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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (39 page)

—Me siento como un dios de verdad —dijo Sondeluz—. ¿Has visto cómo he logrado que ese hombre se arrepintiera?

—Sorprendente, divina gracia.

—¿Qué piensas de sus testimonios? Aquí está pasando algo raro, ¿verdad?

—Sigo preguntándome por qué pensáis que sois vos quien debe investigarlo.

—No es que tenga otra cosa que hacer.

—Además de ser un dios.

—Sobrevalorado —dijo Sondeluz, acercándose al último hombre—. Tiene sus ventajas, pero las horas son horribles.

Llarimar bufó en voz baja mientras Sondeluz llegaba junto al último testigo, el sacerdote bajito que esperaba allí de pie, con su túnica amarilla y dorada. Era bastante más joven que los demás sacerdotes.

«¿Lo han elegido para que me mienta con la esperanza de que parece inocente?», se preguntó Sondeluz, receloso.

—¿Cuál es tu versión?

El joven sacerdote se inclinó.

—Estaba haciendo mis deberes, pasando al santuario de archivos varias profecías pronunciadas por la Señora. Oí un lejano tumulto en el edificio. Me asomé a la ventana pero no vi nada.

—¿Dónde estabas?

El joven señaló una ventana.

—Allí, divina gracia.

Sondeluz frunció el ceño. El sacerdote estaba en el ala opuesta del palacio donde había ocurrido todo. Sin embargo, era el lado del edificio por donde había entrado el intruso.

—¿Pudiste ver la puerta donde el intruso neutralizó a los dos guardias?

—Sí, divina gracia. Aunque no lo vi al principio. Casi dejé la ventana para ir en busca de la fuente del ruido. Sin embargo, en ese punto vi algo extraño a la luz del farol de la entrada: una figura moviéndose. Fue entonces cuando divisé a los guardias en el suelo. Pensé que eran cadáveres, y me asustó la figura en sombras que se movía entre ellos. Grité y corrí en busca de ayuda. Cuando por fin me prestaron atención, la figura ya había desaparecido.

—¿Fuiste tras sus pasos?

El hombre asintió.

—¿Y cuánto tardaste?

—Varios minutos, divina gracia.

Sondeluz asintió lentamente.

—Muy bien, pues. Gracias.

El joven sacerdote se dispuso a marcharse para reunirse con sus colegas.

—Un momento —dijo Sondeluz—. ¿Viste bien al intruso?

—No, divina gracia. Iba vestido de oscuro, con ropas normales y corrientes. Estaba demasiado lejos para verlo bien.

Sondeluz despidió al hombre. Se frotó la barbilla pensativo y luego miró a Llarimar.

—¿Y bien?

El sacerdote alzó una ceja.

—¿Qué, divina gracia?

—¿Qué piensas?

Llarimar sacudió la cabeza.

—Sinceramente, no lo sé. Sin embargo, está claro que esto es importante.

Sondeluz se detuvo.

—¿Lo es?

Llarimar asintió.

—Sí, divina gracia. Por lo que ha dicho ese hombre, el que estaba herido en la mano. Ha mencionado una espada negra. La predijisteis, ¿recordáis? En la pintura de esta mañana.

—Eso no fue una predicción. Está de verdad allí, en el cuadro.

—Así funcionan las profecías, divina gracia. ¿No lo entendéis? Miráis una pintura y una imagen aparece ante vuestros ojos. Todo lo que yo veo son pinceladas aleatorias de rojo. La escena que describís, las cosas que veis, son proféticas. Sois un dios.

—¡Pero vi exactamente lo que el cuadro muestra! ¡Antes incluso de que me dijeras cuál era su título!

Llarimar asintió con sabiduría, como si eso demostrara su argumento.

—Oh, no importa. ¡Funcionarios! Fanáticos insufribles, todos vosotros. Sea como sea, estás de acuerdo conmigo en que aquí pasa algo raro.

—Sin duda, divina gracia.

—Bien. Entonces ten la amabilidad de dejar de quejarte mientras investigo.

—Lo cierto es que resulta imperativo que no os impliquéis. Predijisteis que esto ocurriría, pero sois un oráculo. No debéis interactuar con el tema de vuestras predicciones. Si os implicáis, podríais desequilibrar muchas cosas.

—Me gusta estar desequilibrado. Además, esto es muy divertido.

Como de costumbre, Llarimar no reaccionó al ver que su consejo era ignorado. Cuando empezaban a volver hacia el grupo principal, el sacerdote hizo una pregunta.

—Divina gracia, sólo para saciar mi curiosidad, ¿qué pensáis del asesinato?

—Está claro. Hubo dos intrusos. El primero, el hombre grande de la espada: dejó inconscientes a los guardias, atacó a esos criados, liberó al bicho sinvida, y luego desapareció. El segundo, el que vio el sacerdote joven, llegó después del primero. Ese segundo hombre es el asesino.

Llarimar frunció el ceño.

—¿Por qué suponéis eso?

—El primer hombre tuvo cuidado de no matar. Dejó a los guardias con vida a riesgo para sí mismo, ya que podrían haber recuperado la conciencia en cualquier momento y dar la voz de alarma. No desenvainó su espada contra los criados, sino que simplemente trató de someterlos. No tenía motivos para matar a un cautivo sujeto… sobre todo puesto que ya había dejado testigos. Pero si hubo un segundo hombre… bueno, eso tendría sentido. El sirviente que murió era el que estaba consciente cuando este segundo intruso entró. Ese criado fue el único que vio al segundo intruso.

—Así que pensáis que alguien siguió al hombre de la espada, mató al único testigo y luego…

—Ambos desaparecieron. Encontré una trampilla. Pienso que debe de haber pasadizos debajo del palacio. Me parece bastante obvio. Una cosa, sin embargo, no es obvia. —Miró a Llarimar, frenando el paso antes de llegar al grupo de sacerdotes y sirvientes.

—¿Y cuál es, divina gracia?

—¡Cómo en nombre de los Colores he deducido todo esto!

—Estoy tratando de comprenderlo yo también, divina gracia.

Sondeluz negó con la cabeza.

—Esto viene de antes, Veloz. Todo lo que estoy haciendo parece natural. ¿Quién era yo, antes de morir?

—No sé a qué os referís —respondió Llarimar, dándose la vuelta.

—Oh, venga ya, Veloz. Me he pasado casi toda mi vida retornada holgazaneando, pero cuando matan a alguien, salto de la cama y no puedo resistir ponerme a husmear. ¿No te parece sospechoso?

Llarimar no lo miró.

—¡Colores! —maldijo Sondeluz—. ¿Fui alguien útil? Estaba empezando a creer que había muerto de un modo razonable… como caerme de un tocón cuando estaba borracho.

—Sabéis que moristeis de manera valiente, divina gracia.

—Pudo ser un tocón muy alto.

Llarimar sacudió la cabeza.

—Sea como sea, divina gracia, sabéis que no puedo decir nada de quién fuisteis antes.

—Bueno, esos instintos venían de alguna parte —contestó Sondeluz mientras se dirigía al grupo de sacerdotes y sirvientes.

El sacerdote principal había vuelto con una cajita de madera. Dentro algo se agitaba y arañaba frenéticamente.

—Gracias —dijo el dios, agarrando la caja y pasando de largo sin detenerse—. Te digo, Veloz, que no estoy contento.

—Parecíais bastante feliz esta mañana —repuso el sacerdote mientras se marchaban del palacio de Mercestrella. El sacerdote de la diosa quedó atrás, con una queja muriendo en los labios, mientras el séquito de Sondeluz lo seguía.

—Estaba feliz porque no sabía qué pasaba. ¿Cómo voy a ser adecuadamente indolente si sigo ansiando investigar cosas? Sinceramente, este asesinato arruinará por completo mi reputación labrada a pulso.

—Mis condolencias, divina gracia, por haber sido molestado por algo parecido a la motivación.

—Desde luego —suspiró Sondeluz. Tendió la caja con su furioso roedor sinvida—. Toma. ¿Crees que mis despertadores podrán anular su frase de seguridad?

—Con tiempo suficiente. Pero es un animal, divina gracia. No podrá decirnos nada directamente.

—Que lo hagan de todas formas. Mientras tanto, tengo que pensar un poco más en este caso.

Regresaron al palacio. Sin embargo, lo que ahora roía a Sondeluz era el hecho de que había usado la palabra «caso» en referencia al asesinato. Era una palabra que no había oído usar nunca en ese contexto particular. Sin embargo, instintivamente sabía que encajaba.

«No tuve que aprender a hablar de nuevo cuando retorné —pensó— ni a caminar de nuevo ni nada por el estilo. Sólo perdí mi memoria personal.»

Pero no toda, al parecer.

Y eso le hizo preguntarse qué más podía lograr si lo intentaba.

Capítulo 27

«Algo le sucedió a los reyes-dioses anteriores —pensó Siri mientras caminaba por las interminables habitaciones del palacio, seguida por sus criadas—. Algo que Dedos Azules teme le sucederá a Susebron. Será peligroso tanto para el rey-dios como para mí misma.»

Continuó avanzando, arrastrando una cola hecha de incontables borlas de seda verde transparente. El vestido de ese día era casi tan fino como una telaraña: ella lo había elegido, pero luego le había pedido a sus criadas que le trajeran un calzón opaco. Era gracioso lo rápidamente que había dejado de preocuparse por qué era «ostentoso» y qué no.

Había problemas más importantes de que preocuparse. «Los sacerdotes temen que le suceda algo a Susebron. Están ansiosos porque yo les dé un heredero. Dicen que es por causa de la sucesión, pero han pasado cincuenta años sin molestarse. Estuvieron dispuestos a esperar veinte años para conseguir su esposa de Idris. Sea cual sea el peligro, no es urgente. Y, sin embargo, los sacerdotes actúan como si lo fuera.»

Tal vez los sacerdotes ansiaban tanto una esposa de linaje real que habían estado dispuestos a correr el riesgo. Pero entonces no tendrían por qué haber esperado treinta años. Vivenna podía haber engendrado hijos hacía años. Aunque tal vez el tratado especificaba un momento y no una edad. Tal vez sólo establecía que el rey de Idris tenía veinte años para proporcionar una esposa al rey-dios. Eso explicaría por qué su padre había podido enviar a Siri a cambio. Siri se maldijo por haber ignorado las lecciones sobre el tratado. En realidad no conocía su contenido. Por lo que sabía, el peligro podía estar escrito en el documento mismo.

Necesitaba más información. Por desgracia, los sacerdotes eran inamovibles, los criados silenciosos, y Dedos Azules, bueno…

Siri lo encontró atravesando una habitación mientras escribía en su libro. Corrió tras él, arrastrando su cola. Dedos Azules se volvió al verla. Abrió mucho los ojos, apretó el paso y entró en otra habitación. Siri lo llamó, moviéndose tan rápido como se lo permitía el vestido, pero cuando llegó, él ya no estaba allí.

—¡Colores! —maldijo, sintiendo que el cabello se le volvía rojo fuerte por el malestar—. ¿Sigues pensando que no trata de evitarme? —preguntó a la mayor de sus criadas.

La mujer bajó los ojos.

—Sería impropio de un sirviente de palacio evitar a su reina, Receptáculo. No debe de haberte visto.

«Claro —pensó Siri—, igual que las otras veces.» Cuando lo mandaba llamar, siempre llegaba después de que ella, harta de esperar, se hubiera ido. Cuando le enviaba una carta, él respondía tan vagamente que acababa por frustrarla. No podía sacar los libros de la biblioteca del palacio, y los sacerdotes la distraían constantemente si intentaba leer en la biblioteca misma. Había pedido que le trajeran libros de la ciudad, pero los sacerdotes habían insistido en que un sacerdote se los leyera, para no «fatigar sus ojos». Siri estaba segura de que si en el libro había algo que los sacerdotes no quisieran que ella supiera, el lector simplemente se lo saltaría.

Dependía de los sacerdotes y escribas para todo, incluyendo información.

«Excepto…», pensó, todavía en la brillante habitación roja. Había otra fuente de información. Se volvió hacia su criada principal.

—¿Qué actividades hay hoy en el patio?

—Muchas, Receptáculo. Han venido algunos artistas y están haciendo pinturas y bocetos. Hay algunos domadores de animales que muestran exóticas criaturas del sur: creo que tienen elefantes y cebras. También hay varios mercaderes de tintes que muestran sus nuevas combinaciones de colores. Y, naturalmente, están los juglares.

—¿Qué hay de ese edificio al que fuimos antes?

—¿El anfiteatro, Receptáculo? Creo que habrá juegos por la noche. Competiciones de habilidad física.

Siri asintió.

—Prepara un palco. Quiero asistir.

* * *

Allá en su tierra, Siri había visto de vez en cuando competiciones de carreras. Solían ser espontáneas, ya que los monjes no aprobaban que los hombres alardearan. Austre confería talentos a todos los hombres y exhibirlos se consideraba arrogancia. Los chicos no podían ser contenidos fácilmente. Ella los había visto correr, incluso los había animado. Sin embargo, esas competiciones no se parecían en nada a lo que ahora practicaban los hombres de Hallandren.

Había media docena de competiciones distintas a la vez. Algunos hombres arrojaban grandes piedras, compitiendo a ver quién las lanzaba más lejos. Otros corrían en un amplio círculo por el interior del anfiteatro, levantando arena y sudando copiosamente con el pegajoso calor de Hallandren. Otros lanzaban jabalinas, disparaban flechas o competían en salto.

Siri lo contemplaba todo con cierto sonrojo. Los hombres sólo vestían taparrabos. Durante las semanas que llevaba en la grandiosa ciudad, nunca había visto nada tan… interesante. Una dama no debía mirar a los hombres jóvenes, le había enseñado su madre. No estaba bien. Sin embargo, ¿qué sentido tenía si no miraba? Siri no podía evitarlo, y no era sólo por la piel desnuda. Esos hombres se habían entrenado intensivamente, habían dominado sus habilidades físicas hasta lograr un efecto maravilloso. Mientras miraba, vio que se daba relativamente poca recompensa a los ganadores de cada evento particular. Las competiciones no tenían por objetivo la victoria, sino la habilidad necesaria para competir.

En ese aspecto, esas competiciones estaban casi en sintonía con las sensibilidades de Idris; pero, al mismo tiempo, eran irónicamente opuestas.

La belleza de los juegos la distrajo más de lo que había esperado, el pelo atascado en un profundo sonrojo castaño rojizo, incluso después de acostumbrarse a la idea de que los hombres compitieran tan ligeros de ropa. Al cabo de un rato, se obligó a levantarse y abandonar el anfiteatro. Tenía trabajo que hacer.

Sus criadas se levantaron. Habían traído todo tipo de lujos. Divanes y cojines, frutas y vinos, incluso un par de hombres con abanicos para mantenerla refrescada. Después de unas semanas en el palacio, esas comodidades empezaban a parecerle algo corriente.

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