Una noche de luna llena color rojo sangre, seis chicas se ven arrastradas por una fuerza misteriosa hasta un teatro al aire libre abandonado. Días antes, un compañero apareció muerto en el instituto. Todo el mundo piensa que ha sido un suicidio. Todo el mundo… excepto ellas.En ese misterioso lugar en ruinas, les es revelada una antigua profecía. Son las Elegidas, un grupo de brujas unidas por un poder que puede destruirlas a todas. Pronto descubren que, a pesar de sus diferencias, se necesitan las unas a las otras para dominar sus nuevos poderes y cumplir la misión que les espera. El tiempo corre en su contra. Si no descubren qué las persigue, morirán.
Mats Strandberg y Sara B. Elfgren
El círculo
El círculo - 1
ePUB v1.0
AlexAinhoa01.03.13
Título original:
Cirkeln
© Mats Strandberg y Sara B. Elfgren, 2011
© de la traducción, Carmen Montes Cano, 2012
Diseño de cubierta: Pär Åhlander
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.1
Querido lector,
Te quiero presentar a Rebecka, Minoo, Ida, Linnéa, Vanessa y Anna-Karin, las protagonistas de
El círculo,
el primer volumen de la trilogía Engelsfors; 512 páginas inquietantes que hablan de amor, magia, estudios, relaciones entre padres e hijos, muerte y amistad.
Estas seis adolescentes descubren, tras la muerte de un compañero, que no son como las demás. Desde la primera página nos metemos en sus mentes y nos convertimos en testigos de sus miedos, sus frustraciones, sus secretos, sus obsesiones y sus sueños. Las entendemos cuando se debaten entre la desconfianza y el deber, entre el orgullo y la necesidad de pedir perdón, entre el miedo y la lealtad, entre los secretos y la sinceridad.
Gracias a estas seis voces,
El círculo
es una novela aparentemente muy realista, nada edulcorada, y absolutamente contemporánea y universal. Una
urban fantasy
inteligente y verosímil que se ha convertido en un auténtico fenómeno editorial en Suecia, donde ha arrasado entre los lectores y la crítica, algo que no sucedía desde la publicación de
Millenium.
Y, que sin duda alguna, arrasará también en los otros veinte países en los que se publicará la trilogía.
¿Quieres sumarte al círculo? No esperes más, empieza a leer.
Cuando el círculo se complete habrá empezado la lucha.
La editora
Ella espera una respuesta, pero Elías no sabe qué decir. No hay nada que pueda contentarla, así que él se queda allí, mirándose las manos. Las tiene tan pálidas que se le marcan las venas a la luz de neón.
—¿Elías?
¿Cómo soporta trabajar en este despacho minúsculo y patético, con todos esos archivadores, plantas mustias y vistas al aparcamiento del instituto? ¿Cómo lo aguanta?
—¿Podrías explicarme cuál es tu modo de razonar? —pregunta la mujer.
Elías levanta la vista y mira a la directora. Claro que aguanta. La gente como ella encaja en este mundo con toda naturalidad. Siempre hacen lo que se espera de ellos, lo normal. Ante todo, están convencidos de que poseen la solución a cualquier problema. La solución número uno: «adáptate y sigue las normas». Como directora, Adriana López es la reina de un mundo fundamentado en esa filosofía.
—Esta situación me preocupa muchísimo —dice, pero Elías se da cuenta de que, en realidad, está enfadada porque él es incapaz de esforzarse—. No llevamos ni tres semanas de curso y ya tienes un cincuenta por ciento de absentismo. Y prefiero hablarlo contigo ahora porque no quisiera que perdieras el hilo por completo.
Elías piensa en Linnéa. Eso suele ayudarle, aunque ahora solo recuerda los gritos de la discusión de la noche anterior. Le duele pensar en sus lágrimas. No podía consolarla, dado que fue él quien las causó. Quién sabe si Linnéa no lo odiará a estas alturas.
Linnéa es la persona que ahuyenta la oscuridad. La que lo aparta de las vías de escape. La cuchilla que le proporciona el control sobre la angustia por un rato. Fumar, que le permite olvidar esa angustia. Pero ayer no tuvo fuerzas para oponer resistencia y Linnéa se dio cuenta, naturalmente. Y ahora lo odia, seguro.
—En el instituto la cosa es diferente —prosigue la reina—. Tienes más libertad, pero es una libertad responsable. Nadie andará dándote la lata. Tú decides cómo quieres que sea el resto de tu vida. Es aquí donde se resuelve. Tu futuro se decide en este lugar. ¿De verdad que quieres echarlo todo a perder?
A Elías casi le da un ataque de risa. Ni ella se cree ese rollo. Para la directora, él no es una persona, solo un alumno que «se ha desviado un poco». Le resulta impensable que tenga problemas ajenos a los de «la pubertad» y «las hormonas». Lo único que sirve son las «reglas fijas» y los «límites bien definidos».
—Bueno, está el examen de acceso a la universidad.
Le sale así, sin pensar. La boca de la directora dibuja una línea fina.
—Ya, pero también para eso hace falta hábito de estudio.
Elías deja escapar un suspiro. Aquella reunión empieza a ser demasiado larga.
—Lo sé —dice sin mirarla a la cara—. La verdad, no quiero echarlo todo a perder. Pensé que el instituto sería para mí una oportunidad de volver a empezar, pero es más difícil de lo que yo creía… Tengo un nivel mucho más bajo que los demás, pero lo conseguiré.
La directora parece sorprendida. Luego se le dibuja en la cara una sonrisa, la primera sonrisa natural de toda la reunión. Elías acaba de decir exactamente lo que ella quiere oír.
—Bien —responde—. Te darás cuenta de que, una vez que te decidas y empieces a esforzarte, todo irá rodado.
Se inclina hacia Elías, le quita un pelo que tenía en el jersey de color negro y lo gira entre los dedos. El pelo brilla al sol que entra por las ventanas. Algo más claro en la raíz de un centímetro, que ya le ha crecido con su color natural. Adriana López lo observa fascinada, y a Elías se le ocurre la absurda idea de que se lo va a meter en la boca y de que empezará a masticarlo.
La directora se da cuenta de que la está mirando y lo deja despacio en la papelera.
—Perdona, soy un poco perfeccionista —se disculpa.
Elías sonríe de un modo que puede significar cualquier cosa, porque no sabe muy bien qué contestar.
—Bueno, pues creo que, por hoy, ya hemos terminado —dice la directora.
Elías se levanta y sale del despacho. La puerta no se cierra del todo a sus espaldas. Se da media vuelta para cerrarla y alcanza a entrever a la directora.
Ve que se inclina sobre la papelera y saca algo entre los dedos finos y estilizados. Luego introduce ese algo en un sobre pequeño y lo cierra.
Elías se queda allí pasmado, dudando de lo que acaba de ver. Ya no confía del todo en sus sentidos, después de los sucesos de los últimos días. Si no fuera tan incomprensible, creería que lo que había metido en el sobre era el pelo que acababa de quitarle del jersey.
En ese preciso instante, la directora levanta la vista. Se le endurece la mirada hasta que consigue obligarse a esbozar una sonrisa.
—¿Querías algo más? —pregunta.
—No —susurra Elías antes de cerrar la puerta.
Se encaja con un clic y Elías siente un alivio desproporcionado, como si acabara de librarse de un peligro mortal.
El instituto aparece ahora vacío y desierto. Es antinatural. Hacía tan solo media hora, cuando entró en el despacho de la directora, estaba lleno de alumnos en movimiento.
Elías marca el número de Linnéa y sus pasos resuenan mientras baja la escalera de espiral. Linnéa responde cuando él acaba de llegar al pie de la escalera y ya está abriendo la puerta que da a la galería de la planta baja.
—Aquí Linnéa.
—Soy yo —responde Elías.
Le duele todo de puro nerviosismo.
—Sí, ya lo veo —responde ella al fin, como siempre.
Elías se relaja un poco.
—Perdón —dice—. Siento mucho lo de ayer.
En realidad, habría querido decírselo por la mañana, en cuanto se vieron. Pero no hubo ocasión. Linnéa anduvo rehuyéndolo todo el día. Y se marchó antes de la última clase.
—Ya —replica ella.
No parece enfadada. Ni siquiera triste. La voz suena hueca y resignada —como si se hubiera
resignado
—, y no hay nada que le cause a Elías más pavor.
—No es que… No es que haya caído otra vez. No pienso empezar otra vez. Ha sido solo un petardo.
—Eso ya me lo dijiste ayer.
—Pero me dio la impresión de que no me creías.
Elías va caminando junto a la hilera de taquillas, pasa por delante de los asientos de madera atornillados al suelo, por delante del tablón de anuncios, y Linnéa sigue sin decir nada. De repente, percibe otro sonido. Pasos que no son los suyos.
Se da media vuelta. No ve a nadie.
—Me juraste que lo habías dejado —se oye la voz de Linnéa.
—Lo sé. Perdona. Ya sé que te he fallado…
—No —lo interrumpe ella—. Joder, te has fallado a ti mismo. No puedes hacerlo
por mí.
Así nunca…
—Ya lo sé, ya lo sé —responde Elías—. Todo eso ya lo sé.
Ha llegado a su taquilla, la abre, mete unos libros en la bolsa de tela negra y vuelve a cerrar la endeble puerta metálica. Justo a tiempo de oír los otros pasos, antes de que cesen. Una vez más, se vuelve a mirar. Allí no hay nadie. Y aun así, se siente observado.
—¿Por qué lo has hecho?
Linnéa le hizo la misma pregunta ayer, la repitió varias veces. Pero él no le contó la verdad. Es demasiado aterradora. Una locura. Incluso para un caso clínico como él.
—Ya te lo dije. Tenía ansiedad —responde intentando no desvelar la irritación en la voz, no provocar la discusión otra vez.
—Sé que hay algo más.
Elías duda.
—Vale —se rinde al fin en voz baja—. Te lo contaré. ¿Podemos quedar esta noche?
—Bueno.
—Saldré sin hacer ruido en cuanto se hayan dormido mis padres. Linnéa…
—Sí.
—¿Me odias?
—Lo que odio es que hagas esas preguntas tan estúpidas —responde ella irritada.
Por fin. Esa es la Linnéa de siempre.
Elías cuelga el móvil. Sonríe en medio de la galería. Aún hay esperanza. Mientras no lo odie, hay esperanza. Tiene que contárselo a Linnéa. Ella es su hermana en todo, menos de sangre. Y no tiene por qué pasar por aquello solo.
En ese momento se apagan las luces. Elías se queda helado. Un resplandor débil se abre paso por las ventanas del fondo de la galería. En algún lugar, cerca de donde se encuentra, se cierra una puerta. Luego se extiende el silencio como un manto.
No hay por qué tener miedo, se dice, tratando de convencerse.
Se encamina a la salida. Se obliga a caminar con paso lento, firme. A no ceder al pánico que comienza a crecer en su interior. Dobla la esquina por una hilera de taquillas.
Hay alguien.
El conserje. Elías solo lo ha visto un par de veces, pero es imposible de olvidar. Esos ojos grandes, de un azul hielo. Unos ojos que se le clavan como si pudiera entrever todos sus secretos.
Elías baja la vista cuando pasa por delante. Aun así, nota la mirada ardiéndole en la nuca. Las náuseas afloran a la boca del estómago. Es como si el pulso le latiera en la garganta con tal fuerza que le produce el cosquilleo típico de las arcadas. Elías aprieta el paso.