El alfabeto de Babel (65 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

Cuando vio que el guardián de la cabeza casi rapada introducía la mano en el bolsillo y posteriormente extraía de él un objeto alargado, se repitió de nuevo, igual que si se tratase de un mantra macabro, aquella sucesión de pensamientos encadenados: «No puedo morir. No voy a morir. Aún tengo la Chartham y el pentágono de piedra».

Más que encontrarse atenazado por el miedo, le angustiaba la posibilidad de ser torturado en aquel oscuro callejón: «¿Por qué si no me han traído hasta aquí».

El guardaespaldas de la cabeza rapada al uno extrajo un machete y lo detuvo a escasos centímetros de su cuello.

Para tranquilizarse, se dijo que aquel tipo sólo se estaba vengando por lo que le hizo en la torre de Sant Maties. «¡No debo temer nada! ¡No se lo va a tomar como algo personal!»

El machete se dirigió velozmente hacia su cuello y pasó a escasos centímetros de la nuca, hasta detenerse a su espalda, donde cortó de un tajo la tira de plástico que le oprimía fuertemente las muñecas.

Los dos agentes se volvieron y rápidamente se introdujeron en el Land-Rover, que se alejó a toda velocidad por la calle Sicilia.

En el suelo, habían abandonado un estuche de pequeñas dimensiones forrado de terciopelo negro.

Sin demora, lo abrió y contempló que en su interior había un papel del tamaño de una cuartilla, que a su vez envolvía delicadamente un objeto alargado y relativamente pesado en relación con su tamaño.

El papel estaba escrito tanto en el anverso como en el reverso y mostraba, antes de ser desplegado, un texto parcial, escrito junto al esquema de un jardín botánico:

… con total garantía para su persona.

Le estaré esperando.

Venga completamente solo y sobre todo traiga consigo los elementos.

No le resultará difícil encontrar el lugar, porque…

La cuartilla, al envolver por completo la pieza que contenía, le impidió continuar leyendo.

Rápidamente desenvolvió el papel y contempló asombrado un objeto. Tras analizar pormenorizadamente su forma, le provocó un estremecedor y sorprendente presentimiento.

«¡Ojalá sea cierto lo que estoy pensando!»

78

Eran exactamente las dos y trece minutos de la noche cuando Gabriel Grieg se detuvo delante de una verja que ya había cruzado con anterioridad hacía unas horas.

La cancela de la calle Segovia.

Si su presentimiento resultaba cierto, podría zafarse de sus adversarios y dispondría de la posibilidad de salir con vida de la trampa, que, sin duda, le tenían preparada.

Se trataba de una posibilidad remota, pero era la única que podría llegar a resultarle ventajosa.

Si se equivocaba y su premonición resultaba ser finalmente una conjetura errónea, únicamente le quedaría la eventualidad de seguir el periplo que figuraba en la carta que le habían entregado los matones en el callejón. Pero si finalmente resultaba ser acertada…, se le abriría por delante un tiempo precioso.

Gozaría de la oportunidad de mover los hilos a su favor, para contrarrestar la inmensa ventaja de medios y de información que le llevaban sus contrincantes.

Grieg extrajo el estuche de terciopelo negro.

Apareció una llave que tenía en el ojo, soldado, un pequeño flabelo o
muscarium:
uno de los símbolos del poder papal; un pequeño abanico de plata que reflejó un mortecino rayo de luz proveniente de una vieja farola. Introdujo la llave en la cerradura y la giró.

Comprobó con satisfacción que su deducción había sido la correcta: el portalón no ofreció resistencia.

No quiso dejarse llevar por la complacencia que le había provocado aquel hecho que en sí no significaba nada. Sabía de viejas llaves maestras que abrían multitud de rejas, que clausuraban callejones y que al mismo tiempo eran capaces de abrir los portones de las iglesias. Aquello era inquietante y al mismo tiempo esperanzados.

Parapetado por las sombras, llegó al mismo portal en el que había estado esperando en vano al taxista esa misma noche y vio el empinado tramo de escalera que conducía directamente a la robusta puerta de roble. Encendió la linterna y subió lentamente, uno a uno, los escalones. En su puño cerrado, llevaba las dos llaves: la «del cardenal» y la que le dio el taxista.

Y se dispuso a hacerle «trampas» a la muerte.

Sin duda, estaban controlando sus pasos, pero no en el lugar donde se encontraba en esos momentos. Grieg se aseguró, absolutamente, de que no le habían seguido hasta allí.

Nadie podría sospechar siquiera que el providencial encuentro con el taxista se había producido.

Al citarle en aquel lugar, por alguna razón que Grieg desconocía, le había concedido una oportunidad excepcional. «Aunque sea únicamente una posibilidad remota debo asegurarme de que el insólito hecho sea posible.»

Abrió la carta que le habían entregado junto con la llave en el callejón y leyó las líneas finales de un texto que le indicaba los lugares donde se suponía que debería entregar la Chartham y el pie de Tiziano, con las suficientes garantías de confidencialidad y seguridad. Aunque, lógicamente, la dirección de la calle no figuraba en aquel texto, ya que se lo hubieran facilitado en el último enclave de la «ruta trazada» por el cardenal.

… Encontrará la llave que abre la puerta sujeta a la celosía de bronce.

Abra la puerta y espere a que acuda el negociador…

Deslizó la mano por el lugar que indicaba la nota.

Notó con alivio, tras unos largos segundos de inquietud, que había una llave. «Sin duda es el destino final hacia el que debía dirigirme.» La llave estaba adherida a la parte lateral de una celosía de bronce con un lacre rojo y junto a la retícula de un bajorrelieve. Inmediatamente, separó, con sumo cuidado y procurando que no se rompiera el sello, la llave de la puerta con la ayuda de su navaja.

Introdujo la llave y la giró.

Y la puerta se abrió.

Mientras le acompañaba la inquietante sensación de que se estaba adelantando a su propio destino, pensó que tenía que aprovechar el tiempo antes de que se percatasen de que sucedía algo extraño. Se sentía un intruso dentro de su propio tiempo. «¿A qué deberé enfrentarme ahí dentro?», se preguntó con desasosiego.

Tras cerrar la puerta, se percató que aquel lugar estaba abandonado desde hacía más de treinta años. En el vestíbulo, había una vieja mesa de madera pintada de negro, rodeada de percheros y roperos infantiles, medio ocultos por unas pequeñas cortinas cubiertas de polvo.

Aquel enorme caserón parecía haber sido algún día, un internado infantil o un hospicio. Grieg lo dedujo porque el elemento arquitectónico más destacable de aquella residencia abandonada. Gruesos barrotes de hierro que protegían todas y cada una de las escasas ventanas que se comunicaban con el exterior.

Grieg ascendió por unas polvorientas escaleras que morían en un angosto pasillo, al que se asomaban los sucios cristales de tres aulas cubiertas de polvo, y pobladas de pequeños pupitres, tarimas de madera carcomida, desvencijadas bolas del mundo, vetustos mapas de geografía con los cantos deshilachados y gastados borradores tirados por el suelo bajo las deslustradas pizarras.

Y ninguna de las tres aulas se abocaba a la calle.

Al final del pasillo, se encontró con dos grandes habitaciones que tenían dos docenas de camas cada una de ellas. En un extremo, había una puerta abierta donde podían verse unos aseos con pequeños retretes y lavabos a baja altura, adaptados para niños.

En aquel lugar, parecía que el tiempo se hubiese detenido en algún día impreciso de 1950. Faltaban en cada aula los dos retratos y la cruz, que pendían tras el profesor y frente a los alumnos; alguien los había retirado, pero aún se notaban sus marcas en la pared.

Grieg ascendió un nuevo tramo de escalera que conducía a una puerta sobre la que pendía, aún, un cartel admonitorio:

TERMINANTEMENTE PROHIBIDO EL PASO

Tras abrir la puerta y apuntar con su linterna hacia el interior de la cámara, Grieg se encontró con una ambientación sorprendentemente singular.

Era una sala de dimensiones notables que tenía en su mismo centro y acotado por grandes vidrieras un espacio interior.

La parte externa de los grandes vitrales conformaban en su periferia un prodigioso claustro de cristal, de forma rectangular; sus ángulos redondeados llegaban hasta el mismo techo. Estaba formado completamente por vitrales magníficamente compuestos.

«Qué lugar tan extraño», pensó Grieg, en tanto recorría la gran sala observando las vidrieras, pero sin dejarse impresionar por su belleza, ya que aparecían ante la luz de la linterna con todo su colorido.

El atractivo que mostraba aquel lugar resultaba perturbador, porque además de los maravillosos
vitralls,
desde allí, se podían apreciar, a la misma altura, con absoluta proximidad y nitidez, la terraza de la catedral, sus gárgolas de fauna, los contrafuertes del ábside, el Palau del Lloctinent y la propia Plaça de Rei.

Grieg, rasgando levemente con la uña la grisalla de los vitrales, analizó su textura al tacto sin dejarse llevar por la inquietante naturaleza de las imágenes que en ellos se reflejaban.

En uno de los extremos del «claustro de cristal» destacaba una gran composición que mostraba la reproducción de un cuadro de Guariento di Arpo, donde podían contemplarse un conjunto de diecisiete mujeres-ángeles armadas con lanzas y que portaban grandes escudos que les protegían gran parte del cuerpo. Bajo el vitral, un cartel citaba la procedencia y el título del cuadro homenajeado.

MILICIAS CELESTIALES

GUARIENTO DI ARPO

SIGLO XIV

MUSEO CÍVICO (PADUA)

En tanto caminaba lentamente en torno a la insólita galería de cristal, analizó las figuras sin dejarse llevar por la incuestionable belleza de su realización. Estudió pormenorizadamente su composición plástica y sus innegables intenciones alegóricas.

Junto al gran vitral de las mujeres-ángeles, había multitud de figuras alegóricas en el interior de hexágonos; representaban la gramática, la aritmética y la lógica. Junto a ellas, y en una clara carga simbólica, aparecían figuras cristalinas, tales como conejos, leones, ciervos, y otros leones que devoraban gacelas y que aludían sucesivamente a la humanidad que se entrega a Cristo, su realeza, su bondad y, finalmente, a Cristo vencedor del Maligno.

«¿Por qué sería éste el final de mi trayecto, según la ruta anotada en la carta», se preguntó. Contempló el extraño claustro en su totalidad, en tanto sospechaba que en su interior, sin duda, estaría la solución al enigma. Sin demora, se dirigió hacia un vitral con una representación, que aunque escorzada, resultaba transparente y que representaba las aguas del lago Tiberíades.

Apuntó con la linterna a través de ella.

Entre reflejos fantasmagóricos y cristalinos, llegó a vislumbrar una gran mesa redonda y un mueble alargado que no acabó de atisbar con total claridad.

Se dirigió hacia una de las dos entradas situadas en los lados más cortos del gran rectángulo de cristal.

Lentamente hizo descender un pequeño tirador de cobre.

Dos grandes puertas de cristal se abrieron ante él dejando a la vista un escenario que obligó a que Gabriel Grieg cerrara durante unos segundos los ojos y aspirase con fuerza el aire que llegó con una fuerza inusitada hasta sus pulmones.

79

Si tan sólo unas horas antes hubiese contemplado lo que se mostraba ante sus ojos, el impacto que en aquellos momentos estaba recibiendo habría resultado aún mucho más espeluznante. Sin embargo, desde la irrupción de Catherine en su vida había aprendido a analizarlo todo detalladamente, por lo que nada debía extrañarle.

Nada.

Nadie.

Había aprendido en las últimas extraordinarias e insólitas veinticuatro horas a examinarlo todo con frialdad, y era plenamente consciente de que aunque los acontecimientos superasen, con creces, los límites de lo meramente racional o concebible debía hacerles frente con absoluta racionalidad.

Todo estaba fríamente calculado desde las sombras.

En primer lugar, se dirigió caminando sobre un suelo de tablones finamente ensamblados hacia una mesa de madera de forma circular situada en el mismo centro de aquel singular acristalamiento.

La luz de la linterna provocaba en los vitrales formas aberrantes.

La mesa tenía aproximadamente dos metros de diámetro y junto a ella había dos sillas que, al igual que la mesa, eran de una madera primorosamente tallada y estaban colocadas una frente a la otra.

Una de las sillas tenía grabada en el óvalo de su respaldo la cabeza de un león con las fauces abiertas; en la otra se podía observar la figura de una gacela en actitud de salto.

Grieg se limitó a examinar todo aquello sin tocar absolutamente nada. Procuró no dejarse turbar en modo alguno por la inquietante presencia del «objeto» que tenía detrás de él y que ya había visto antes, esa misma tarde. Observó detenidamente las sillas, y después se fijó en la mesa, especialmente en la elaborada talla de la tabla, que mostraba un báculo sobre un lecho de hojas y frutos de avellano, así como en la vela apagada y a medio consumir que había casi en su mismo centro.

Un detalle llamó poderosamente su atención: toda la estancia tenía depositado sobre la superficie del suelo y el soporte de la mesa una densa capa de polvo. Sin embargo, la tabla aparecía completamente impoluta.

«No creo que nadie se haya molestado en limpiar la mesa», pensó Grieg, que deslizó suavemente el dedo índice por la superficie de la labrada mesa. De inmediato, se dispuso a buscar el componente que, creyó, le faltaba a aquel mueble.

Escudriñó por toda la estancia que quedaba dentro del rectángulo de cristal, pero no encontró lo que estaba buscando, por lo que volvió a salir al pequeño claustro exterior.

Las imágenes multicolores de los vitrales se sucedían bajo la luz de la linterna. Grieg trató de no recrearse en ellas.

Buscaba un cristal especial.

Un cristal… transparente.

Tras dar una vuelta completa al corredor, un débil reflejo de luz proveniente de un rincón le hizo pensar que había encontrado lo que estaba buscando. Lo observó detenidamente, apuntando la linterna de manera que pudiese estudiarlo al trasluz. Se trataba de un cristal completamente transparente… y circular. Ese detalle era lo que le había llamado la atención.

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