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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (50 page)

Denth asintió.

—Hasta el hueso. Funciona bien. No perfectamente, pero bien. Ninguna herida puede repararse a la perfección en los sinvida, aunque se curará un poco. Se los cose y se los llena de ícor-alcohol. Si los arreglas muchas veces, el cuerpo deja de funcionar bien y hay que gastar otro aliento para mantenerlos en marcha. A esas alturas, suele ser mejor comprar otro cuerpo.

Salvada por un monstruo. Tal vez era eso lo que la había decidido a usar su aliento. Debería estar muerta, pero Clod la había salvado. Un sinvida. Le debía la vida a un ser que no debería existir. Aún peor, si miraba en su interior, sentía una traicionera piedad por aquella criatura. Incluso afecto. Considerando eso, pensaba que ya estaba condenada a tal punto que usar sus alientos no importaría.

—Luchó bien —susurró—. Mejor que los sinvida que empleaba la guardia de la ciudad.

Denth miró a Clod.

—No todos son iguales. La mayoría de los sinvida están hechos de lo que haya cerca. Si pagas buen dinero, puedes conseguir uno que haya sido muy hábil en vida.

Ella sintió un escalofrío al recordar aquel momento de humanidad que había visto en la cara de Clod mientras la defendía. Si una monstruosidad no muerta podía ser un héroe, entonces una princesa piadosa podía blasfemar. ¿O estaba sólo intentando justificar sus acciones?

—Habilidad —susurró—. ¿La conservan?

Denth asintió.

—Algunos trazos, al menos. Considerando lo que pagamos por este tipo, debe de haber sido un buen soldado. Y por eso vale el dinero, el tiempo, y la molestia de repararlo, en vez de comprar uno nuevo.

«Lo tratan como a una cosa», pensó Vivenna. Igual que debería hacer ella. Sin embargo, cada vez más, consideraba a Clod una persona. Le había salvado la vida. No Denth, ni Tonk Fah. Clod. Le parecía que deberían mostrar más respeto hacia él.

Joyas terminó con los músculos y luego cosió la piel con hilo grueso.

—Aunque sanará, es mejor usar algo fuerte en la reparación, para que no vuelva a abrirse —explicó Denth.

Vivenna asintió.

—Y el… jugo.

—Icor-alcohol. Descubierto por los Cinco Sabios. Un material maravilloso. Mantiene muy bien a los sinvida.

—¿Eso es lo que condujo a la Multiguerra? —susurró ella—. ¿Conseguir bien esa mezcla?

—En parte. Eso y el descubrimiento, de nuevo por uno de los Cinco Sabios, he olvidado cuál, de algunas órdenes nuevas. Si quieres de verdad ser despertadora, princesa, eso es lo que tienes que aprender. Las órdenes.

Ella asintió.

—Enséñame.

A un lado, Joyas sacó una pequeña bomba y conectó una manguerita a una pequeña válvula situada en la base del cuello de Clod. Empezó a bombear ícor-alcohol, moviendo la bomba muy despacio, probablemente para no reventar las arterias.

—Bueno, hay muchas clases de órdenes —dijo Denth—. Si quieres dar vida a una cuerda, como la que intentaste usar en el callejón, una buena orden es «sujeta las cosas». Dilo con voz clara, impulsando tu aliento para que actúe. Si lo haces bien, la cuerda agarrará lo que tenga más cerca. «Protégeme» es otra buena orden, aunque puede interpretarse de formas bastante extrañas si no imaginas exactamente lo que quieres.

—¿Imaginar?

Él asintió.

—Tienes que formar la orden en tu cabeza, no sólo pronunciarla. El aliento que das es parte de tu vida. Tu alma, diríais los idrianos. Cuando despiertas algo, se convierte en parte de ti. Si eres bueno y tienes práctica, las cosas que despiertas harán lo que esperas de ellas. Son parte de ti. Comprenden, igual que tus manos comprenden lo que quieres que hagan.

—Empezaré a practicar, entonces.

—Lo pillarás fácilmente —asintió él—. Eres una mujer lista, y tienes un montón de alientos.

—¿Eso sirve de algo?

Denth asintió, algo distante, como distraído por sus propios pensamientos.

—Cuantos más alientos tengas al empezar, más fácil es aprender a despertar. Es como… no sé, como si el aliento fuera más parte de ti. O tú más parte de él.

Ella reflexionó.

—Gracias —dijo por fin.

—¿Por qué? ¿Por explicarte el despertar? La mitad de los niños de las calles podrían haberlo hecho.

—No. Aunque aprecio la instrucción, el agradecimiento es por otras cosas. Por no condenarme como hipócrita. Por estar dispuesto a cambiar de planes y correr riesgos. Por protegerme hoy.

—La última vez que lo comprobé, ésas eran las cosas que un buen empleado debe hacer. Al menos si ese empleado es un mercenario.

Ella sacudió la cabeza.

—Es más que eso. Eres un buen hombre, Denth.

Él la miró a los ojos, y ella pudo ver algo en ellos. Una emoción que no supo descifrar. Una vez más, pensó en la máscara que llevaba, la personalidad del risueño y jovial mercenario. Ese hombre tenía una fachada, pues si mirabas sus ojos veías mucho más.

—Un buen hombre —dijo Denth, volviéndose—. A veces. Ojalá eso fuera cierto todavía, princesa. Hace muchos años que no soy un buen hombre.

Vivenna abrió la boca para responder, pero algo la hizo vacilar. Una sombra pasó ante la ventana. Tonk Fah entró un momento después. Denth se levantó sin mirarla.

—¿Y bien? —le preguntó a su colega.

—Parece segura —respondió, mirando a Clod—. ¿Cómo está el fiambre?

—Acabo de terminar —dijo Joyas. Se agachó y le dijo algo al sinvida en voz muy baja.

Clod empezó a moverse de nuevo, se sentó y miró alrededor. Vivenna esperó mientras sus ojos la miraban, pero no parecía haber ningún reconocimiento en ellos. Tenía la misma expresión aturdida.

«Claro —pensó Vivenna, poniéndose en pie—. Al fin y al cabo, es un sinvida.» Joyas había dicho algo para que empezara a funcionar de nuevo. Probablemente era lo mismo que lo había detenido antes. Aquella extraña frase…

Aullido del sol. Vivenna tomó nota, y luego los siguió mientras salían del edificio.

* * *

Poco después llegaron a casa. Parlin acudió corriendo, expresando sus temores por su seguridad. Se acercó primero a Joyas, aunque ésta no le hizo caso. Cuando Vivenna entraba en el edificio, se dirigió a ella.

—¿Vivenna? ¿Qué ha pasado?

La princesa sólo negó con la cabeza.

—Hubo una pelea —dijo él, siguiéndola escaleras arriba—. Lo he oído.

—Atacaron el campamento que visitábamos —respondió ella, cansada, mientras llegaba a lo alto de la escalera—. Un escuadrón de sinvidas. Empezaron a matar gente.

—¡Señor de los Colores! ¿Joyas está bien?

Vivenna se ruborizó, se volvió en el rellano y lo miró.

—¿Por qué preguntas por ella?

Parlin se encogió de hombros.

—Creo que es guapa.

—¿Y tienes que decirlo en voz alta? —replicó la princesa, advirtiendo que su pelo se volvía de nuevo rojo—. ¿No estás prometido a mí?

Él frunció el ceño.

—Tú estabas prometida al rey-dios, Vivenna.

—Pero sabes lo que querían nuestros padres —repuso, las manos en las caderas.

—Sí, pero bueno, cuando dejamos Idris, pensé que ambos íbamos a ser desheredados. En realidad no hay ningún motivo para continuar la charada.

«¿Charada?»

—Quiero decir, seamos sinceros —añadió él, sonriendo—. Nunca has sido muy amable conmigo. Sé que crees que soy estúpido; quizás hasta tengas razón. Pero si te importara de verdad, pienso que no me harías sentirme estúpido. Joyas me riñe, pero se ríe a veces de mis chistes. Tú nunca has hecho eso.

—Pero… —Vivenna descubrió que le fallaban las palabras—. Pero ¿por qué me seguiste hasta Hallandren?

Él parpadeó.

—Bueno, por Siri, naturalmente. ¿No vinimos por eso? ¿Para rescatarla? —Sonrió y se encogió de hombros—. Buenas noches, Vivenna.

Bajó las escaleras, llamando a Joyas para ver si estaba herida.

La princesa lo vio marchar.

«Es mejor persona que yo —pensó avergonzada, volviéndose hacia su cuarto—. Pero ahora mismo me cuesta preocuparme.» Se lo habían quitado todo. ¿Por qué no también a Parlin? Su odio por Hallandren se hizo más firme cuando entró en la habitación.

«Ahora necesito dormir —pensó—. Tal vez después de descansar pueda decidir qué estoy haciendo en esta ciudad.»

De una cosa estaba segura. Iba a aprender a despertar. La Vivenna de antes, la que tenía derecho a ir con la cabeza alta y denunciar el aliento como algo impío, ya no tenía sitio en T'Telir. La verdadera Vivenna no había venido para salvar a su hermana. Había venido porque no podía soportar no ser importante.

Aprendería. Ése sería su castigo.

Una vez en su cuarto, echó el cerrojo de la puerta y se dispuso a cerrar las cortinas.

Había una figura en el balcón, apoyada tranquilamente contra la barandilla. Llevaba barba de varios días y sus ropas oscuras estaban gastadas, casi en jirones. Portaba una espada negra.

Vivenna dio un respingo, los ojos muy abiertos.

—Tú —dijo él con voz furiosa—. Estás causando demasiados problemas.

Ella abrió la boca para gritar, pero las cortinas avanzaron, cubriéndole el cuello y la boca. Apretaron, ahogándola. Se envolvieron en todo su cuerpo, sujetándole los brazos a los costados.

«¡No! —pensó—. ¿Sobrevivo al ataque y los sinvida, y luego caigo en mi propia habitación?»

Se debatió, esperando que alguien la oyera y acudiera en su ayuda. Pero no lo hizo nadie. Al menos, no antes de que cayera inconsciente.

Capítulo 34

Sondeluz vio a la joven reina marcharse de su pabellón y sintió una extraña sensación de culpa. «Qué impropio de mí», pensó, tomando un sorbo de vino. Después de las uvas, le supo un poco amargo.

Tal vez la amargura se debía a otra cosa. Le había hablado a Siri de la muerte del rey-dios con su habitual tono frívolo. En su opinión, a menudo era mejor que la gente oyera la verdad de manera brusca y, si era posible, divertida.

No esperaba esa reacción por parte de la reina. ¿Qué era para ella el rey-dios? La habían enviado para que fuera su esposa, probablemente en contra de su voluntad. Sin embargo, parecía apenada por la perspectiva de la muerte del soberano. La observó mientras huía, evaluándola.

Tan pequeña y tan joven, toda vestida de dorado y azul. «¿Joven? —pensó—. Lleva viva más tiempo que yo.»

Sondeluz conservaba algunas cosas de su antigua vida, como su percepción sobre su edad. No sentía que tuviera cinco años, sino mucho mayor. Esa edad debería haberle enseñado a morderse la lengua cuando hablaba de convertir a mujeres jóvenes en viudas. ¿Podría la muchacha albergar sentimientos hacia el rey-dios?

Llevaba en la ciudad sólo un par de meses y él sabía, por los rumores, cómo era su vida. Obligada a cumplir con sus deberes de esposa con un hombre con quien no podía hablar y a quien no podía conocer. Un hombre que representaba todas las cosas que su cultura identificaba como profanas. Lo único que Sondeluz podía suponer, entonces, era que le preocupaba lo que pudiera sucederle a ella si su marido se suicidaba. Una preocupación legítima. La reina perdería la mayor parte de su estatus si perdía a su marido.

Sondeluz asintió para sí, y se volvió hacia los sacerdotes que seguían discutiendo. Habían acabado con el tema de los residuos y las patrullas de guardias y pasado a otros temas.

—Debemos prepararnos para la guerra —decía uno de ellos—. Los acontecimientos recientes dejan claro que no podemos coexistir con los idrianos con ninguna certeza de paz o seguridad. El conflicto se producirá, lo deseemos o no.

Sondeluz se quedó escuchando, tamborileando con un dedo el reposabrazos de su sillón.

«Durante cinco años he sido irrelevante —se dijo—. No tenía voto en ninguno de los consejos importantes. Simplemente conocía los códigos de una división de sinvidas. Me he labrado una reputación divina de ser inútil.»

Abajo, el tono era aún más hostil que en las reuniones anteriores. Eso no era lo que le preocupaba. El problema era el sacerdote que lideraba el movimiento a favor de la guerra: Nanrovah, sumo sacerdote de Marcaquieta el Noble. Normalmente, Sondeluz no se habría molestado en prestar atención. Sin embargo, Nanrovah siempre había sido el más destacado en su oposición a la guerra.

¿Qué le había hecho cambiar de opinión?

Poco después Encendedora llegó al palco. A esas alturas Sondeluz había recuperado el gusto por el vino, y lo bebía pensativo. Abajo, las voces contra la guerra eran tímidas y esporádicas.

Encendedora se sentó a su lado, un crujido de ropa y una vaharada de perfume. Sondeluz no se volvió a mirarla.

—¿Cómo conseguiste a Nanrovah? —preguntó por fin.

—No fui yo —contestó Encendedora—. No sé por qué ha cambiado de opinión. Ojalá no lo hubiera hecho tan rápidamente: parece sospechoso y hace pensar a la gente que lo he manipulado. Sea como sea, aceptaré el apoyo.

—¿Tanto deseas la guerra?

—Deseo que nuestro pueblo sea consciente de la amenaza —dijo Encendedora—. ¿Crees que quiero que esto pase? ¿Que quiero enviar a nuestra gente a morir y matar?

Sondeluz la miró, juzgando su sinceridad. Tenía unos ojos tan hermosos… Rara vez se fijaba en eso, considerando el descaro con que mostraba el resto de sus atributos.

—No —respondió—. No creo que quieras una guerra.

Ella asintió bruscamente. Llevaba un vestido estilizado y corto, como siempre, pero particularmente revelador en un escote que apenas contenía sus comprimidos pechos, exigiendo atención. Sondeluz apartó la mirada.

—No resultas muy divertido hoy —dijo.

—Estoy distraído.

—Deberíamos estar contentos. Los sacerdotes se han puesto de acuerdo casi todos. Pronto se hará una llamada a las armas ante la Asamblea de los Dioses.

Sondeluz asintió. Esa asamblea, la principal de los dioses, se convocaba para deliberar sólo en las situaciones más importantes. En ese caso, todos tenían voto. Si el voto era a favor de la guerra, los dioses que detentaban órdenes sinvida (dioses como Sondeluz) serían convocados para administrar y dirigir la batalla.

—¿Has cambiado las órdenes de los diez mil de Esperanzador? —preguntó.

Ella asintió.

—Ahora son míos, igual que los de Mercestrella.

«Colores —pensó él—. Entre nosotros dos, ahora tenemos el control de tres cuartas partes de los ejércitos del reino. En nombre de los Tonos Iridiscentes, ¿dónde me estoy metiendo?»

Encendedora se acomodó en su sillón, mirando el asiento más pequeño que Siri había dejado vacante.

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