El alienista

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

 

Nueva York, 1896. John Schuyler Moore, reportero de sucesos del New York Times, recibe en plena madrugada la llamada de su antiguo compañero de estudios en Harward, el famoso psicólogo (o alienista) Laszlo Kreizler. Éste le cita en el puente de Williamsburg, donde se ha cometido un crimen horrible. Ambos amigos deberán colaborar con la policía y trazar, utilizando cada uno sus habilidades, el perfil psicológico del asesino.

Caleb Carr

El alienista

ePUB v1.0

Mónica
06.02.12

Este libro está dedicado a

Ellen Blain, Meghann Haldeman

Ethan Randall, Jack Evans Y Eugene Byrd

Quienes quieran ser jóvenes cuando sean viejos,

deberán ser viejos cuando sean jóvenes.

John Ray 1670

DE INTERÉS PARA EL LECTOR

Antes del siglo XX, a las personas que padecían una enfermedad mental se las consideraba alienadas, apartadas no sólo del resto de la sociedad sino de su auténtica naturaleza. Por tanto, a los expertos que estudiaban las patologías mentales se les denominaba:
alienistas
.

PRIMERA PARTE

PERCEPCIÓN

Mientras una parte de lo que percibimos penetra a través de nuestros sentidos a partir del objeto que tenemos ante nosotros, otra parte (y tal vez ésta sea la mayor) surge siempre de nuestra propia mente.

Willliam James

Principios de psicología

Estos pensamientos de sangre,

¿qué es lo que les habrá dado vida?

Francesco Plave del Macbeth de Verdi

1

8 de enero de 1919

Theodore está en la tumba.

Las palabras, mientras las escribo, tienen tan poco sentido como la visión de su ataúd descendiendo al interior del suelo arenoso, cerca de Sagamore Hill, el lugar que más amó sobre la tierra. Mientras yo permanecía allí de pie esta tarde, bajo el frío viento que soplaba del estrecho de Long Island, me dije: Sin duda es una broma. Seguro que de golpe abrirá la tapa, nos cegará con su ridícula sonrisa y nos perforará los tímpanos con su risa estridente como un ladrido. Entonces exclamará que hay trabajo por hacer. “¡Hay que poner manos a la obra!” y todos nos movilizaremos en la tarea de proteger una ignorada especie de salamandras acuáticas contra los destrozos de un gigante industrial depredador, empeñado en montar una pestilente fábrica sobre el terreno de cría de los pequeños reptiles. No era yo el único que albergaba semejantes fantasías. Todo el mundo en el funeral esperaba algo por el estilo; estaba escrito en sus rostros. Todas las noticias indicaban que la mayor parte del país, y gran parte del mundo, compartía este mismo sentimiento. La idea de que Theodore Roosevelt nos hubiera dejado era… inaceptable.

La verdad es que se había ido apagando desde hacía más tiempo del que nos gustaría admitir; en realidad, desde que murió su hijo Quentin en los últimos días de la Gran Masacre. Cecil Spring-Rice había comentado en una ocasión, con su mejor mezcla de afecto y socarronería británicos, que Roosevelt había concluido su vida alrededor de los seis años. Y Herm Hagedorn advirtió que después de que derribaran de los cielos a Quentin en el verano de 1918, el muchacho que había dentro de Theodore había muerto. Esta noche he cenado con Laszlo Kreizler en Delmonico’s, y le he mencionado el comentario de Hagedorn. Durante los dos platos que aún me quedaban por comer, me he visto obsequiado con una larga y apasionada explicación de por qué la muerte de Quentin había significado algo más que una simple pena desgarradora para Theodore: también había despertado en él un profundo sentimiento de culpabilidad. Se sentía culpable por haber inculcado en sus hijos su filosofía sobre la vida activa, lo cual a menudo les había llevado a exponerse deliberadamente al peligro, conscientes de que eso complacería a su querido padre. El dolor casi siempre había sido insoportable para Theodore, y yo siempre me había dado cuenta de ello: cada vez que tenía que enfrentarse a la muerte de alguien próximo a él parecía como si no fuera capaz de sobrevivir a aquella adversidad. Pero hasta esta noche, mientras escuchaba a Kreizler, no he comprendido hasta qué punto la inseguridad moral había sido también insoportable para nuestro vigésimo sexto presidente, el cual a veces se veía a sí mismo como la Justicia personificada.

Kreizler… Él no había querido asistir al funeral, aunque a Edith Roosevelt le habría gustado verle. Ella siempre se había mostrado realmente objetiva hacia el hombre al que apodaba el enigma, el brillante doctor cuyos estudios sobre la mente humana habían inquietado tan profundamente a tanta gente durante los últimos cuarenta años. Kreizler le había escrito una nota a Edith explicándole que no le gustaba la idea de un mundo sin Theodore y que, dado que ya tenía sesenta y cuatro años y había pasado su vida mirando de frente a la fea realidad, pensaba que ahora podía permitírselo e ignorar el hecho de la muerte de su amigo. Edith me ha dicho hoy que leer la nota de Kreizler la había conmovido hasta las lágrimas porque había comprendido que la cordialidad y el entusiasmo sin límites de Theodore (los cuales habían repelido a tantos cínicos e incluso a veces— estoy obligado a decirlo en interés de la integridad periodística— hasta a sus amigos les había resultado difícil tolerar) habían sido lo bastante fuertes como para enternecer a un hombre cuyo distanciamiento de la sociedad humana parecía intolerable a casi todo el mundo.

Algunos de los muchachos del Times querían que yo asistiera a una cena conmemorativa esta noche, pero me ha parecido mucho más adecuada una tranquila velada con Kreizler. No hemos levantado nuestras copas por nostalgia de una infancia compartida, pues en realidad Laszlo y Theodore no se conocieron hasta entrar en Harvard. No, Kreizler y yo hemos dirigido nuestros corazones a la primavera de 1896— ¡hace ya casi un cuarto de siglo!— y a una serie de acontecimientos que aún parecen demasiado extraños para haber ocurrido incluso en esta ciudad. Al finalizar los postres y probar el Madeira (cuán enternecedor celebrar una cena conmemorativa en Delmonico’s, el querido Del’s, ahora camino de la desaparición, como el resto de nosotros, pero en aquel entonces el bullicioso escenario de algunos de nuestros encuentros más importantes), los dos estábamos riendo y meneando nuestras cabezas, asombrados de que hubiésemos podido pasar la dura prueba salvando el pellejo y al mismo tiempo tristes— como he podido ver en el rostro de Kreizler y sentir en mi propio pecho— al pensar en aquellos que no lo consiguieron.

No hay una forma sencilla de describirlo. Podría decir que, mirándolo retrospectivamente, parece que las vidas de nosotros tres, y las de muchos otros, se vieron arrastradas inevitable y fatídicamente hacia aquella experiencia, pero entonces estaría introduciendo el tema del determinismo psicológico y cuestionando el libre albedrío del ser humano; en otras palabras, reabriría el acertijo filosófico que aparecía y desaparecía incontrolablemente en aquel angustioso proceso, como la única melodía tarareable de una ópera difícil. O podría decir que en el transcurso de aquellos meses, Roosevelt, Kreizler y yo, ayudados por algunas de las mejores personas que he conocido en mi vida, partimos en pos de un monstruoso asesino y terminamos enfrentándonos a una criatura asustada; pero esto sería deliberadamente vago, excesivamente cargado con esa ambigüedad que parece fascinar a los novelistas de hoy en día y que últimamente me ha mantenido lejos de las librerías y de los cinematógrafos. No, sólo hay una forma de conseguirlo, y es explicando todo lo ocurrido, retrocediendo a aquella primera noche espantosa y a aquel primer cadáver mutilado; o incluso más atrás, a nuestra época con el profesor James en Harvard… Sí, rastrearlo todo hasta el principio y exponerlo ante el público: ésta es la forma correcta.

Aunque puede que al público no le guste. En realidad fue la preocupación por cómo reaccionaría la opinión pública lo que nos obligó a mantener nuestro secreto durante tantos años. La mayoría de las notas necrológicas sobre Theodore ni siquiera han hecho referencia al acontecimiento. En el repaso de sus logros como presidente de la Junta de Comisarios de la Policía de la Ciudad de Nueva York entre los años 1895 y 1897, sólo el Herald— que apenas se lee en la actualidad— menciona, como si le incomodara:
Y, por supuesto, están los espantosos homicidios de 1896, que tanta consternación produjeron en la ciudad
. Sin embargo, Theodore nunca exigió reconocimiento alguno por la solución de aquel enigma. La verdad es que, a pesar de sus propias dudas, era un hombre lo bastante liberal como para poner la investigación en manos de un hombre capaz de solucionar aquel rompecabezas. En privado siempre reconoció que ese hombre era Kreizler.

Pero en público difícilmente habría podido hacerlo. Theodore sabía que el pueblo norteamericano no estaba preparado para creerle, ni siquiera para escuchar los detalles de la declaración. Me pregunto si lo estará ahora. Kreizler lo pone en duda. Le he dicho que tengo intención de escribir la historia, y me ha respondido con una de sus risitas sardónicas, diciéndome que sólo conseguiré asustar y repeler a la gente, nada más. En realidad el país, me ha comentado esta noche, no ha cambiado gran cosa desde 1896, a pesar de la gente como Theodore, Jake Riis, Lincoln Steffens, y muchos otros hombres y mujeres de su misma clase. Todos estamos huyendo aún, según Kreizler: en nuestros momentos más íntimos, los norteamericanos huimos tan veloces y asustados como lo hacíamos entonces, escapando de la oscuridad que sabemos yace detrás de tantos hogares aparentemente tranquilos, lejos de las pesadillas que continúan inyectándose en la mente de las criaturas a través de personas a las que la naturaleza les dicta que deberían amar y en las que deberían confiar, huyendo cada vez más veloces y en mayor número hacia esas pociones, polvos, predicadores y filosofías que prometen desterrar tales miedos y pesadillas, y que a cambio sólo piden una devoción de esclavos… ¿Estará Kreizler en lo cierto?

Pero estoy pecando de ambigüedad. Así que empecemos por el principio.

2

Unos espantosos golpes en la puerta de la casa de mi abuela, en el 19 de Washington Square, obligaron primero a la doncella y luego a mi abuela a asomarse a la puerta de sus dormitorios a las dos de la madrugada del 3 de marzo de 1896. Yo estaba tumbado en la cama en ese estado que ya no es de borracho pero que tampoco es de sobrio, habitualmente amortiguado por el sueño, consciente de que quien llamaba a la puerta probablemente quería tratar algún asunto conmigo y no con mi abuela… Me sumergí bajo la almohada enfundada en hilo, con la esperanza de que finalmente desistiera y se largara.

— ¡Señora Moore!— oí que llamaba la doncella—. Están armando un terrible alboroto… ¿Quiere que vaya a ver?

— Por supuesto que no— replicó mi abuela, con voz cortante y seria—. Despierta a mi nieto, Harriet. Seguramente se ha olvidado de pagar alguna deuda de juego.

Entonces oí pasos que se dirigían a mi habitación y decidí que sería mejor prepararme. Desde la ruptura de mi compromiso con la señorita Tulia Pratt, de Washington, unos dos años atrás, vivía con mi abuela, y durante todo ese tiempo la anciana se había vuelto cada vez más escéptica acerca de cómo pasaba yo mis horas libres. Yo le había explicado repetidamente que, como reportero de información policial para el New York Times, se me requería para visitar muchos de los distritos y locales menos recomendables de la ciudad; pero ella recordaba demasiado bien mi juventud para aceptar una historia sin duda tan rebuscada. El estado en que habitualmente llegaba a casa por las noches reforzaba sus sospechas de que era mi disposición de ánimo, y no las obligaciones profesionales, lo que me arrastraba cada noche a los salones de baile y a las mesas de juego del Tenderloin. Así que comprendí, después de haber escuchado la observación sobre el juego que acababa de hacerle a Harriet, que en aquellos momentos era crucial proyectar la imagen de un hombre sobrio con serias preocupaciones. Me embutí en un quimono negro, me alisé el corto cabello para que me cayera sobre la frente y abrí altaneramente la puerta en el instante en que la doncella iba a llamar.

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