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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

El círculo (3 page)

—¿Tenías el pulso acelerado?

—Sí, pero se me pasó.

—¿Te costaba respirar?

Minoo asiente.

—Podría ser ansiedad.

—Yo no tengo ansiedad.

—No sería de extrañar, Minoo. Acabas de empezar el instituto. Es un cambio importante.

—Que no era ansiedad. Tenía que ver con la pesadilla.

Incluso a ella le resulta extraño al oír la explicación, pero esa era la verdad.

—No es saludable guardarse todos los sentimientos —dice su madre—. De un modo u otro, terminan saliendo. Cuanto más intentes controlarlos, más incontrolado es el desenlace.

—¿Qué pasa? ¿Has dejado la cirugía por la psicología? —le chincha Minoo.

—Que sepas que hubo un tiempo en que me planteé ser psiquiatra —responde la madre un tanto mordaz. Luego, se le transforma la mirada—. Ya sé que no he sido un gran modelo para ti.

—Mamá, déjalo, anda.

—No. Fui la típica niña perfecta. Y no quiero imponerte esa actitud.

—No me impones nada —responde Minoo bajando la voz.

—Prométeme que me avisarás si vuelve a ocurrir. Prométemelo.

Minoo asiente. Aunque su madre puede ser bastante pesada a veces, le gusta que se preocupe por ella. Y además, la comprende casi siempre.

Dios, qué patético, piensa Minoo tragando la última cucharada de yogur. Mi madre es mi mejor amiga.

Vanessa se despierta con el picor del humo en la nariz.

Retira el edredón, sale corriendo hacia la puerta y la abre de golpe.

Pero, en el salón, todo está en calma. No hay llamas lamiendo las cortinas. Ni negras nubes tóxicas saliendo a oleadas de la cocina. En la mesa del sofá hay una caja de pizza y unas latas de cerveza.
Frasse,
el pastor alemán, está amodorrado en el charco de sol que calienta el suelo. Su madre, Nicke y Melvin, su hermano pequeño, ya están desayunando en la cocina. Una mañana normal y corriente en el número 17A de la calle Törnrosvägen, quinta planta, primera puerta a la derecha del ascensor.

Vanessa menea la cabeza y entonces se da cuenta: el olor emana de su propio cuerpo. El pelo le apesta. Como cuando era pequeña y se quedaba observando la ridícula hoguera de mayo en el parque de la colina de Olsson.

Vanessa cruza el salón, pasa por la cocina y ve a Melvin jugando con dos cucharas, las hace bailar sobre la mesa. A veces es tan mono. No se explica que el cincuenta por ciento de sus genes procedan de Nicke.

Se quita la camiseta con la que ha dormido, la deja en el suelo del cuarto de baño y abre el grifo. Las tuberías emiten un carraspeo y enseguida sale disparado un chorro de agua fría. La ducha no resulta nada fiable desde que Nicke se empeñó en cambiar él mismo unas piezas y poner un nuevo grifo monomando. Mamá protestó un poco, pero al final siempre lo deja hacer su voluntad.

Vanessa se mete en la ducha y por poco se escalda, hasta que localiza el punto de la temperatura adecuada. Se lava el pelo con el champú de su madre, que tiene un olor dulzón y como a coco. Aquel olor a humo tan misterioso sigue allí. Coge un buen puñado de champú y se lo lava otra vez.

Cuando vuelve a su habitación, envuelta en el albornoz, pone la radio. Las voces histéricas de los anuncios publicitarios imprimen a todo un toque de normalidad. Entonces sube las persianas y enseguida se pone de mejor humor. No hay duda, hace tiempo de llevar poca ropa. Quiere salir al sol cuanto antes.

—¡Que bajes el volumen ahora mismo! —ordena Nicke desde la cocina con la típica voz de madero.

Vanessa no le hace el menor caso.

Si tienes resaca no es mi problema, piensa mientras se pone desodorante.

Se viste, coge la bolsa del maquillaje y se dirige al espejo de cuerpo entero que hay apoyado en la pared.

Pero su imagen no aparece allí dentro.

Vanessa se queda mirando el espejo vacío. Levanta una mano y la sostiene delante de los ojos. Allí está, perfectamente visible. Vuelve a mirar al espejo. Nada.

Tarda un rato en comprender que sigue durmiendo.

Sonríe. Una vez que se tiene conciencia de que se trata de un sueño, uno debe de poder gobernarlo.

Deja la bolsa de maquillaje y se dirige a la cocina.

—Hola —saluda.

Nadie reacciona. Realmente,
es
invisible. Nicke dormita sentado con la cabeza apoyada en la mano. Huele a cerveza revenida. Su madre parece como mínimo igual de cansada que él, y se está tomando una tostada con jamón mientras hojea el catálogo de una tienda que llaman Kristallgrottan, la caverna de cristal. Tan solo Melvin gira la cabeza, como si hubiera oído algo, pero es obvio que tampoco la ve.

Vanessa se coloca al lado de Nicke.

—¿Con resaca? —le susurra al oído.

Ninguna reacción. Vanessa suelta una risita. Siente una alegría de lo más extraña.

—¿Tú sabes cómo te odio? —le dice a Nicke—. Eres un pringado de mierda. Tanto que ni tú mismo te das cuenta de lo pringado de mierda que eres. Yo creo que eso es lo peor, que te crees que eres perfecto.

De pronto nota algo húmedo y áspero en la mano. Baja la vista y allí está
Frasse,
lamiéndole la mano.

—¿Qué hace
Frasse?
—pregunta Melvin con su vocecilla.

La madre mira al perro.

—Eso nunca se sabe —responde—. Estará cazando moscas o algo así.

—¿A qué voy y hago pedazos esa mierda de radio? —grita Nicke dirigiendo la vista a la habitación de Vanessa.

Ella se ríe otra vez y pasea la mirada por la cocina. En la encimera ve la taza favorita de Nicke, una jarrita azul con una placa de la Policía americana y las siglas «NYPD» en letras blancas. Seguramente, se habrá creído que la vida de poli en Engelsfors puede compararse con patrullar las calles de Nueva York.

Vanessa arrastra la taza con un movimiento del brazo y la tira al suelo. La jarrita se quiebra en dos mitades con un sonido que la llena de satisfacción. Melvin da un respingo y empieza a llorar. Y Vanessa siente enseguida remordimientos por él.

—¡Pero qué coño! —grita Nicke levantándose con tal ímpetu que la silla se vuelca y cae al suelo.

—Qué lástima que esta vez no puedas echarme la culpa —dice Vanessa en tono triunfal.

Nicke le clava la vista. Sus miradas se cruzan. Vanessa nota pequeños impulsos eléctricos que le recorren la espina dorsal.

Nicke puede verla.

—¿Y a quién puñetas iba a echarle la culpa si no? —gruñe entre dientes.

Melvin llora a pleno pulmón y Nicke lo coge, le acaricia el pelo enredado de color chocolate.

—Vamos, chiquitín, vamos —lo consuela sin dejar de mirar a Vanessa con rencor.

—Pero Vanessa, ¿qué haces? —pregunta su madre con el tono de voz más cansino del mundo.

Vanessa no tiene respuesta razonable a esa pregunta. ¿Dónde empezará y dónde acabará este sueño?

—¿Lleváis viéndome todo el tiempo? —pregunta.

Su madre la mira ahora totalmente despabilada.

—Oye, ¿te has
metido
algo?

—¡Sois todos retrasados! —grita Vanessa y echa a correr hacia el vestíbulo.

Tiene miedo, ahora está muerta de miedo, pero no piensa permitir que lo noten. Así que se pone los zapatos y coge la mochila de un tirón.

—¡Tú no vas a ninguna parte! —le grita su madre.

—¿Es que quieres que me salte las clases? —le grita ella a su vez antes de cerrar de un portazo que retumba por toda la escalera.

Baja los peldaños a la carrera, sale a la calle, cruza hasta la parada del cinco y llega justo a tiempo de cogerlo.

Menos mal que no conoce a ninguno de los que viajan a esa hora. Se sienta al fondo.

Solo existen dos explicaciones de lo ocurrido aquella mañana tan rara. Una, que se haya vuelto loca. La otra, que haya vuelto a andar en sueños. Cuando era pequeña le ocurría con mucha frecuencia. A su madre le encanta avergonzarla contando el día en que se sentó a hacer pis en la alfombra de la entrada. Vanessa aún recuerda lo que sentía al encontrarse en aquel estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Pero en el fondo sabe perfectamente que lo de esta mañana ha sido algo completamente distinto.

He ido sonámbula por la casa, se dice resuelta.

La otra explicación es demasiado espantosa.

Vanessa mira por la ventanilla y, cuando el autobús entra en el túnel, atisba su reflejo en el cristal. Dos ojos sin maquillar la miran fijamente.

—Vaya puta mierda —murmura al tiempo que rebusca en el interior de la mochila.

Lo único que encuentra es un brillo de labios. Se ha dejado en casa la bolsa del maquillaje, tirada en el suelo. Desde los diez años, nunca ha ido a la escuela sin maquillar y no le apetece nada empezar ahora. Con
un
trauma ya tiene bastante por hoy.

El autobús continúa a través del polígono industrial desierto. Su madre se pone pesadísima cuando cuenta que la fábrica era el orgullo de la ciudad cuando ella era pequeña. Vamos, que uno podía sentirse orgulloso de ser de Engelsfors. Vanessa no comprende de qué había que estar orgulloso. Seguramente, aquella ciudad era igual de fea y aburrida por aquel entonces.

El autobús cruza las vías del tren y entra en la zona oeste. Al otro lado de la ventanilla discurre lo que su madre suele llamar irónicamente «el Beverly Hills de Bergslagen». Grandes chalés de colores claros rodeados de jardines esplendorosos. Se diría que el sol brilla con más alegría a este lado de la ciudad. Aquí viven los que tienen dinero. Los médicos. Los escasos propietarios de negocios rentables. Los vástagos de los patronos de la fundición.

Aún falta un trecho hasta el instituto. Por raro que parezca, se encuentra en un lugar bastante alejado del centro.

Como una cárcel, aislado del resto de la civilización, piensa Vanessa.

3

Anna-Karin quiere que llegue el otoño.

Está junto a la verja, mirando el patio del instituto donde los alumnos, vestidos con ropa veraniega, van de un lado para otro. Piernas y brazos bronceados, escotes por todas partes. Ella, en cambio, solo quiere poder encogerse en la trenca desgastada, encajarse un gorro y esconder las manos en los guantes de lana del abuelo, hechos a mano.

Hoy lleva una sudadera amplia, una camiseta grande y vaqueros. Ya están a veinte grados. Claro que más vale pasar calor que enseñar la piel.

Naturalmente, no es un equilibrio fácil, porque tampoco quiere pasar
demasiado
calor. Así que ha separado un poco los brazos, para que no se le formen manchas de sudor. Cuando estaba en séptimo curso, un día, en el comedor, alguien le dio un empujón y se puso el jersey chorreando de agua. Erik Forslund, que estaba a su lado, empezó a gritar que le sudaban las tetas. Le pusieron «la puta apestosa», y el apodo tuvo tanta aceptación que la siguieron llamando así durante toda secundaria. No pensaba darles la menor oportunidad de que siguieran usándolo en bachillerato.

El patio empieza a vaciarse de gente. Anna-Karin sigue la corriente con la cabeza gacha y los brazos cruzados tapándose el pecho. Ha empezado a usar un sujetador con el que se supone que se le verá más pequeño, pero ella no aprecia la menor diferencia cuando se mira en el espejo.

Nada más entrar en el instituto, divisa a Rebecka Mohlin, de su mismo curso, y a su novio, Gustaf Åhlander. Están abrazados junto a la barandilla de la escalera. Anna-Karin aparta la vista y se siente abrumada por la autocompasión más negra y agobiante. Ningún chico la mirará jamás a ella como Gustaf mira a Rebecka.

—Hola —la saluda Rebecka cuando la ve pasar.

—Hola —resuena también la voz de Gustaf.

Anna-Karin no responde.

Hasta que no entra en el aula y se sienta en su sitio, en primera fila, pegada a la pared, no empieza a relajarse un poco. Mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y nota el cuerpecillo cálido y las garras diminutas y afiladas de
Peppar
. Tiene el pelaje suave como la seda. Cuando le acaricia la cabeza, increíblemente minúscula, el animal empieza a dar vueltas y se ve que algo se mueve en el bolsillo. La sensación de negrura empieza a despejarse y la sustituye el cariño.

Anna-Karin sabe que no debería llevarse al gato al instituto, pero si va sola no se siente lo bastante fuerte. Todavía no. Quizá después del fin de semana.

Hasta ahora todo ha ido bien, la verdad. Ha superado dos semanas de clase y la tercera acaba de empezar. Por el momento, nadie se ha reído de ella. Nadie le ha tirado la mochila por la ventana. Nadie ha intentado empujarla y tirarla rodando por las escaleras. Nadie le ha aplastado el pecho hasta hacerla llorar de dolor. Erik Forslund e Ida Holmström han pasado a su lado sin mirarla siquiera.

Lleva nueve años soñando con eso, y por fin ha ocurrido.

Por fin se ha vuelto invisible.

Minoo odia ser adolescente. Más que nada, porque eso implica que siempre la meten en el mismo saco que a los demás adolescentes. Llegar al instituto era como si te deportaran todos los días a un planeta extraño. No tiene nada que decir a sus habitantes. Ni siquiera es capaz de fingir que es uno de ellos, porque no sabe cómo se hace.

En el bachillerato todo iba a ser distinto. Con eso se consolaba cuando aún estaba en secundaria. Los demás terminarían alcanzándola, al menos, los que eligieran ciencias.

Ahora, al principio de la tercera semana de curso, empieza a comprender que no era más que un sueño.

Hasta el edificio le recuerda a secundaria: una construcción de ladrillo rojo, de cuatro plantas con el tejado plano. Una sola portería de fútbol sin red constituye el único elemento de diversión del patio de asfalto. Una vez intentaron animarlo un poco plantando árboles. La mayoría de ellos están hoy muertos. Los troncos y las ramas se ven grises.

Las puertas del edificio están abiertas para que pueda penetrar el aire fresco. Aun así, cuando entra, nota que todo exhala ese olor familiar a polvo y al linóleo del suelo. El olor es el mismo. Lo primero que ve Minoo es a Vanessa Dahl colgada de Jari Mäkinen, que está en tercero. Él le habla con mucho entusiasmo, pero ella parece más bien irritada.

Vanessa. El polo opuesto de Minoo: guapa, ruidosa, teñida, la número uno de la lista de las más
sexies
de la escuela cuando estaban en noveno. Lleva pantalón corto blanco y zapatos del mismo color. Y el encaje del sujetador
push-up
asoma por el escote de la camiseta.

Evelina, una de las amigas de Vanessa, aparece corriendo, se le sube a Jari a la espalda de un salto y se agarra al cuello con los brazos. Entonces saca el móvil y hace una foto de los dos. Jari trata de zafarse de ella, pero Evelina se agarra más fuerte y le pega el pecho a la nuca mientras se ríe a carcajadas y todos los que hay en el pasillo se vuelven para ver qué pasa.

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