El Aliento de los Dioses (15 page)

Read El Aliento de los Dioses Online

Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

—Vaya —dijo Parlin en voz baja.

Vivenna se volvió, sacudiéndose su estupor.

—¿No estuviste aquí?

—Sí —dijo Parlin, los ojos un poco nublosos—. Vaya otra vez.

Ella sacudió la cabeza.

—Vayamos al restaurante.

Él asintió.

—Por aquí.

Vivenna lo siguió, molesta. Esto era Hallandren: no debería sentirse admirada, sino molesta. Sin embargo, estaba tan abrumada que le resultaba difícil sentir algo más allá de una leve sensación de fastidio. Nunca se había dado cuenta de cómo daba por normal la hermosa simpleza de Idris.

Agradeció la presencia familiar de Parlin a medida que la potente oleada de olores, sonidos e imágenes trató de ahogarla. En algunos lugares había tanta gente que tuvieron que abrirse paso a empujones. En ocasiones, Vivenna se encontró al borde del pánico, apretujada por cuerpos sucios y repulsivamente coloridos. Por fortuna, el restaurante no estaba demasiado lejos, y llegaron justo cuando pensaba que el puro exceso del lugar la iba a hacer gritar. El cartel de la entrada tenía la imagen de un barco navegando alegremente. Si los olores que procedían del interior eran algún indicativo, entonces el barco representaba la cocina del restaurante: pescado. Vivenna apenas fue capaz de controlar el asco. Había comido pescado varias veces, mientras se preparaba para su vida en Hallandren. Nunca había llegado a gustarle. Parlin entró, se hizo a un lado y se agazapó, casi como un lobo, mientras dejaba que sus ojos se acostumbraran a la escasa luz. Vivenna le dio al encargado el nombre falso por el que Lemex debía llamarla. El hombre miró a Parlin, luego se encogió de hombros y los condujo a una de las mesas situadas al otro lado de la habitación. Vivenna se sentó; a pesar de su formación, no estaba muy segura de qué se hacía en un restaurante. Parecía significativo que esa clase de lugares pudieran existir en Hallandren, lugares donde se daba de comer no a los viajeros, sino a los locales que no se molestaban en preparar su propia comida y cenar en sus propias casas.

Parlin no se sentó, sino que permaneció de pie junto a su silla, vigilando la sala. Parecía tan tenso como ella.

—Vivenna —dijo en voz baja, inclinándose—. Tu pelo.

Ella se sobresaltó al advertir que se le había aclarado tras la conmoción de abrirse paso entre la multitud. No se había vuelto completamente blanco (estaba demasiado bien entrenada para eso), pero se había hecho más claro, como si hubiera sido despojado de poder.

Sintiendo un escalofrío de paranoia, volvió a colocarse el pañuelo sobre la cabeza, y apartó el rostro cuando el mesonero se acercó para tomarles el pedido. En la mesa había garabateada una corta lista de comidas, y Parlin finalmente se sentó.

«Eres mejor que esto —se dijo ella severamente—. Has estudiado Hallandren la mayor parte de tu vida.» Su pelo se oscureció, volviendo al castaño. El cambio fue tan sutil que se habría dicho que se trataba de un efecto de la luz. Se dejó el pañuelo puesto, sintiéndose avergonzada. Un paseo por el mercado, y ¿perdía el control?

«Piensa en Siri», se ordenó. Eso le dio fuerzas, su intrépida misión era fruto de un impulso, pero era importante. Calmada una vez más, volvió a quitarse el pañuelo y esperó mientras Parlin escogía un plato (un guiso de marisco) y el mesonero se alejaba.

—¿Y ahora qué? —preguntó Parlin.

—Esperaremos. En mi carta, le dije a Lemex que comprobara el restaurante día y noche. Nos quedaremos aquí hasta que llegue.

Parlin asintió, algo nervioso.

—¿Qué ocurre? —preguntó Vivenna con calma.

Él miró hacia la puerta.

—No me fío de este sitio. Sólo huelo cuerpos y especias, sólo oigo el parloteo de la gente. No hay viento, ni árboles, ni ríos, sólo… gente.

—Lo sé.

—Quiero volver a salir.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Si no estás familiarizado con un sitio —explicó él torpemente—, hay que familiarizarse con él.

Vivenna sintió un aguijonazo de miedo ante la idea de quedarse sola. Sin embargo, no era adecuado obligar a Parlin a quedarse y asistirla.

—¿Prometes que estarás cerca?

Él asintió.

—Entonces ve.

Parlin se marchó de la sala. No se movía como uno de los hallandrenses: sus movimientos eran demasiado fluidos, parecidos a los de una bestia al acecho. «Tal vez debería haberlo enviado de vuelta con los demás.» Pero la idea de quedarse completamente sola fue demasiado fuerte. Necesitaba a alguien que la ayudara a encontrar a Lemex. Tal como estaban las cosas, ya le parecía que corría un riesgo demasiado grande al entrar en la ciudad con un solo guardia, aunque fuera tan dotado como Parlin.

Pero estaba hecho. No tenía sentido preocuparse ahora. Se quedó allí sentada, los brazos cruzados sobre la mesa, pensando.

Allá en Idris, su plan para salvar a Siri había parecido más sencillo. De algún modo, tenía que entrar en la Corte de los Dioses y sacar de allí a su hermana. ¿Cómo podía conseguirse una cosa tan audaz? Sin duda la Corte de los Dioses estaría bien guardada.

«Lemex tendrá ideas —supuso—. No tenemos que hacer nada todavía. Me…»

Un hombre se sentó a su mesa. Vestido de manera menos colorida que la mayoría de los hallandrenses, llevaba un atuendo de cuero marrón en su mayor parte, con un chaleco de seda roja encima. No era Lemex. El espía era un hombre mayor, de unos cincuenta años. Este desconocido tenía un rostro alargado y el pelo bien cuidado, y no más de treinta y cinco años.

—Odio ser mercenario —dijo el hombre—. ¿Sabes por qué?

Aturdida, Vivenna se quedó con la boca entreabierta.

—Los prejuicios —continuó el hombre—. Todos los demás trabajan, buscan recompensas y son respetados por ello. Los mercenarios no. Tenemos mala fama sólo por hacer nuestro trabajo. ¿A cuántos trovadores les escupen por aceptar dinero del mayor postor? ¿Cuántos panaderos se sienten culpables por vender más pasteles a un tipo que a otro? —La miró—. No. Sólo el mercenario. Injusto, ¿no?

—¿Quién… quién eres? —consiguió preguntar Vivenna por fin. Dio un respingo cuando otro hombre se sentó al otro lado. Rechoncho, éste llevaba una porra a la espalda. Un pintoresco pájaro estaba encaramado en ella.

—Me llamo Denth —dijo el primer hombre, cogiendo la mano de ella para estrecharla—. Y éste es Tonk Fah.

—Encantado —dijo Tonk, cogiendo su mano cuando Denth la soltó.

—Lamentablemente, princesa —añadió Denth—, estamos aquí para matarte.

Capítulo 10

El pelo de Vivenna cobró en el acto un blanco inmaculado.

«¡Piensa! —se dijo—. ¡Te han formado en política! Estudiaste negociación de rehenes. Pero… ¿qué se hace cuando eres tú misma el rehén?»

De repente, los dos hombres estallaron en carcajadas. El hombretón dio varios golpes en la mesa con la mano, haciendo que su pájaro graznara.

—Lo siento, princesa —dijo Denth, el más delgado, sacudiendo la cabeza—. Es un poco de humor mercenario.

—A veces matamos, pero no asesinamos —explicó Tonk Fah—. Eso es trabajo para asesinos.

—Asesinos —repitió Denth, alzando un dedo—. Esos sí que son respetados. ¿Por qué será? En realidad no son más que mercenarios con un nombre más bonito.

Vivenna parpadeó, luchando por dominar sus nervios.

—No habéis venido a matarme —dijo con voz tensa—. ¿Entonces sólo vais a secuestrarme?

—Dioses, no —respondió Denth—. Eso es mal negocio. ¿Cómo se gana dinero así? Cada vez que secuestras a alguien que merece la pena por el rescate, molestas a gente mucho más poderosa que tú.

—Nunca enfades a la gente importante —sentenció Tonk Fah, bostezando—. A menos que te pague gente que sea aún más importante.

Denth asintió.

—Y eso sin tener en cuenta que hay que alimentar y cuidar a los cautivos, intercambiar notas de rescate, y concertar los puntos de cita. Todo un quebradero de cabeza, ya digo. Una forma ciertamente incómoda de ganar dinero.

Guardaron silencio. Vivenna apretó la palma contra la mesa, para impedir que la mano temblara. «Saben quién soy —pensó, obligándose a pensar de manera lógica—. O bien me reconocen, o…»

—Trabajáis para Lemex —dijo.

Denth sonrió de oreja a oreja.

—¿Ves, Tonk? Nos dijo que era lista.

—Supongo que por eso es princesa y nosotros sólo mercenarios —respondió Tonk Fah.

Vivenna frunció el ceño. «¿Se están burlando de mí o qué?»

—¿Dónde está Lemex? ¿Por qué no ha venido él?

Denth volvió a sonreír, y miró cómo el mesonero les servía una gran olla de humeante guiso. Olía a especias picantes, y tenía flotando dentro lo que parecían bocas de cangrejo. El hombre dejó un puñado de cucharas de madera sobre la mesa, y luego se retiró.

Denth y Tonk Fah no esperaron a recibir permiso para empezar a comer.

—Tu amigo Lemex —dijo Denth, cogiendo una cuchara—, nuestro patrón, no anda muy bien de salud.

—Fiebres —dijo Tonk Fah entre bocado y bocado.

—Nos pidió que te lleváramos con él —continuó Denth. Le tendió un papel doblado con una mano, mientras rompía un cangrejo con los dedos de la otra. Vivenna dio un respingo cuando sorbió el contenido.

«Princesa —rezaba el mensaje—. Por favor, confía en estos hombres. Denth me ha servido bien en ciertas situaciones, y es leal, si es que puede llamarse leal a un mercenario. Sus hombres y él han cobrado, y confío en que nos sea fiel mientras dure este contrato. Ofrezco prueba de autenticidad con esta contraseña: máscara azul.»

Estaba escrito con la letra de Lemex. Aún más, daba la contraseña adecuada. No «máscara azul»: eso era para despistar. La verdadera contraseña era usar la palabra «situaciones» en vez de «ocasiones». Vivenna miró a Denth, quien sorbía el contenido de otra boca.

—Ah, bien —dijo él, arrojando la cáscara—. Esta es la parte difícil. La princesa tiene que tomar una decisión. ¿Estamos diciéndole la verdad o la estamos engañando? ¿Hemos falsificado esa carta? ¿O tal vez hemos apresado al viejo espía y lo hemos torturado, obligándolo a escribirla?

—Podríamos traerte sus dedos como prueba de buena fe —dijo Tonk Fah—. ¿Ayudaría eso?

Vivenna alzó una ceja.

—¿Humor de mercenarios?

—No damos para más —admitió Denth con un suspiro—. Normalmente no somos muy listos. Si no, habríamos elegido una profesión sin una tasa de mortalidad tan alta.

—Como tu profesión, princesa —dijo Tonk—. Normalmente se vive mucho y bien. A menudo me he preguntado si debería dedicarme a aprenderla.

Ella frunció el ceño mientras los dos hombres se echaban a reír. «Lemex no se habría dejado intimidar por la tortura —pensó—. Está demasiado bien entrenado. Aunque lo hubiera hecho, no habría incluido la contraseña real y la falsa.»

—Vamos—dijo, poniéndose en pie.

—Espera —replicó Tonk Fah, la cuchara en la boca—, ¿vamos a perdernos el resto de la comida?

Vivenna miró la sopa roja y sus flotantes miembros de crustáceos.

—Por supuesto.

* * *

Lemex tosió débilmente. Su anciano rostro estaba cubierto de sudor, la piel pegajosa y pálida, y de vez en cuando murmuraba entre delirios.

Vivenna estaba sentada a su lado junto a la cama, las manos en el regazo. Los dos mercenarios esperaban con Parlin al fondo de la habitación. La otra única persona presente era una enfermera de aire solemne, la misma mujer que había informado a la princesa en voz baja que nada podía hacerse.

Lemex estaba muriendo. Era improbable que sobreviviera a ese mismo día.

Era la primera vez que Vivenna veía el rostro del leal espía, aunque había mantenido con él una correspondencia abundante. Su rostro parecía… extraño. Sabía que Lemex se hacía viejo: eso le convertía en mejor espía, pues nadie buscaba espías entre la gente mayor. Sin embargo, no esperaba que fuera esa persona flaca y débil que temblaba y tosía. Lo suponía como un viejo caballero dinámico y de lengua ágil. Eso era lo que ella había imaginado.

Sentía que estaba perdiendo a uno de sus más íntimos amigos, aunque nunca lo había conocido en realidad. Con él perdía su refugio en Hallandren, su ventaja secreta. Era quien tendría que haber hecho funcionar su temerario plan. El mentor habilidoso y tenaz con que contaba.

Lemex volvió a toser. La enfermera miró a Vivenna.

—Pierde y gana lucidez, mi señora. Esta misma mañana nos habló de ti, pero ahora empeora cada vez más…

—Gracias —musitó la princesa—. Puedes retirarte.

La mujer hizo una reverencia y se marchó.

«Es el momento de actuar como una princesa», pensó Vivenna, poniéndose en pie para inclinarse sobre la cama.

—Lemex —dijo—, necesito que me transmitas tu conocimiento. ¿Cómo debo contactar con tus redes de espías? ¿Dónde están los otros agentes de Idris que hay en la ciudad? ¿Cuáles son las contraseñas que les harán escucharme?

Él tosió, la miró sin verla y susurró algo. Ella se acercó más.

—… nunca lo diré —dijo—. Podéis torturarme lo que queráis. No cederé.

Vivenna volvió a sentarse. La red de espías idrianos en Hallandren estaba organizada de manera muy libre. Su padre conocía a todos sus agentes, pero Vivenna sólo se había comunicado con Lemex, el líder y coordinador de la red. Apretó los dientes y se inclino de nuevo hacia delante. Se sintió como una ladrona de tumbas cuando agitó ligeramente la cabeza del hombre.

—Lemex, mírame. No he venido a torturarte. Soy la princesa. Recibiste una carta mía antes.

—No podréis engañarme —susurró el anciano—. Vuestra tortura no es nada. No cederé. No a vosotros.

Vivenna suspiró y apartó la mirada.

De repente, Lemex se estremeció y una oleada de color barrió la cama y el suelo antes de desvanecerse. A su pesar, la princesa dio un paso atrás, sorprendida.

Se produjo otra onda. No era color, sino una oleada de color aumentado, que hacía que los azules de la habitación destacaran más a su paso. El suelo, las sábanas, su propio vestido… todo cobró una vibrante viveza durante un segundo, antes de volver a los tonos originales.

—En nombre de Austre, ¿qué ha sido eso? —preguntó Vivenna.

—Aliento biocromático, princesa —dijo Denth mientras se incorporaba para apoyarse contra el marco de la puerta—. El viejo Lemex tiene un montón. Un par de cientos de alientos, calculo.

—Eso es imposible —replicó la muchacha—. Es idriano. Nunca aceptaría aliento.

Denth dirigió una mirada a Tonk Fah, que estaba rascándole el cuello a su loro. El grueso soldado tan sólo se encogió de hombros.

Other books

Tower: A Novel by Bruen, Ken, Coleman, Reed Farrel
The Boyfriend by Perry, Thomas
Bite Me if You Can by Lynsay Sands
Warhol's Prophecy by Shaun Hutson
Storm Clouds Rolling In by Dye, Ginny, Gaffney, Virginia
What a Woman Gets by Judi Fennell
September Song by William Humphrey
Present Perfect by Alison G. Bailey