El alfabeto de Babel (68 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

—Muéstreme su juego y se lo diré. No sé qué significará su vida para usted, pero le aseguro que tratándose de lo que aquí se dirime la mía carece totalmente de importancia. Este color púrpura —dijo Münch, señalando la banda roja que llevaba alrededor de su cintura— simboliza el estar dispuesto a llegar al sacrificio y al martirio, si fuera necesario, para inmolarme en nombre de la cruz.

—Tendrá que ser mucho más específico, cardenal.

—Nos queda muy poco tiempo. He logrado que durante una hora, nadie, absolutamente nadie, nos moleste, pero desafortunadamente el tiempo se agota. Y para que sepamos en todo momento cuánto tiempo nos queda, emplearemos un reloj.

Grieg estaba completamente convencido de que el cardenal extraería el reloj de Perrenot, pero su expresión se desencajó cuando vio brillar en sus manos un objeto que ya conocía.

Se trataba de la llave de bayoneta-daga que abría la puerta de la cripta de la iglesia de Just y Pastor. Lo realmente sorprendente y lo que le confundió terriblemente fue que incluía la afilada punta que él mismo arrojó al interior de la cripta esa misma madrugada.

—¿Qué clase de reloj es una daga? —preguntó Grieg, que se resistió a entrar en el interior del claustro de cristal.

—¿Quiere saber la historia de la punta de esta daga durante las últimas catorce horas? —dijo Münch.

Grieg pensó inmediatamente en Dos Cruces.

El cardenal, tras un movimiento enérgico e imprevisto, clavó la daga por la parte alejada de la punta y que poseía un bellote, una pieza metálica alargada que se introdujo en la madera, en el mismo centro de la mesa: atravesó la letra «J» tallada en ella.

La afiladísima punta quedó apuntando hacia el techo.

—¿Ve la diferencia de altura que hay entre el final de la daga y la parte superior de la llama de la vela? —preguntó el cardenal—. Ése es el tiempo del que disponemos para dirimir nuestras diferencias y llegar a un acuerdo…

Gabriel Grieg miró la escasa distancia en centímetros, a favor de la llama con respecto a la afilada punta de la daga, y un presagio horripilante oscureció sus pensamientos: «El tiempo, como máximo, que nos queda de vida a uno de los dos es de quince minutos».

84

El cardenal Münch, a pesar de la leve luz de la vela, escrutó en el rostro de Grieg un rictus de duda y creyó oportuno forzar al máximo la situación, para convencerle de la conveniencia de sentarse a negociar en el interior del claustro de vidrio.

—Esa «llave de bayoneta», afilada y con forma de daga, que está clavada en la mesa —Grieg habló sin penetrar en ningún momento en el claustro— tiene una pieza que yo mismo arrojé esta mañana al interior de la cripta de la iglesia Just i Pastor. La otra mitad nos la robó, a Catherine y a mí, una persona a la que usted se ha referido antes. Si quiere ver la Chartham y el pie de Tiziano, debería comenzar por explicarme cómo llegó esa llave-daga a su poder.

Münch evaluó rápidamente los conocimientos que había acumulado Grieg en muy poco tiempo.

—El detalle sobre el que parece mostrar tanto interés carece de importancia. Lo importante es que el estilete está aquí, marcando el tiempo que le queda para intercambiar un trozo de mármol de forma pentagonal y un papel apergaminado por un auténtico tesoro.

Grieg supo en aquel momento, exactamente, lo que Catherine trató de advertirle en la suite del hotel Arts cuando le habló del efecto
«res nullius»
que acompañaba siempre a la Chartham, y que hacía muy difícil creer lo que en realidad significaba. El cardenal trataba de explotar al máximo ese fenómeno para aturdir a Grieg.

—Usted me ofrece un tesoro a cambio de un «trozo de mármol y un dibujo» —convino Grieg de un modo sarcástico—. No estoy interesado en ello. Hábleme de Catherine. ¿Qué han hecho con ella? Yo le mostraré lo que quiere ver, a cambio de que me hable de Catherine.

El cardenal extrajo dos sobres lacrados y los depositó junto a la luz de la vela.

Grieg comprendió que había llegado el momento de la negociación.

De un modo u otro debería hacerlo algún día.

«Si debes tomar una decisión inevitable, cuanto antes la tomes, mejor.» Grieg recordó el consejo que le dio su
padrí hacía
muchos años. El cardenal le había prevenido de que si entraba en el claustro de cristal, sólo uno de los dos saldría con vida. ¿Qué mejor ocasión para conocer qué le había sucedido a Catherine y averiguar, de paso, si Dos Cruces estaba muerto, sin verse obligado a renunciar al juramento de enfrentarse a él personalmente en duelo, que la oportunidad que el cardenal le ofrecía?

Gabriel Grieg entró en el claustro de cristal, plenamente consciente de lo que implicaba su acción, y se sentó en la silla de madera que había dejado libre el cardenal Münch y que tenía grabada en el respaldo la cabeza de un león con las fauces abiertas. Depositó encima de la mesa su bolsa y extrajo un pliego de papel apergaminado y un trozo de mármol de forma pentagonal.

—Parece que por fin ha entrado en razón… —dijo el cardenal, con la expresión turbada y sin apartar ni por un momento la vista del corpus de la Chartham y del pie de Tiziano—. Veo que tiene el dibujo hecho a tinta sobre papel y lo que parece ser la peana de este artilugio. —Münch extrajo el reloj de sobremesa de Perrenot—. Compruebo que usted se muestra comprensivo y estoy dispuesto a ser muy generoso. Si me permite…

El cardenal alargó la mano con la intención de que Grieg le autorizase tocar la Chartham, pero se negó a ello.

—Eminencia, sigo esperando su oferta a cambio de estos objetos. Una proposición real —Grieg remarcó claramente la última palabra— y equivalente a la importancia de lo que yo aporto a la partida.

—¿Me permite sostener el pliego de papel y el pentágono de mármol un instante entre mis manos?

Grieg reflexionó acerca de la conveniencia de acceder a la petición del cardenal Münch.

—¿Se refiere a la Chartham y al pie de Tiziano? —preguntó Grieg—. Tenga, pero no desdoble en ningún momento el pliego de papel.

El cardenal, tras tomar delicadamente los objetos que Grieg había depositado en el centro de la mesa, acarició el papel apergaminado y observó con todo detenimiento los grabados del pentágono de mármol.

—¿Quiere que hablemos del tesoro que puedo ofrecerle a cambio de estos componentes? —preguntó Münch.

—Hay muchas clases de tesoros. Ahora mismo no sé a cuál de ellos se está refiriendo, eminencia.

—Le estoy hablando de un auténtico tesoro, de lo que la gente vulgar entiende por tesoro, pero para ello necesitaría una pieza más.

El cardenal Münch alargó el pie de Tiziano y lo colocó junto a la vela para que se iluminase y se pudieran apreciar los detalles con mayor nitidez.

—¿Se ha fijado usted en las cuatro marcas que tiene la base del reloj?

—Las conozco, cardenal.

—Necesito un objeto que aplicado a esas cuatro aberturas nos muestre la verdadera función de esta pieza de mármol. Para extenderle el documento que le exonera de toda responsabilidad, antes debo averiguar si usted tuvo acceso y retuvo el «utensilio» que abre la peana del reloj.

—Yo no le aconsejaría que fuese demasiado curioso con ese objeto, pero si insiste, quizá le pueda facilitar la tarea.

Los pequeños y oscuros ojos del cardenal parecieron iluminarse de repente.

Grieg introdujo la mano en su bolsa y extrajo dos elementos. Cuidadosamente, los depositó en el centro de la mesa junto al pie de Tiziano y bajo la vela, cuya llama estaba casi a punto de llegar a la misma altura de la punta de la daga.

Fedor Münch, perplejo, se quedó mirando fijamente a Grieg sin saber realmente qué pensar.

—¿Un martillo y un…
cold chisell
—exclamó el cardenal, que no encontró el término adecuado cuando vio el cortafrío—.

No se trata de acceder a su interior rompiéndolo. Si no se abre del modo adecuado, su valioso contenido se destruirá.

—Precisamente por eso he colocado sobre la mesa ambos objetos. Si ustedes han estado durante siglos temiendo que alguien, desde el exterior, se apoderara de sus códigos secretos, destrúyalos ahora que tiene la oportunidad, así, «todo» continuará tal como está ahora. ¿No es eso lo que quiere?

Un extraño fulgor brillaba en los ojos de Münch.

—¡Escúcheme bien, señor Grieg! Observe la llama de la vela, el tiempo se nos está agotando a los dos. ¿Me comprende?

Grieg intuyó que había llegado el momento de la verdad. Volvió a introducir la mano en su bolsa y extrajo una tela de color rojo que envolvía un objeto oscuro y relativamente pesado que había extraído, junto a otros pequeños objetos, esa misma tarde y a golpes de martillo y cortafrío, del Passatge Permanyer, poco antes de que Catherine le «desposeyera» de la Chartham.

Se trataba de una pequeña garrapata de hierro de claras concomitancias con el bestiario gaudiniano y de la que sobresalían cuatro protuberancias de diversa longitud cada una de ellas, y que encajaban perfectamente con los entrantes de la peana del reloj.

La depositó sobre la mesa.

El cardenal observó el extraño objeto; aunque fuese la primera vez que lo veía en su vida, intuyó inmediatamente cuál era la función específica para la que había sido construido.

—Compruebo admirado que ha logrado muchos progresos en tan sólo unas horas. Ha llegado mucho más lejos de lo que yo nunca hubiese sospechado. Ha sido muy magnánimo y tendrá su recompensa, ¿por qué se muestra tan pródigo, señor Grieg? Creía que sería mucho más renuente a…

—En veinticuatro horas he aprendido que no se debe curiosear demasiado en los objetos que reposan ahora mismo encima de esta mesa. Yo que usted no escudriñaría en su interior. Si se los he mostrado, es porque quiero averiguar dónde está Catherine.

—¿Pretende acaso decirme que no tiene curiosidad por conocer el secreto de Brueghel? Además, está el tema del tesoro… Si este objeto abre la peana del reloj… Por cierto —el cardenal Münch se mostraba más seguro de sus movimientos y su tono de voz sonaba sin alteración alguna—, este objeto no parece ser la llave original, sino que alguien se tomó una gran molestia en el diseño de su forma, sin duda modernista, y en la distinta longitud de los salientes. ¿De dónde la sacó? ¿Cómo la consiguió?

—Es fruto de mis secretos y de mis, como he constatado, peligrosas correrías infantiles. Digamos que era una figura que me fascinaba de niño y que formaba parte de un extraño y sucio cenicero que descansaba sobre una vieja consola de caoba.

—¿Cómo dice? —preguntó Münch, que apartó por un momento la vista de la curiosa llave.

Grieg, sin contestar, observó la llama de la vela, que casi había alcanzado la misma altura de la afilada punta de la daga. El plazo de tiempo augurado por el cardenal Münch estaba agotado.

—No tengo ningún interés en ver qué contiene el pie de Tiziano —aseguró Grieg.

El cardenal observó detenidamente la extraña llave de hierro con forma de garrapata; con extremo cuidado, introdujo los salientes del férreo insecto en las ranuras del pie de Tiziano. Giró la llave hacia la derecha noventa grados.

El pentágono de mármol se separó en dos mitades. El cardenal depositó una mitad sobre la mesa y observó con exaltación el contenido de la otra.

Encerraba en su interior tipos móviles de imprenta.

Estaban perfectamente ordenados en dos compartimentos cilíndricos: uno alargado, que contenía veintiocho tipos que constituían el Alfabeto de Amberes completo, y otro más corto con espacio para contener cinco «tipos muy especiales» y que estaba protegido tras una fina placa de oro donde podía leerse la divisa de Antonio Perrenot de Granvela: «Durate».

—Yo en su lugar, cardenal, no tocaría nada del interior de ese pentágono de mármol.

—Créame, Grieg, ha demostrado una gran sagacidad —proclamó Fedor Münch, acariciando levemente la Chartham—, pero ha cometido un error extraordinariamente grave. ¿Quiere saber cuál?

Grieg no contestó; se limitó a mirarle fijamente.

—Desconoce la verdadera naturaleza humana —murmuró sombríamente Münch, que observó que la punta de la daga ocultaba ya, como en un diminuto eclipse, el filo de la llama—. Ignora el provisorio orden de prioridades que los seres humanos aplicamos, llegado el momento, para ponernos a salvo si es necesario hasta del mismísimo Cielo. Aún no ha comprendido que el bien y el mal pueden ser reflejo de la misma excelsa espiritualidad.

El cardenal alargó la mano hacia el pie de Tiziano, dispuesto a observar los codiciados tipos móviles fabricados en la imprenta de Plantin hacía más de cuatro siglos y que reproducían los lucernarios de las dos copias de la torre de Babel que plasmó Pieter Brueghel por encargo directo del cardenal Granvela en 1563.

—¿Sabe hasta qué lugar tiene que estar dispuesto a llegar un príncipe de la Iglesia, llegado el momento y si fuera preciso, para conseguir aquello en lo que cree? —preguntó Münch, que miró fijamente a los ojos de su rival.

—¿Hasta dónde? —inquirió Grieg.

—Más allá del Infierno.

El cardenal aprovechó el aturdimiento temporal que pareció mostrar Grieg, que no parecía haber acabado de comprender la lapidaria frase que acaba de pronunciar el cardenal.

Fedor Münch colocó las palmas de sus manos completamente abiertas sobre el corpus de la Chartham y el pie de Tiziano, sabedor de que, por fin, se había hecho con un poder que iba mucho más allá de lo terrenal si se poseían, como era su caso, las claves necesarias para interpretar aquellos elementos adecuadamente y si se ostentaba el rango necesario para poderlos aplicar en su justa medida y en su lugar pertinente.

En aquel preciso instante, cinco palabras pronunciadas en latín brotaron con ardor de sus labios.


Aeterne Pungit, citovolant, et occidit.

Dispara eternamente, vuela con rapidez y mata.

—¡Eres el perdedor de la partida! —exclamó Fedor Münch con voz ultraterrenal.

Al oír aquella frase, Grieg tensó sus músculos, al adivinar las intenciones del cardenal, pero ya era demasiado tarde. Había comprendido lo que se disponía a hacer, pero no podría impedirlo.

—¡Nos veremos en el Infierno! —imprecó Münch; su voz retumbó en las vidrieras del claustro de cristal y en los sucios cristales situados a la misma altura de las gárgolas de la catedral.

El cardenal rio con una mueca de hiena. A Grieg, que intuyó que su vida estaba en grave peligro, únicamente le dio tiempo a gritar.

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