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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (21 page)

Los séquitos fueron llegando uno tras otro, cada uno con un color distinto, normalmente con cierto matiz metálico. Siri contó los palcos. Había espacio para unos cincuenta dioses, pero en la corte sólo había un par de docenas. Veinticinco, ¿no? En cada procesión había una figura que sobresalía por encima de las demás. Algunas, sobre todo las mujeres, eran transportadas en sillas o divanes. Los hombres generalmente andaban, algunos vestían intrincadas túnicas, otros sólo llevaban sandalias y una falda. Siri se inclinó hacia delante, estudiando a un dios que pasaba junto a su palco. Su pecho desnudo la hizo ruborizarse, pero le permitió ver su cuerpo musculoso y su piel bronceada.

Él la miró y ella asintió levemente con la cabeza como signo de respeto. Sus sirvientes y sacerdotes se inclinaron hasta casi tocar el suelo. El dios continuó su camino, sin decir nada.

Siri permaneció sentada. Negó con la cabeza cuando una de las criadas le ofreció comida. Todavía quedaban cuatro o cinco dioses por llegar. Al parecer, las deidades de Hallandren no eran tan puntuales como la había hecho creer el puntilloso Dedos Azules.

* * *

Vivenna atravesó las puertas y entró en el patio de la Corte de los Dioses, dominado por un grupo de grandes palacios. Vaciló, y pequeños grupos de personas la adelantaron, aunque no había una gran muchedumbre.

Denth tenía razón: le había resultado fácil entrar en la corte. Los sacerdotes de la puerta la habían dejado pasar sin preguntarle siquiera su identidad. Incluso habían permitido la entrada a Parlin, dando por sentado que era su ayudante. Se volvió a mirar a los sacerdotes de túnicas azules. Pudo ver burbujas de color a su alrededor, indicativas de su fuerte biocroma.

La habían informado al respecto. Los sacerdotes que protegían las puertas tenían suficiente aliento para llegar a la Primera Elevación, el estado en que una persona conseguía la habilidad para distinguir niveles de aliento en otras personas. Vivenna lo tenía también. No eran las auras o los colores lo que le parecía diferente. De hecho, la habilidad de distinguir alientos era parecida al tono perfecto que había conseguido. Otras personas oían los mismos sonidos que ella, pero Vivenna tenía la capacidad de distinguirlos y separarlos.

Vio lo cerca que estaba una persona de uno de los sacerdotes antes de que los colores aumentaran, y vio exactamente cómo esos tonos se volvían más intensos. La información le hizo saber instintivamente que todos los sacerdotes pertenecían a la Primera Elevación. Parlin tenía un aliento. Los ciudadanos corrientes, que tenían que presentar papeles para acceder a la corte, también tenían un solo aliento. Vivenna podía notar lo fuerte que era ese aliento, y si la persona estaba enferma o no.

Los sacerdotes tenían cada uno cincuenta alientos, como la mayoría de los individuos adinerados que entraban por las puertas. Un buen número tenía al menos doscientos alientos, suficientes para la Segunda Elevación y el tono perfecto que ésta garantizaba. Sólo un par tenían más alientos que Vivenna, que había llegado hasta la Tercera Elevación y la perfecta percepción del color que concedía.

Dejó de estudiar a la multitud. Le habían informado de las Elevaciones, pero nunca había esperado experimentarlas de primera mano. Se sentía sucia. Sobre todo porque los colores eran preciosos.

Sus tutores le habían enseñado que la corte se componía de un amplio círculo de palacios, pero no mencionaron que cada palacio estaba armónicamente equilibrado en su color. Cada uno era una obra de arte, utilizando sutiles gradientes de color que la gente normal no podría apreciar. Se alzaban en un césped perfecto, de un verde uniforme, recortado cuidadosamente, sin ningún camino ni sendero. Vivenna lo pisó, con Parlin a su lado, y sintió la urgencia de quitarse los zapatos y caminar descalza por la hierba húmeda. Eso no sería nada adecuado, así que reprimió el impulso.

La llovizna estaba empezando a remitir por fin, y Parlin bajó el paraguas que había comprado para mantenerlos a ambos secos.

—Bueno, esto es —dijo, sacudiendo el paraguas—. La Corte de los Dioses.

Vivenna asintió.

—Buen lugar para que las ovejas pasten.

—Lo dudo —dijo ella en voz baja.

Parlin frunció el ceño.

—¿Cabras, entonces? —propuso por fin.

La princesa suspiró, y se unieron a una pequeña procesión que cruzaba la hierba hacia una gran estructura ante el círculo de palacios. Le había preocupado destacar: después de todo, seguía llevando su sencillo vestido idriano, de escote cerrado, tejido práctico y colores apagados. Estaba empezando a darse cuenta de que no había forma de destacar en T'Telir.

La gente a su alrededor llevaba una sorprendente variedad de vestidos que le hicieron preguntarse quién tenía imaginación para diseñarlos. Algunos eran tan modestos como los de Vivenna y otros incluso tenían colores apagados, aunque estos habitualmente tenían por contraste brillante pañuelos o sombreros. La modestia en el diseño y el color no estaba de moda, pero no era inexistente.

«Todo es cuestión de llamar la atención —pensó—. Los colores blancos y desvaídos son una reacción contra los colores brillantes. Pero como todo el mundo intenta con tanto énfasis parecer distinto, ¡nadie lo es!»

Sintiéndose más segura, miró a Parlin, que parecía más tranquilo ahora que estaban lejos de las grandes multitudes de la ciudad.

—Interesantes edificios —dijo—. La gente lleva demasiado color, pero ese palacio tiene sólo un color. Me pregunto por qué será.

—No es un solo color. Son muchos tonos diferentes del mismo color.

Parlin se encogió de hombros.

—El rojo es rojo.

¿Cómo podía explicárselo ella? Cada rojo era diferente, como notas de una escala musical. Las paredes eran de rojo puro. Las tejas, las columnas y otros adornos eran de tonos ligeramente distintos, cada uno diferente e intencionado. Las columnas, por ejemplo, formaban cinco grados de rojo, armonizando con el tono básico de las paredes.

Era como una sinfonía de tonos. El edificio obviamente había sido construido para una persona que había conseguido la Tercera Elevación, ya que sólo una persona así podría ver la resonancia ideal. Para los demás… bueno, era sólo una mancha de rojo.

Dejaron atrás el palacio rojo y se dirigieron al anfiteatro. La diversión era un elemento central en las vidas de los dioses de Hallandren. Después de todo, no podía esperarse que los dioses hicieran nada útil con su tiempo. A menudo se divertían en sus palacios o en los jardines, pero para eventos particularmente grandes estaba el anfiteatro, que también servía como emplazamiento para los debates legislativos. Hoy, los sacerdotes discutirían para diversión de sus deidades.

Vivenna y Parlin esperaron su turno mientras la gente se congregaba en la entrada del anfiteatro. Ella se volvió a mirar otra puerta, preguntándose por qué no la utilizaba nadie. La respuesta quedó clara cuando se acercó una figura. Iba rodeado de sirvientes, algunos cargando un dosel. Todos iban vestidos de azul y plata, igual que su líder, quien se alzaba una buena cabeza por encima de los demás. Desprendía un aura biocromática como Vivenna no había visto jamás; aunque, cierto, sólo hacía pocas horas que podía verlas. Su burbuja de color aumentada era enorme; se extendía casi diez metros. Para sus sentidos ampliados de la Primera Elevación, el aliento del dios era infinito. Por primera vez, pudo ver que había algo diferente en los Retornados. No eran sólo despertadores con más poder; era como si tuvieran un solo aliento, pero tan inmensamente poderoso que los impulsaba a las Elevaciones superiores.

El dios entró en el anfiteatro a través de la puerta abierta. Mientras lo miraba, la sensación de asombro de Vivenna se disipó. Había arrogancia en la pose de aquel hombre, un desdén hacia el modo en que entraba libremente mientras otros esperaban su turno en una entrada repleta.

«Para mantenerse vivo —pensó— necesita absorber el aliento de otra persona cada semana.»

Se había permitido relajarse demasiado, y sintió que su repulsión regresaba. El color y la belleza no podían cubrir una vanidad tan grande, ni ocultar el pecado de ser un parásito que vivía a costa de la gente corriente.

El dios desapareció en el anfiteatro. Vivenna esperó, pensando un momento en su propia biocroma y lo que significaba. Se quedó anonadada cuando un hombre junto a ella se alzó súbitamente del suelo.

El hombre se elevó por los aires, levantado por su capa, inusitadamente larga. El tejido se había endurecido y parecía una mano mientras alzaba al hombre para que pudiera ver por encima de la multitud. «¿Cómo lo hace?» Le habían dicho que el aliento podía dar vida a los objetos, ¿pero qué significaba «vida»? Parecía como si las fibras de la capa estuvieran tensas, como músculos, pero ¿cómo elevaban algo mucho más pesado? El hombre descendió al suelo. Murmuró algo que Vivenna no pudo oír, y su aura biocromática se volvió más fuerte cuando recuperó su aliento de la capa.

—Pronto volveremos a avanzar —le dijo el hombre a sus acompañantes—. Ya hay menos gente por delante.

En efecto, la multitud pronto empezó a moverse. No pasó mucho tiempo antes de que Vivenna y Parlin entraran en el anfiteatro. Recorrieron los bancos de piedra, buscando un sitio que no estuviera demasiado abarrotado, y Vivenna miró con urgencia hacia los palcos de arriba. El edificio era recargado, pero no muy grande, así que no tardó en localizar a Siri.

Cuando lo hizo, el corazón se le vino a los pies. «Mi hermana —pensó con un escalofrío—. Mi pobre hermana.»

Siri iba vestida con un escandaloso atuendo dorado que ni siquiera le llegaba a las rodillas. También tenía un escote muy pronunciado. Su cabello, que incluso ella debería haber sido capaz de mantener de un tono castaño oscuro, mostraba un amarillo dorado de diversión, y tenía entrelazados lazos rojo oscuro. La atendían docenas de sirvientes.

—Mira lo que le han hecho —susurró Vivenna—. Debe de estar aterrorizada, la pobre, al verse obligada a vestir una cosa así y mantener el pelo de un color a juego con su ropa… —«Obligada a ser la esclava del rey-dios.»

Parlin apretó los dientes. No se enfadaba a menudo, pero Vivenna percibió que ahora sí lo estaba. Ella sentía lo mismo. Siri estaba siendo explotada: la mostraban y la exhibían como si fuera una especie de trofeo. Parecía una declaración. Estaban diciendo que podían coger a una casta e inocente mujer de Idris y hacer con ella lo que se les antojara.

«Lo que estoy haciendo está bien —pensó Vivenna con creciente determinación—. Venir a Hallandren fue lo mejor. Puede que Lemex esté muerto, pero yo tengo que continuar. Tengo que encontrar un modo de salvar a mi hermana.»

—¿Vivenna? —dijo Parlin.

—¿Hmm?

—¿Por qué empieza a postrarse todo el mundo?

* * *

Siri jugueteaba con una borla de su vestido. El último dios estaba sentándose en su palco. «Con éste hacen veinticinco —pensó—. Ya deben de estar todos.»

De repente, el público empezó a ponerse en pie, y luego a arrodillarse. Siri se levantó para mirar, ansiosa. ¿Qué se estaba perdiendo? ¿Había llegado el rey-dios, o era otra cosa? Incluso los dioses se habían arrodillado, aunque no se postraron como los mortales. Todos parecían hacer una reverencia hacia Siri. «¿Es algún tipo de saludo ritual hacia su nueva reina?»

Entonces lo vio. Su vestido explotó de color, la piedra a sus pies ganó lustre y su misma piel se hizo más vibrante. Delante de ella, un cuenco blanco empezó a brillar y pareció estirarse hasta que el color blanco se dispersó en los colores del arco iris.

Una criada arrodillada le tiró a Siri de la manga.

—Señora —susurró la mujer—. ¡Detrás de ti!

Capítulo 15

Conteniendo la respiración, Siri se dio la vuelta. Y se lo encontró detrás, aunque no tenía ni idea de cómo había llegado. No había ninguna entrada trasera por ahí, sólo la pared de piedra.

Iba vestido de blanco. Ella no esperaba eso. Algo en su biocroma hacía que el blanco puro se dispersara como había visto antes, rompiéndose como la luz a través de un prisma. Ahora, a la luz del día, pudo verlo por fin adecuadamente. Sus ropas parecían irradiar un arco iris a su alrededor.

Y era joven, mucho más de lo que habían sugerido sus encuentros a oscuras. Supuestamente llevaba décadas reinando en Hallandren, pero aquel hombre parecía no tener más de veinte años. Lo miró asombrada, la boca ligeramente abierta, y cualquier palabra que hubiera intentado decir se esfumó. Aquel hombre era un dios. El mismo aire se distorsionaba a su alrededor. ¿Cómo podía no haberlo visto? ¿Cómo podía haberlo tratado como lo había hecho? Se sentía como una idiota.

Él la miró con expresión neutra e ilegible, el rostro tan controlado que le recordó a Vivenna. Ella no habría sido tan beligerante. Habría merecido casarse con una figura tan majestuosa.

La criada susurró algo, tirando de nuevo del vestido de Siri. Con retraso, ella se arrodilló sobre la piedra, la larga cola de su vestido aleteando suavemente al viento tras ella.

* * *

Encendedora se arrodilló obediente sobre su cojín. Sondeluz, sin embargo, permaneció de pie, contemplando al otro lado del estadio a un hombre a quien apenas distinguía. El rey-dios iba vestido de blanco, como hacía a menudo, para causar un efecto dramático. Al ser el único ser que había alcanzado la Décima Elevación, tenía un aura tan fuerte que podía absorber color incluso de algo incoloro.

Encendedora miró a Sondeluz.

—¿Por qué nos arrodillamos? —preguntó él.

—¡Es nuestro rey! —susurró la diosa—. Arrodíllate, idiota.

—¿Qué sucederá si no lo hago? No pueden ejecutarme. Soy un dios.

—¡Podrías perjudicar nuestra causa!

«¿Nuestra causa? —pensó Sondeluz—. ¿Una reunión y ya formo parte de sus planes?»

Sin embargo, no era tan necio para ganarse innecesariamente la ira del rey-dios. ¿Por qué arriesgar aquella vida perfecta, con sirvientes que cargaba su silla a través de la lluvia y le cascaban las nueces? Se arrodilló sobre su cojín. La superioridad del rey-dios era arbitraria, tanto como la divinidad de Sondeluz; ambas formaban parte de un grandioso juego de pretensiones.

Pero había descubierto que las cosas imaginarias eran a menudo lo único que tenía verdadera sustancia en la vida.

* * *

Siri respiraba entrecortadamente, arrodillada en el suelo de piedra ante su esposo. Todo el anfiteatro estaba inmóvil y en silencio. Con la mirada gacha, todavía podía ver los pies calzados de blanco de Susebron delante de ella. Incluso los pies emanaban un aura de color, y las tiras blancas de sus sandalias desprendían lazos pintorescos.

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