, de luz.

Se acercó con celeridad. Sabía que cualquier segundo que perdiese en aquellos momentos podría resultarle fatal en el futuro. Entró en la sala, donde imperaba un fuerte olor a madera reseca, a cera petrificada de siglos y a barniz añejo bajo la polvorienta superficie de los vetustos techos artesonados.

Sin hacer el menor ruido, se dirigió hacia una puerta iluminada con un débil resplandor proveniente del fondo de la sala capitular. De inmediato, pudo escuchar la voz de una mujer que dialogaba con otras personas que se encontraban, como ella, sentadas alrededor de una mesa situada bajo los lienzos de la Pietat y una tabla con escenas de la vida de san Onofre.

Su voz apenas era un susurro.

Grieg comprobó que en la sala interior estaban conversando cuatro personas, pero apenas podía distinguirlas, debido a la muy escasa iluminación.

Con esfuerzo, logró ver la cara de una persona de unos sesenta años.

Se trataba de doña Urraca, la mujer a la que se había referido el vigilante y el «espectro» que los ayudó a encontrar la cabeza de dragón en el coro.

Other books

Night With a Tiger by Marissa Dobson
All The Stars In Heaven by Michele Paige Holmes
The Denial of Death by Ernest Becker
Sword at Sunset by Rosemary Sutcliff
No Fortunate Son by Brad Taylor
Red Ribbons by Louise Phillips