El alienista (10 page)

Read El alienista Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

Cuando Laszlo finalizó la lectura de los informes, murmuró para sí este último hecho varias veces, perdido en sus reflexiones.

— Creo que ya empiezo a entender tu sugerencia, Kreizler— musitó en voz alta Theodore, a quien nunca le había gustado quedarse fuera de cualquier discusión intelectual, ni siquiera aunque se desarrollara en un terreno que le resultara completamente desconocido—. Un asesino cometió esta atrocidad hace tres años y apareció publicado. Ahora otro hombre similar, que leyó aquella historia, se ha sentido tentado a imitarlo.— Pareció satisfecho con su extrapolación—. ¿Es eso correcto doctor? No sería la primera vez que un artículo publicado en alguno de nuestros periódicos produce semejante efecto.

Pero Kreizler se limitó a sentarse y a darse golpecitos con un dedo sobre los labios fruncidos, manifestando claramente con su expresión que todo el asunto resultaba mucho más complicado de lo que había supuesto.

Por mi parte, busqué alguna forma de alcanzar una conclusión distinta.

— ¿Y qué pasa con lo demás?— pregunté—. La… La desaparición de órganos, y el hecho de que les cortaran la carne de… En fin, de lo demás. En los casos anteriores no ocurrió nada de eso.

— No— contestó Kreizler, pensativo——. Pero creo que existe una explicación para esta diferencia; ahora eso no debe preocuparnos. El vínculo son los ojos, la clave, la forma en que… Apostaría cualquier cosa a que lo son…— De nuevo su voz se extinguió.

— Muy bien— exclamé, alzando las manos——. De modo que alguien mató a esos dos chiquillos hace tres años, y ahora tenemos a un lunático imitador al que también le gusta mutilar cadáveres antes de entregárnoslos. Bueno, ¿qué podemos hacer?

— Casi nada de lo que acabas de decir es cierto, John— replicó Kreizler, tranquilamente—. No estoy muy seguro de que sea un lunático. Ni me siento inclinado a creer que le guste lo que hace, en el sentido que tu lo entiendes o has querido dar a entender. Pero lo más importante, y en esto también disiento de ti, Roosevelt, es que estoy totalmente seguro de que no se trata de un imitador, sino del mismo hombre…

Y allí estaba la afirmación que tanto Roosevelt como yo habíamos temido. Yo llevaba algún tiempo trabajando como reportero policial desde que me habían retirado abruptamente de la esfera de Washington como consecuencia de la ya mencionada defensa de Roosevelt durante sus batallas con el sistema de organización en el Servicio Civil. Incluso había cubierto la información de algunos famosos casos de asesinato en el extranjero. Así que conocía la existencia de asesinos como el que describía Kreizler, pero esto no hacía que fuera más fácil oír que uno andaba suelto. En cuanto a Roosevelt— que pese a ser luchador por naturaleza comprendía muy poco los detalles íntimos del comportamiento criminal—, aquélla era una noción todavía más difícil de tragar.

— Pero… ¡Tres años!— exclamó Theodore, horrorizado——. Te aseguro, Kreizler, que de existir ese hombre no habría podido eludir la justicia durante tanto tiempo.

— No es tan difícil eludir aquello que no te persigue— replicó Kreizler—. Y aunque la policía se hubiese tomado cierto interés, habría sido inútil porque no tendrían ni idea de qué es lo que motiva al asesino.

— ¿Y tú sí?— La pregunta de Roosevelt sonó esperanzada.

— No del todo. Dispongo de las primeras piezas…, pero debemos hallar el resto. Sólo cuando entendamos realmente qué es lo que le impulsa a cometer esto tendremos una pequeña posibilidad de solucionar el caso.

— Pero ¿qué es lo que puede impulsar a un hombre a hacer estas cosas?— preguntó Roosevelt, incómodamente confuso—. A fin de cuentas, Santorelli no tenía dinero. Hemos investigado a la familia, pero al parecer estuvieron en casa toda la noche. A menos que fuera durante una discusión de tipo personal con algún otro, entonces…

— Dudo que se viera implicado en ninguna discusión– replico Laszlo—. Incluso es probable que el muchacho nunca hubiese visto a su asesino hasta anoche.

— ¿Sugieres que ese tipo va matando chiquillos a los que ni siquiera conoce?

— Es posible… Para él lo importante no es conocerlos, sino lo que representan.

— ¿Y qué es lo que representan?— pregunté.

— Eso es lo que hay que determinar.

Roosevelt seguía tanteando cuidadosamente el terreno.

— ¿Tienes alguna prueba que apoye semejante teoría?

— Ninguna de ésas a las que te refieres. Sólo dispongo de toda una vida estudiando tipos así. Y de la intuición que esto me ha dado.

— Pero…— Cuando Roosevelt tomó el relevo de pasear arriba y abajo por el despacho, Kreizler pareció más relajado, como si la parte más difícil de su trabajo ya estuviera hecha. Theodore iba golpeando insistentemente un puño contra la palma de la otra mano—. Escucha, Kreizler, es cierto que me crié, como todos vosotros, en el seno de un hogar privilegiado. Pero desde que me hice cargo de este trabajo me propuse familiarizarme con los bajos fondos de esta ciudad, y he presenciado muchas cosas. No necesito que nadie me diga que la depravación y la falta de humanidad han adquirido en Nueva York dimensiones jamás conocidas en ninguna otra ciudad del mundo. Pero, incluso aquí…, ¿qué espantosa pesadilla puede empujar a un hombre a hacer una cosa así?

— No busques las causas en esta ciudad— contestó Kreizler, arrastrando la palabras, esforzándose por ser claro—. Ni en circunstancias recientes ni en acontecimientos recientes. La criatura que buscáis fue creada hace mucho tiempo. Tal vez en su infancia… Sin duda cuando era pequeño. Y no necesariamente aquí.

Por un instante, Theodore fue incapaz de decir nada, su rostro era una abierta exhibición de sentimientos en conflicto. La conversación se había inquietado profundamente, en la misma forma que discusiones similares le inquietaban desde que hablara con Kreizler por primera vez. Sin embargo, Theodore sabía que la conversación conduciría a aquello o sabía e incluso había contado con ello— empecé a darme cuenta— desde el instante en que me pidió que llevara a Laszlo a su oficina. Su semblante mostraba también satisfacción pues lo que para cada detective e su departamento era un océano prohibido e inexplorable, para el experimentado Kreizler aparecía repleto de corrientes y de rumbos a seguir. Las teorías de Laszlo ofrecían a Theodore un medio de solucionar lo que se le había asegurado era un misterio insoluble, y de este modo proporcionar justicia a una de aquellas muertes (o al parecer a más de una) que nadie había investigado en el Departamento de Policía. Pero nada de todo esto explicaba qué pintaba yo allí.

— John— dijo de pronto Theodore, sin mirarme—, Kelly y Ellison han estado aquí.

— Lo sé. Sara y yo nos hemos topado con ellos en la escalera.

— ¿Que?— Theodore se colocó los quevedos sobre la nariz— ¿Ha habido algún problema? Kelly es un malvado, sobre todo cuando hay una mujer de por medio.

— Yo no lo calificaría de un encuentro agradable…— contesté— Pero Sara se ha mantenido firme como un policía.

Theodore respiró aliviado.

— Gracias a Dios. Aunque, en confianza, a veces todavía me pregunto si ha sido una sabia elección.

Se refería a su decisión de contratar a Sara, quien, junto con otra secretaria del departamento, era una de las dos primeras mujeres que trabajaban para el cuerpo de la policía de la ciudad de Nueva York. Roosevelt había tenido que soportar muchas bromas y críticas por aquellas contrataciones, tanto en la prensa como fuera de ella, pero estaba harto de cómo se trataba a las mujeres en la sociedad norteamericana, y decidió darles una oportunidad.

— Kelly ha amenazado con provocar graves disturbios entre las colonias de emigrantes si intento relacionarlos a él y a Ellison con este caso— prosiguió Theodore—. Afirma que puede fomentar la agitación difundiendo la idea de que el Departamento de Policía consiente que se masacre impunemente a los pobres muchachos extranjeros.

Kreizler asintió.

— No sería difícil, dado que es básicamente cierto.— Roosevelt miró severamente a Kreizler un momento, pero luego suavizó la expresión, consciente de que tenía razón—. Dime una cosa, Moore– prosiguió Laszlo—, ¿tú qué opinas de Ellison? ¿Hay alguna posibilidad de que esté involucrado en esto?

— ¿Biff?— Me recosté en el asiento, estiré las piernas y reflexioné sobre la pregunta—. No hay duda de que es uno de los peores canallas de la ciudad. La mayoría de los gángsters que mandan ahora poseen algún tipo de destello humano, por muy escondido que esté. Hasta Monk Eastman tiene gatos y pájaros. Pero Biff… Por lo que sé, nada le conmueve. La crueldad es su único pasatiempo, lo único que parece proporcionarle algo de placer. Y si no hubiese visto aquel cadáver, si esta sólo fuera una pregunta hipotética sobre el asesinato de un muchacho que trabajaba en el Salón Paresis, no dudaría en afirmar que es sospechoso. ¿Motivos? Tendríamos unos cuantos, el más probable mantener en cintura a los muchachos y asegurarse de que le pagan toda la cuota. Pero hay una cosa en esto que no encaja… El estilo. Biff es un hombre de estilete, no sé si entendéis lo que quiero decir. El mata en silencio, limpiamente, y nunca se ha encontrado a nadie del montón de gente a la que supuestamente se ha cargado. Es todo ostentación en su indumentaria, pero no en su trabajo. Así que no le creo involucrado en esto, aunque me gustaría. No es su estilo, sencillamente.

Alcé la vista y descubrí que Laszlo me miraba desconcertado.

— John, esto es lo más inteligente que te he oído decir en la vida…— declaró finalmente—. Y pensar que te preguntas por que te hemos traído aquí…— Se volvió hacia Theodore—. Roosevelt, debo pedirte que Moore sea mi ayudante. Su conocimiento de las actividades delictivas de la ciudad y de los locales en donde se desarrollan tales actividades hace que su colaboración resulta inestimable.

— ¿Tu ayudante?— repetí, pero ninguno de los dos me prestaba ya atención. Theodore parecía totalmente absorto y complacido con la observación de Kreizler.

— Entonces, ¿quieres tomar parte en la investigación?— preguntó—. Intuía que aceptarías.

— ¿Tomar parte en la investigación?— inquirí, atónito—. Roosevelt, ¿has perdido tu juicio holandés? ¿Un alienista? ¿Un psicólogo? Ya te has creado un enemigo en cada oficial veterano del cuerpo, y por si fuera poco en la mitad de la Junta de Comisarios. En buena parte de los garitos de la ciudad ya se hacen apuestas a que antes del día de la Independencia te habrán despedido. Si se extiende la noticia de que has metido en esto a alguien como Kreizler…, bueno, sería preferible que contrataras a un brujo africano.

Laszlo soltó una carcajada.

— Probablemente es así como me consideran la mayoría de nuestros respetables ciudadanos. Moore tiene razón, Roosevelt… El proyecto tendría que llevarse a cabo en absoluto secreto.

Roosevelt asintió.

— Soy consciente de las realidades de la situación, caballeros.

— Y luego está la cuestión de…— prosiguió Kreizler, procurando nuevamente ser diplomático— las condiciones..

— ¿Te refieres al salario?— preguntó Roosevelt—. Dado que trabajarías como asesor, naturalmente…

— No es eso lo que tenía en mente. Y tampoco sería como asesor. Por Dios, Roosevelt, los detectives de tu cuerpo ni siquiera han sido capaces de intuir la pista relacionada con la extirpación de los ojos… ¡Tres asesinatos en tres meses, y el aspecto más vital se atribuye a la ratas! ¡A saber que otros errores no habrán cometido! En cuanto a relacionar estos casos con los de hace tres años, suponiendo que tal relación exista, sospecho que todos nosotros moriríamos de viejos en nuestra cama antes de que lo consiguieran, tanto si se les asesorara, como si no. No, trabajar con ellos no serviría para nada. Lo que tengo pensado es en una especie de… ayuda auxiliar.

Roosevelt, siempre pragmático, estaba dispuesto a escuchar.

— Adelante— le animó.

— Dame dos o tres buenos detectives que aprecien sinceramente los métodos modernos, hombres que no tengan intereses en la vieja guardia del departamento, que nunca hayan sido leales a Byrnes…— (Thomas Byrnes, el venerado creador de la División de Detectives y antiguo jefe de ésta, era un hombre sombrío que había amasado una gran fortuna durante los años en ejercicio, y que se había retirado, no casualmente, al ser nombrado Roosevelt para la junta)—. Montarernos una oficina fuera de la Jefatura, aunque no demasiado lejos. Elige un contacto en quien confíes… Repito, alguien nuevo, alguien joven. Danos toda la información que poseas mientras no tengas que revelar la operación.— Laszlo volvió a sentarse, consciente de la naturaleza absolutamente sin precedentes de su proposición—. Concédenos todo esto y creo que podremos tener alguna posibilidad.

Roosevelt se apoyó contra el escritorio y se meció suavemente.

— Si esto llegara a descubrirse me costaría el cargo— dijo, sin que se le viera realmente preocupado—. Me pregunto si eres consciente, doctor, de hasta qué punto tus trabajos asustan e irritan a la gente que dirige esta ciudad, tanto en el mundo de la política como de los negocios. El comentario de Moore sobre el brujo africano en realidad no era una broma.

— Y te aseguro que no lo he considerado como tal. Pero si eres sincero en tus deseos de poner fin a lo que está sucediendo— la súplica de Kreizler estaba cargada de seriedad—, entonces no tienes más remedio que aceptar.

Todavía estaba asombrado de lo que oía, y pensé que sin duda había llegado el momento en que Roosevelt dejaría de coquetear con la idea y la desecharía definitivamente. Pero me equivocaba. Volvió a estrellar su puño contra la palma de la otra mano y dijo:

— Por todos los diablos, doctor, conozco a un par de detectives que encajan perfectamente en tu proyecto. Pero dime, ¿cómo empezó a interesarte todo esto?

— Si he de decirte la verdad— repuso Kreizler, señalando hacia mí—, debo agradecérselo a Moore… Lo que encendió la chispa fue algo que me envió hace mucho tiempo.

— ¿Algo que yo te envié?— Por un instante mi propia vanidad me hizo olvidar los temores ante su peligrosa proposición.

Laszlo se acercó a la ventana y descorrió completamente la cortina para poder mirar al exterior.

— Recordarás, John, que hace unos años estabas en Londres cuando los asesinatos de Jack el Destripador.

— Claro que lo recuerdo— repliqué con un gruñido.

Aquéllas no habían sido unas de mis vacaciones mas agradables: tres meses en Londres en 1888, cuando un vampiro sediento de sangre abordaba al azar a prostitutas en el East End y las destripaba.

Other books

Learning to Waltz by Reid, Kerryn
Agent Garbo by Stephan Talty
The Marriage Prize by Virginia Henley
Night of the Ninjas by Mary Pope Osborne
Very Wicked Things by Ilsa Madden-Mills
Crunching Gravel by Robert Louis Peters