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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (22 page)

Dos cuerdas de colores cayeron al suelo a cada lado del rey-dios. Siri vio cómo las cuerdas se retorcían con vida propia, se envolvían cuidadosamente en torno a Susebron y lo elevaban por el aire. Sus ropajes blancos aletearon mientras era transportado por el espacio entre el dosel y la pared trasera. Siri se inclinó hacia delante para ver las cuerdas depositar a su marido en un saliente de piedra más arriba y sentarlo en un trono dorado. A su lado, un par de sacerdotes despertadores ordenaron a sus cuerdas vivientes enroscarse en sus brazos y hombros.

El rey-dios extendió una mano. La gente se levantó, su conversación comenzó de nuevo y volvieron a sentarse. «Así que no va a sentarse conmigo», pensó Siri mientras se incorporaba. Se sintió aliviada en parte, aunque también frustrada. Estaba superando su asombro por estar en Hallandren, desposada con un dios, pero él había vuelto a impresionarla. Preocupada, se sentó y miró por encima de la multitud, para ver apenas cómo un grupo de sacerdotes entraba en el anfiteatro.

¿Cómo interpretar a Susebron? No podía ser un dios. No lo era en realidad, ¿no?

Austre era el único Dios de los hombres, el que enviaba a los Retornados. Los hallandrenses lo habían adorado también, antes de la Multiguerra y el exilio de la familia real. Sólo después de eso habían caído, convirtiéndose en paganos, adoradores de los Tonos Iridiscentes: el aliento biocromático, los Retornados y el arte en general.

Sin embargo, Siri nunca había visto a Austre. Le habían enseñado al respecto, ¿pero qué se podía interpretar de una criatura como el rey-dios? Ese halo divino de color no era algo que pudiera ignorar. Empezaba a comprender cómo el pueblo de Hallandren, después de casi ser destruido por sus enemigos, y luego ser salvado por las habilidades diplomáticas de Dalapaz el Bendito, podía recurrir a los Retornados en busca de guía divina.

Suspiró y miró hacia un lado mientras una figura subía los peldaños hasta su palco. Era Dedos Azules, las manos manchadas de tinta, escribiendo en un libro como de costumbre. Miró al rey-dios, asintió para sí y luego hizo otra anotación en su libro.

—Veo que Su Majestad Inmortal está situado y que estás adecuadamente expuesta, Receptáculo.

—¿Expuesta?

—Por supuesto. Ése es el motivo principal de tu visita. Los Retornados no tuvieron muchas oportunidades de verte cuando llegaste.

Siri se estremeció, tratando de mantener una postura decorosa.

—¿No deberían estar prestando atención a los sacerdotes de ahí abajo? En vez de estudiarme a mí, quiero decir.

—Probablemente —contestó Dedos Azules, sin apartar los ojos de su libro—. En mi experiencia, rara vez hacen lo que se supone que deben hacer.

No parecía especialmente reverente hacia ellos. Siri dejó correr la conversación. Dedos Azules aún no había explicado su extraña advertencia: «Las cosas no son lo que parecen.»

—Dedos Azules —dijo—. Respecto a lo que me dijiste la otra noche. La…

Él le dirigió una mirada, los ojos muy abiertos e insistentes, cortándola en seco. El mensaje era obvio: ahora no.

Siri suspiró, resistiendo la urgencia por desplomarse en el asiento. Abajo, sacerdotes de diversos colores se alzaban en pequeñas plataformas, debatiendo a pesar de la llovizna. Podía oírlos bastante bien, aunque poco de lo que decían tenía sentido para ella: el debate en curso parecía tener algo que ver con la manera en que la basura y las aguas residuales eran tratados en la ciudad.

—Dedos Azules —preguntó—, ¿son de verdad dioses?

El escriba vaciló y finalmente alzó la cabeza de su libro.

—¿Receptáculo?

—Los Retornados. ¿Crees que de verdad son divinos? ¿Que pueden ver el futuro?

—Yo no creo ser el más indicado para responder, Receptáculo. Déjame que traiga a uno de los sacerdotes. Él podrá contestar a tus preguntas. Dame un…

—No —dijo Siri, deteniéndolo—. No quiero la opinión de un sacerdote: quiero la opinión de una persona corriente, como tú. Un seguidor típico.

Él frunció el ceño.

—Mis disculpas, Receptáculo, pero no soy seguidor de los Retornados.

—Pero trabajas en el palacio.

—Y tú vives allí. Sin embargo, ninguno de nosotros dos adora a los Tonos Iridiscentes. Tú eres de Idris. Yo soy de Phan Khal.

—Pahn Khal es igual que Hallandren.

Dedos Azules alzó una ceja y apretó los labios.

—Lo cierto, Receptáculo, es que son bastante distintos.

—Pero os gobierna el rey-dios.

—Podemos aceptarlo como rey sin adorarlo como nuestro dios. Es uno de los motivos por los que soy mayordomo en palacio en vez de sacerdote.

«Sus túnicas —pensó Siri—. Tal vez por eso siempre va de marrón.» Se volvió a mirar a los sacerdotes en sus pedestales en la arena. Cada uno vestía un grupo distinto de colores, cada uno representando, supuso, un retornado diferente.

—¿Entonces qué piensas de ellos?

—Buena gente, pero equivocados. Un poco lo que pienso de ti, Receptáculo.

Ella lo miró. Dedos Azules, sin embargo, había vuelto a su libro. No era el hombre más fácil con quien mantener una conversación.

—Pero ¿cómo explicas la radiancia del rey-dios?

—Biocroma —dijo el hombre, todavía escribiendo, como si no le molestaran sus preguntas. Obviamente era un hombre acostumbrado a ser interrumpido.

—Los demás Retornados no convierten el blanco en colores como hace él, ¿no?

—No, no lo hacen. Pero claro, tampoco tienen el aliento que tiene él.

—Así que es distinto —concluyó Siri—. ¿Por qué nació con más?

—No nació, Receptáculo. El poder del rey-dios no deriva de la biocroma heredada de ser un retornado: en eso, es idéntico a los demás. Sin embargo, tiene algo más. La Luz de la Paz, lo llaman. Un concepto curioso para un tesoro de aliento que se cuenta por decenas de millares.

«¿Decenas de millares?», pensó Siri.

—¿Tantos?

Dedos Azules asintió, distraído.

—Se dice que los reyes-dioses son los únicos que consiguen la Décima Elevación. Eso es lo que hace que la luz se descomponga a su alrededor, además de darles otras habilidades. La habilidad para dar órdenes sinvida, por ejemplo, o la habilidad de despertar objetos sin tocarlos, usando sólo su voz. Estos poderes no son tanto una función de la divinidad, como de contener tanto aliento.

—¿Pero dónde lo consiguió?

—La mayoría fue originalmente reunido por Dalapaz el Bendito —dijo Dedos Azules—. Reunió miles de alientos durante los días de la Multiguerra. Los pasó al primer rey-dios de Hallandren. Esa herencia ha sido transferida de padre a hijo durante siglos… y ha sido aumentada, ya que cada rey-dios recibe dos alientos por semana, en vez del aliento semanal que reciben los otros Retornados.

—Oh —dijo Siri, sentándose y sintiéndose extrañamente decepcionada por la noticia. Susebron no era un dios, era simplemente un hombre con mucha más biocroma de lo normal.

Pero… ¿y los propios Retornados? Volvió a cruzarse de brazos, todavía preocupada. Nunca se había visto obligada a analizar objetivamente en lo que creía. Austre era simplemente… bueno, Dios. No cuestionas a la gente cuando hablan de Dios. Los Retornados eran usurpadores que habían expulsado de Hallandren a los seguidores de Austre, no auténticas deidades.

Sin embargo, eran tan majestuosos… ¿Por qué había sido expulsada la familia real de Hallandren? Ella conocía la historia oficial que se enseñaba en Idris, que la realeza no había apoyado los conflictos que condujeron a la Multiguerra. Por eso, el pueblo se rebeló contra ellos. Esa revuelta fue liderada por Kalad el Usurpador.

Kalad. Aunque Siri había evitado la mayoría de sus lecciones, incluso ella conocía las historias de ese hombre. Era el que había dirigido al pueblo de Hallandren a la herejía de crear sinvidas. Había creado un poderoso ejército de criaturas, como nunca se habían visto en la tierra. Las historias decían que los sinvida de Kalad eran más peligrosos, nuevos y distintos. Terribles y destructivos. Fue derrotado en última instancia por Dalapaz, que había acabado con la Multiguerra a través de la diplomacia.

Las historias decían que los ejércitos de Kalad estaban todavía ahí fuera, en alguna parte. Esperando el momento para atacar y destruir de nuevo. Siri sabía que esa historia era sólo una leyenda contada a la luz de las hogueras, pero seguía dándole escalofríos pensar en ella.

De cualquier forma, Dalapaz se había hecho con el control y detenido la Multiguerra. Sin embargo, no había devuelto Hallandren a sus legítimos gobernantes. Las historias de Idris hablaban de traición. Los monjes hablaban de herejías que estaban demasiado arraigadas en Hallandren.

Sin duda el pueblo de Hallandren tenía su propia versión de la historia. Ver a los Retornados en sus palcos hizo dudar a Siri. Un hecho estaba claro: las cosas en Hallandren eran mucho menos terribles de lo que le habían enseñado.

* * *

Vivenna se estremeció horrorizada mientras la gente con sus coloridos ropajes la rodeaba.

«Aquí las cosas son peores que lo que decían mis tutores», decidió, rebulléndose en su asiento. Parlin parecía haber perdido gran parte de su nerviosismo por verse en medio de semejante multitud. Estaba concentrado en los sacerdotes que debatían en el anfiteatro. Ella seguía sin poder decidir si el aliento que contenía era horrible o maravilloso. Gradualmente, estaba empezando a comprender que era horrible por lo maravilloso que parecía. Cuanto más gente tenía alrededor, más abrumada se sentía por la percepción que de ellos le amplificaba el aliento. Sin duda, si Parlin pudiera ver la magnitud total de todos esos colores, no se miraría tan boquiabierto las vestimentas. Sin duda si pudiera sentir a la gente, se sentiría acorralado como se sentía ella, incapaz de respirar.

«Ya es suficiente —decidió—. He visto a Siri, y sé qué han hecho con ella. Es hora de irnos.» Se dio la vuelta para marcharse. Y se detuvo.

Había un hombre de pie dos filas más atrás, mirándola. Normalmente, ella no le habría prestado atención. Vestía unos ajados ropajes marrones, desgarrados en algunas partes, y unos pantalones anchos atados a la cintura por una sencilla cuerda. Su vello facial estaba a medio camino entre la barba y el descuido. Iba despeinado y el pelo le llegaba hasta los hombros.

Y creaba una burbuja de color a su alrededor, tan brillante que tenía que ser de la Quinta Elevación. La estaba observando, la miraba a los ojos, y la princesa tuvo de pronto la súbita y horrorosa sensación de que él sabía exactamente quién era ella.

Retrocedió. El extraño no le quitaba los ojos de encima. Se agitó, echó atrás su capa y reveló una gran espada de negra empuñadura al cinto. Poca gente en Hallandren portaba armas. A ese hombre no parecía importarle. ¿Cómo había conseguido introducirla en la corte? La gente que tenía a los lados le dejó espacio, y Vivenna habría jurado que podía percibir algo en aquella espada. Como si oscureciera los colores. O los hiciera más fuertes. Convertía los pardos en marrones, los rojos en marrones, los azules en casi negros. Como si tuviera su propia biocroma…

—Parlin —dijo, con más brusquedad de lo que pretendía—. Nos marchamos.

—Pero…

—Ahora —dijo Vivenna, volviéndose y echando a andar. Sus recién hallados sentidos biocromáticos le informaron que el hombre la seguía mirando. Ahora que se daba cuenta, comprendía que sus ojos eran lo que la había hecho sentirse tan incómoda.

«Los tutores me hablaron de esto —pensó mientras se dirigían a una de las salidas—. El sentido vital, la habilidad para saber cuándo hay otra gente cerca, y cuándo te están observando. Todo el mundo lo posee en cierto grado. La biocroma lo amplía.»

En cuanto entraron en el pasadizo, la sensación de ser observada desapareció, y Vivenna dejó escapar un suspiro de alivio.

—No comprendo por qué quieres marcharte —dijo Parlin.

—Hemos visto lo que nos hacía falta.

—Supongo. Pero pensaba que querrías escuchar lo que estaban diciendo los sacerdotes sobre Idris.

Vivenna se detuvo.

—¿Qué?

Parlin frunció el ceño, levemente inquieto.

—Creo que van a declarar la guerra. ¿No tenemos un tratado?

«¡Santo Dios de los Colores!», pensó Vivenna, dándose media vuelta y corriendo de vuelta hacia el anfiteatro.

Capítulo 16

—¡No podemos justificar una acción militar contra Idris! —gritó un sacerdote vestido de azul y dorado. Era el sumo sacerdote de Marcaquieta. Sondeluz no se acordaba bien de su nombre. ¿Nanrovah?

La discusión no era nueva. Sondeluz se inclinó hacia delante. Nanrovah y su amo, Marcaquieta, eran dos rancios tradicionalistas. Solían argumentar en contra de todas las propuestas, pero gozaban del respeto general. Marcaquieta era casi tan viejo como Encendedora, y se le consideraba sabio. Sondeluz se frotó la barbilla.

Frente a Nanrovah se encontraba la suma sacerdotisa de Encendedora, Inhanna.

—Oh, por favor —dijo la mujer en la arena—. ¿De verdad tenemos que volver a discutir sobre lo mismo? ¡Idris es un enclave rebelde en las fronteras de nuestro reino!

—Se mantienen apartados —dijo Nanrovah—. Tienen tierras que no queremos.

—¿Tierras que no queremos? —exclamó la sacerdotisa, irritada—. ¡Dominan todos los pasos hacia los reinos del norte! ¡Todas las minas de cobre abiertas! ¡Tienen guarniciones militares capaces de atacar T'Telir! ¡Y siguen diciendo que los gobiernan los reyes legítimos de Hallandren!

Nanrovah guardó silencio y, sorprendentemente, hubo un gran murmullo de asentimiento por parte de los sacerdotes que observaban. Sondeluz los miró con recelo.

—¿Has engrosado el grupo con gente favorable a tu causa? —preguntó.

—Naturalmente —respondió Encendedora—. Igual que han hecho los otros. Sólo que yo lo he hecho mejor.

El debate continuó, otros sacerdotes intervinieron para discutir a favor y en contra de un ataque a Idris. Los sacerdotes expresaron la preocupación del pueblo de la nación: parte de su deber era escuchar a la gente y estudiar casos de importancia nacional, y luego discutirlas allí para que los dioses (que no tenían la oportunidad de mezclarse con la gente) pudieran estar informados. Si un tema llegaba a su fin, los dioses juzgaban. Estaban divididos en subgrupos, cada uno responsable de un área determinada. Algunos dioses estaban a cargo de temas civiles; otros, de acuerdos y tratados.

Idris no era un tema nuevo para la Asamblea. Sin embargo, Sondeluz nunca había visto que la discusión se volviera tan explícita y extrema. Se habían discutido sanciones, bloqueos, incluso presión militar. ¿Pero la guerra? Nadie había pronunciado todavía la palabra, pero todos sabían qué era lo que estaban discutiendo los sacerdotes.

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