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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

El círculo (5 page)

Gustaf la abraza un poco más fuerte y, con los labios muy cerca, le dice al oído:

—Te lo prometo.

Le da un beso en la mejilla.

A veces le ocurre todavía, no se explica que estén juntos. Gustaf siempre ha sido el chico más solicitado del instituto. Aquel cuyo nombre todas las chicas escriben una y otra vez en el cuaderno durante las clases. Rebecka era una de esas chicas, y jamás pensó que se fijaría en ella. Siempre fue una más del montón. La certeza de que jamás podría tener a Gustaf le infundía cierta seguridad. Un as del fútbol local. Un año mayor. Tan guapo como un actor de Hollywood y casi igual de inaccesible.

Pero en el baile de primavera de noveno todo cambió de repente. Estuvieron morreándose y, una semana después, la noche de fin de curso, volvieron a enrollarse. Rebecka se había tomado dos sidras y estaba lo bastante pedo como para atreverse a preguntar:

—Entonces, ¿estamos saliendo?

—¡Pues claro que sí! —respondió él con aquella sonrisa suya tan preciosa—. ¡Claro que estamos saliendo!

Este verano su vida ha cambiado por completo. Ahora todo el mundo sabe quién es Rebecka; pero, sobre todo, ella también ha cambiado. Casi le da miedo lo mucho que depende de Gustaf. Es tan guapo. No se harta de mirarlo. No se cansa nunca de besarlo.

Está más indecisa ahora que es alguien. Siente como si fueran a arrebatárselo todo en cualquier momento. Se lo imagina perfectamente: cómo todos, un día, se darán cuenta de que no es ni tan lista, ni tan divertida ni tan guapa. Y sobre todo, tiene miedo del día en que Gustaf lo descubra.

Un rumor recorre la muchedumbre. Se abren las puertas del instituto y los conductores salen con una camilla cubierta con una manta. Mientras avanzan hacia la ambulancia, todos se agolpan y los rodean por detrás. Los alumnos estiran el cuello, intentan divisar algo, ver quién está debajo de la manta. Los conductores de la ambulancia meten la camilla dentro y cierran las puertas. Luego se dirigen tranquilamente a la cabina y entran. Las sirenas empiezan a aullar.

Probablemente, para que se aparte la gente que hay amontonada alrededor, piensa Rebecka. No será porque tengan prisa en llevarlo a ningún sitio.

—Es él. —Se oye una voz jadeante.

Allí está Ida Holmström con sus dos lapas, Julia y Felicia. Juntas constituyen la versión rubia de Jaimito, Juanito y Jorgito.

—Es Elías Malmgren —continúa Ida.

—¿Y tú cómo lo sabes? —pregunta Gustaf.

—Se lo hemos oído decir a uno de los profesores —dice Julia.

Ida la quiere matar con la mirada, claramente molesta porque la hayan interrumpido. Allí ella es la protagonista. Luego mira a Gustaf con ojos perrunos.

—¿No es triste?

Antes de que Rebecka empezara a salir con Gustaf, Ida la trataba como si no existiera. Al día siguiente de la fiesta de fin de curso, Ida llamó a Rebecka y le preguntó si quería ir con ella a bañarse a Dammsjön. Como si llevaran toda la vida siendo amigas. A pesar de que Rebecka comprendía lo absurdo de aquella situación, no se atrevió a decir que no. Y es que Ida le inspira un miedo atroz.

—Pues yo no entiendo cómo nadie puede quitarse la vida —dice Felicia.

Ida asiente, ella piensa lo mismo.

—Es de un egoísta… Piensa en sus padres, ¿no?

—Supongo que se sentía mal —dice Rebecka, y se habría dado de tortas por parecer tan blanda.

—Pues claro, estaba deprimido —aclara Ida—. Pero problemas los tiene todo el mundo. Y no hay que ir y suicidarse por eso. Si todos nos compadeciéramos de nosotros mismos, no quedaría nadie vivo.

—Yo creo que era marica —dice Felicia.

—Ya, yo he leído que muchas veces se suicidan —la apoya Julia.

—Joder, si todo el mundo le hacía el vacío —ataja Gustaf.

Ida lo mira a los ojos y le dedica la más encantadora de sus sonrisas.

—Ya sé, Ge…

Rebecka se esfuerza para no poner una mueca de desprecio. «Ge» es un apodo que se ha inventado Ida. Solo ella lo utiliza.

—… pero, sinceramente —continúa—. Nadie lo obligaba a vestir como vestía ni a maquillarse en el instituto.

Julia y Felicia están de acuerdo, Ida prosigue, animada al ver que tiene apoyo.

—O sea, si tan terrible le parecía, podría haberse adaptado y haber sido un poco más normal. No digo que fuera culpa suya que lo acosaran, pero tampoco hacía mucho que digamos por evitarlo.

Rebecka se queda mirando a la descarada de Ida. Casi parece esperanzada cuando mira a Gustaf.

—Joder, Ida —dice Gustaf—. ¿No es un esfuerzo tremendo ser tan bruja como tú todo el rato? Podrías tomarte unas vacaciones.

Ida parpadea. Luego suelta una risa forzada.

—Pero qué gracioso eres, Ge —dice volviéndose a Julia y a Felicia, que se miran desconcertadas—. Los tíos tienen un sentido del humor tan bestia…

Rebecka le coge la mano a Gustaf. Se siente orgullosa de él, pero la agobia no haber dicho nada ella también.

Minoo y Linnéa están sentadas en el viejo sofá verde oscuro del despacho de la directora. Ella está en la habitación contigua, el despacho del subdirector, hablando con un policía de uniforme.

Linnéa le da vueltas al móvil, como si estuviera esperando una llamada. Minoo hace lo que puede para no quedarse mirándola. Su lenguaje gestual deja muy claro que no quiere que la molesten.

El despacho es sorprendentemente pequeño. Hay una estantería llena de archivadores de varios colores. Unas plantas mustias en la ventana. Las cortinas de cuadros verdes y blancos están llenas de polvo y las ventanas necesitan una limpieza. En el escritorio se apilan pulcramente documentos junto a un ordenador prehistórico. La silla es fea pero ergonómica, con toda probabilidad. Lo único que destaca es una lámpara con una pantalla de mosaico cuyas teselas forman libélulas.

Es la primera vez que Minoo entra en el despacho de la directora.

Solo te mandan al despacho del director si has hecho algo malo o si ocurre algo terrible.

Cuando estaba en primaria, Minoo soñaba despierta con que ocurriera algún suceso dramático. Que la escuela empezara a arder, que un ladrón de bancos que se hubiera dado a la fuga los tomara a todos como rehenes. A medida que se hacía mayor, comprendía lo pueril que era entonces. Pero solo ahora ha tomado conciencia de lo lejos de la realidad que se encontraban sus fantasías.

Las cosas terribles que suceden en la realidad no se parecen a las cosas terribles de las películas. No son emocionantes, solo son aterradoras y sucias. Y, sobre todo, no puedes borrarlas. Minoo sabe que la imagen de Elías la perseguirá toda la vida.

Si al menos hubiera cerrado los ojos, se dice.

—Yo ya había visto a un muerto —dice Linnéa de pronto.

Minoo la mira. Los ojos de Linnéa siguen fijos en el móvil, que hace girar entre los dedos manchados de rotulador. Tiene las uñas perfectamente pintadas de laca rosa.

—¿A quién? —pregunta Minoo.

—No sé cómo se llamaba. Era una mujer. Una borracha. Le dio un infarto y murió. De repente, sin más. Yo tenía como cinco años o así.

Minoo no sabe qué decir. Su vida no tiene nada que ver con todo eso.

—No se olvida nunca —murmura Linnéa.

Se le ha corrido la pintura de los ojos. De repente, Minoo cae en la cuenta de que ella no ha llorado. Linnéa debe de pensar que es la persona más insensible del mundo. Pero la mira y le dice:

—En séptimo estábamos en la misma clase, ¿verdad?

Minoo asiente.

—¿Cómo te llamabas? ¿Minna?

—Minoo.

—Eso.

Linnéa no dice su nombre. Bien porque no le parece importante, o porque da por hecho que Minoo lo sabe. ¿Y cómo no iba a saberlo? En secundaria, todo el mundo hablaba de Linnéa Wallin.

—Chicas… —Se oye la voz de la directora, y Minoo levanta la vista—. La Policía quiere hablar con vosotras.

Minoo mira a Linnéa con el rabillo del ojo y se sorprende al comprobar el odio que irradia su mirada, que tiene clavada en Adriana. La directora también parece haberlo notado, porque se detiene de repente.

—Tú eras amiga de Elías, ¿verdad? —le pregunta.

Linnéa guarda silencio. La directora se da media vuelta y murmura una pregunta al policía que acaba de entrar.

—Puedes quedarte —le dice el policía, y los dos se sientan.

El policía, al que Minoo reconoce, es el padrastro de Vanessa Dahl, y batalla un poco por encontrar una postura cómoda en la silla plegable. Al final, levanta la pierna y apoya el pie en la otra rodilla. No inspira demasiado respeto.

—Me llamo Niklas Karlsson. Empezaré por anotar vuestros nombres.

Saca un cuaderno pequeño y un lápiz. Minoo ve que tiene el extremo mordisqueado. Un policía que muerde los lápices. Un roedor de uniforme.

—Minoo Falk Karimi.

—Ajá. Y a ti te conozco —dice dirigiéndose a Linnéa.

Puede que haya querido ser amable, pero no lo parece. Minoo se pone tensa cuando observa que Linnéa aprieta tanto el teléfono que el plástico de la carcasa cruje.

No digas nada, piensa Minoo. Por favor, Linnéa, no hagas ninguna tontería. La única que sale perdiendo eres tú.

—Comprendo que esto ha debido de ser terrible para vosotras —continúa Niklas volviendo a adoptar el papel de policía comprensivo—. Y si queréis ayuda psicológica, la tendréis.

—Hay psicólogos en el instituto —interviene la directora—. Podéis hablar con uno ahora mismo si queréis.

—Yo ya estoy yendo a un psicólogo —replica Linnéa.

—Ah, pues eso está muy bien —asegura el poli Niklas—. ¿Conocíais a Elías?

—Yo no —musita Minoo.

Niklas se vuelve hacia Linnéa. Resulta tan obvio que está haciendo un esfuerzo por ocultar el desprecio que le inspira aquella chica de pelo negro y cara embadurnada de maquillaje…

Más le valdría mostrarlo abiertamente, piensa Minoo.

—Bueno, pero vosotros dos erais amigos, ¿verdad?

—Sí —responde Linnéa bajando la vista.

—Si no me equivoco, Elías tenía muchos problemas, ¿no es así?

Un gesto de asentimiento es lo que obtiene por toda respuesta.

—¿Y había intentado suicidarse antes?

—Una vez —responde Linnéa.

—Vaya —dice el policía—. Bueno, entonces no hay más que añadir. Como es lógico, lo examinará el forense, pero la cosa está bastante clara.

Habla con un tono tan despectivo que Minoo siente deseos de gritar. Si a Elías lo hubieran asesinado y el asesino lo hubiera amañado para que pareciera un suicidio, la Policía no se enteraría.

Porque así son las cosas en esta mierda de ciudad, se dice. Eres quien los demás creen que eres.

—Ajá —repite Niklas poniéndose de pie—. ¿Llegaréis bien a casa?

Minoo ni siquiera ha pensado en eso.

—Voy a llamar a mi madre —dice.

—¿Y tú? —pregunta a Linnéa la directora.

—Yo me las arreglaré —responde.

Pero la directora aún no ha terminado. Minoo la ve vacilar mientras busca las palabras adecuadas. Antes de que empiece a hablar, Minoo sabe que piensa decir algo de Elías, y sabe que meterá la pata por completo.

—Linnéa —comienza—. Lo siento muchísimo. Elías parecía una persona muy especial.

La voz de Linnéa suena ronca y tensa cuando le responde.

—¿Y por qué no se lo dijiste a él?

La directora se queda de piedra. Tiene la boca medio abierta, pero no pronuncia una palabra.

—Bueno, vamos a tranquilizarnos, ¿no? —dice el policía mirando a la directora de reojo, con gesto protector.

Linnéa se levanta y sale del despacho sin mediar palabra.

Minoo mira insegura a la directora.

—Puedes irte —le dice.

Minoo vuelve al aula para recoger la mochila. Las sillas están ya boca abajo en los pupitres. Las motas de polvo revolotean en el aire a la luz que se filtra por la ventana. Se acerca a su sitio, pero no ve la mochila.

—¿Minoo?

Se da media vuelta. Allí está Max, en el umbral, con la mochila en la mano.

—Te la estaba guardando.

—Gracias.

Le roza la mano cuando le entrega la mochila, y a Minoo casi se le cae. Vuelve a sentir esa debilidad en los brazos.

¿Es que estoy completamente loca? ¿Cómo puedo sentir esto, con la situación tan horrible que acabo de presenciar?, se dice.

—¿Cómo estás? —pregunta Max.

—No lo sé —responde Minoo, sorprendida de lo fácil que le resulta responder con toda sinceridad.

Max asiente comprensivo.

—Cuando yo tenía tu edad, una persona con la que tenía una relación muy estrecha también se quitó la vida.

La voz suena tranquila, pero Minoo advierte cómo cierra el puño izquierdo con fuerza. Ciertas clases de dolor no terminan de extinguirse nunca.

—Yo no conocía a Elías —dice Minoo—. Pero Linnéa sí.

De repente nota la mano de Max en el hombro. El calor la abrasa a través del jersey.

—Si quieres hablar, aquí me tienes. Quiero que lo tengas presente.

—Vale —responde Minoo.

Y ya no se atreve a decir nada más. Teme que se le quiebre la voz.

—Lo siento mucho, de verdad. Nadie debería ver lo que tú has visto hoy. Cuídate, ¿vale? —dice Max, y le da un apretón más antes de retirar la mano.

De repente, Minoo se da cuenta de que está temblando. El pánico le clava sus garras en el pecho y nota que le cuesta respirar. Tiene que salir de allí.

—Tengo que irme —se disculpa—. Gracias.

Sale corriendo de la clase y baja precipitadamente la escalera. La luz del sol la ciega cuando abre la puerta y sale al patio. Linnéa está sentada con las piernas cruzadas como un escriba, fumando, junto a la entrada.

Minoo tiene el corazón desbocado y llega jadeando de tal modo que le cuesta hablar. Ve el coche rojo de su madre aparcado en la calle. Adivina aquel perfil tan familiar a través de la ventanilla.

—¿Quieres que te llevemos? —consigue articular al fin.

—No —responde Linnéa.

—¿Seguro?

—¿Por qué has venido corriendo?

—Pues… no lo sé. De repente, tenía que salir de ahí inmediatamente.

Linnéa catapultó el cigarrillo.

—Elías no se ha suicidado —dice luego.

—¿Qué quieres decir?

—Estuve hablando con él poco antes. Iba a venir a mi casa esta noche. Quería que habláramos… —Calla un instante—. Habíamos discutido. Pero no éramos… Quería contarme algo… Y no iba a…

Linnéa no termina la frase.

No es capaz de reconocerlo, piensa Minoo. Que su mejor amigo la haya abandonado así. En voz alta le dice:

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