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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (40 page)

—Antes me visitó un dios y me habló —dijo Siri, escrutando el anfiteatro, donde muchos de los palcos de piedra estaban decorados con doseles de colores—. ¿Cuál era?

—Sondeluz el Audaz —respondió una de las criadas—. El dios de la valentía.

Siri asintió.

—¿Y sus colores son?

—Dorado y rojo, Receptáculo.

La reina sonrió. Su dosel indicaba que estaba allí. No era el único dios que se había presentado durante las semanas que llevaba en palacio, pero sí el único que había charlado con ella. Había sido confuso, pero al menos se había mostrado dispuesto a hablar. Siri abandonó su palco, arrastrando su hermoso vestido por la piedra. Había tenido que obligarse a dejar de sentirse culpable por estropearlos, ya que al parecer cada vestido se quemaba al día siguiente de ser usado.

Sus criadas estallaron en un frenesí de movimiento, recogiendo muebles y alimentos para seguirla. Como antes, había gente en los bancos de abajo: mercaderes lo bastante ricos para comprar una entrada o campesinos que habían ganado una lotería especial. Muchos se volvieron a mirarla pasar, y susurraron entre sí.

«Es la única forma que tienen de verme —comprendió ella—. Soy su reina.»

Era una de las cosas que hacían mejor en Idris que en Hallandren. Los idrianos tenían fácil acceso a su rey y su gobierno, mientras que en Hallandren los líderes se mantenían apartados, y por tanto resultaban remotos, incluso misteriosos.

Se acercó al pabellón rojo y dorado. El dios que había visto antes estaba dentro, relajándose en un diván, bebiendo de una gran copa de hermoso cristal tallado. Tenía el mismo aspecto que antes: los rasgos masculinos cincelados que ella empezaba ya a asociar con la divinidad, el pelo negro perfectamente peinado, la piel bronceada y una actitud claramente displicente.

«Es otra cosa en la que Idris tenemos razón —pensó—. Mi pueblo puede que sea demasiado severo, pero tampoco es bueno volverse tan ocioso como algunos de estos Retornados.»

Él la miró y asintió con deferencia.

—Mi reina.

—Sondeluz el Audaz —saludó ella mientras una criada le acercaba su silla—. Confío en que tu día sea agradable.

—He descubierto varios elementos perturbadores y redefinitorios de mi alma que están reestructurando lentamente la naturaleza misma de mi existencia. —Bebió un sorbo—. Aparte de eso, nada fuera de lo corriente. ¿Y tú?

—Menos revelaciones —dijo Siri, sentándose—. Más confusión. Sigo sin tener experiencia en la forma en que funcionan aquí las cosas. Esperaba que pudieras responderme algunas preguntas y darme algo de información…

—Me temo que no.

Siri vaciló y se ruborizó, cohibida.

—Lo siento. ¿He hecho algo mal? Yo…

—No, nada mal, niña —respondió Sondeluz, ensanchando su sonrisa—. El motivo por el que no puedo ayudarte es que, desgraciadamente, no sé nada. Soy un inútil. ¿No te has enterado?

—Um… Me temo que no.

—Deberías prestar más atención —dijo él, alzando su copa hacia ella—. Lo siento por ti.

Siri frunció el ceño, cada vez más avergonzada. El sumo sacerdote del dios, distinguido por su enorme tiara, la miró con reproche, y eso sólo aumentó su sensación de malestar. «¿Por qué debo ser yo quien se avergüence? —pensó, de pronto irritada—. Sondeluz es quien me está insultado de manera velada… ¡y se está insultando también a sí mismo de manera descarada! Es como si le gustara zaherirse.»

—La verdad es que he oído hablar de tu reputación, Sondeluz el Audaz —dijo entonces mirándolo, la barbilla alta—. Sin embargo, «inútil» no es el calificativo que he oído emplear respecto a vos.

—¿No?

—No. Me han dicho que eras inofensivo, aunque puedo ver que no es cierto, pues al hablar contigo mi sentido de la razón resulta dañado. Por no mencionar mi cabeza, que empieza a dolerme.

—Me temo que ambas cosas son síntomas corrientes tras tratar conmigo —dijo él, con un exagerado suspiro.

—Eso podría resolverse. Tal vez ayudaría si te abstuvieras de hablar conmigo cuando hay gente presente. Creo que en esas circunstancias me parecerías bastante amigable.

Sondeluz soltó una risita. No una risa estentórea, como la de su padre o algunos hombres de Idris, sino una risa más refinada, y parecía auténtica.

—Sabía que me gustarías, niña.

—No estoy segura de que eso sea un cumplido.

—Depende de lo en serio que te tomes a ti misma. Ven, abandona esa tonta silla y reclínate en uno de estos divanes. Disfruta de la velada.

—Dudo que eso sea adecuado.

—Soy un dios —repuso él, haciendo un gesto con la mano—. Yo defino lo que es adecuado.

—Creo que de todas formas me quedaré sentada —respondió Siri, sonriendo, e indicó a sus sirvientes que acercaran más la silla bajo el dosel para no tener que elevar la voz. También intentó no prestar atención a las competiciones, no fuera a ser que la distrajeran de nuevo.

Sondeluz sonrió. Parecía disfrutar incomodando a los demás. Pero claro, tampoco parecía importarle cómo saliese de malparado.

—Hablo en serio, Sondeluz. Necesito información.

—Y yo, querida, también he sido sincero. Soy un inútil. Sin embargo, trataré de responder a tus preguntas… siempre y cuando, claro, tú respondas a las mías.

—¿Y si no sé las respuestas?

—Entonces invéntate algo. No notaré la diferencia. La ignorancia inconsciente es preferible a la estupidez informada.

—Trataré de recordar eso.

—Hazlo y verás cuántas ventajas tiene. Adelante con tus preguntas.

—¿Qué les sucedió a los anteriores reyes-dioses?

—Murieron. Oh, no pongas esa cara. Le pasa a veces a la gente, incluso a los dioses. Por si no te has dado cuenta, somos unos inmortales de pena. Se nos olvida eso de «vivir para siempre» y de pronto nos encontramos muertos. Y por segunda vez además. Podríamos decir que somos el doble de malos en eso de estar vivos que la gente normal.

—¿Cómo murieron los reyes-dioses?

—Dieron su aliento. ¿No es así, Veloz?

El sumo sacerdote asintió.

—Así es, divina gracia. Su Divina Majestad Susebron IV murió para curar la plaga de disentería que asoló T'Telir hace cincuenta años.

—Espera —dijo Sondeluz—. ¿La disentería no es una enfermedad de las entrañas?

—En efecto.

El dios frunció el ceño.

—¿Pretendes decirme que nuestro rey-dios, el personaje más sagrado y divino de nuestro panteón, murió para curar unos cuantos calambres estomacales?

—Yo no lo expresaría exactamente así, divina gracia.

Sondeluz se inclinó hacia Siri.

—Se espera que yo muera algún día, ¿sabes? Que me mate para que alguna vieja dama pueda dejar de lloriquear en público. No me extraña que sea un dios tan embarazoso. Debe de tener que ver con asuntos de autoestima subconsciente.

El sumo sacerdote miró a Siri como pidiendo disculpas. Por primera vez, ella advirtió que la desaprobación del grueso sacerdote no iba dirigida a ella, sino a su dios. A ella le sonrió.

«Tal vez no todos son como Treledees», pensó, devolviendo la sonrisa.

—El sacrificio del rey-dios no fue un gesto vacío, Receptáculo —dijo el sacerdote—. Cierto, la diarrea quizá no sea un gran peligro para la mayoría, pero para los viejos y los muy jóvenes puede ser letal. Además, las condiciones de la epidemia fomentaban otras enfermedades, y el comercio de la ciudad, y por tanto el del reino, se había parado prácticamente. La gente en las aldeas del extrarradio se pasaba meses sin los suministros necesarios.

—Me pregunto cómo se sintieron los que fueron curados —musitó Sondeluz—, cuando despertaron y encontraron a su rey-dios muerto.

—Cabría pensar que honrados, divina gracia.

—Creo que se sentirían molestos. El rey vino a verlos, y estaban demasiado enfermos para darse cuenta. En fin, mi reina, ahí tienes. Eso ha sido información valiosa. Ahora me preocupa haber roto mi promesa de resultar inútil.

—Si te sirve de consuelo, tú no has sido de mucha ayuda. Es tu sacerdote quien parece serlo.

—Sí, lo sé. Llevo años intentando corromperlo. No parece funcionar nunca. Ni siquiera puedo conseguir que reconozca la paradoja teológica que se produce cuando intento tentarlo para que haga algo malo.

Siri vaciló y luego sonrió de buena gana.

—¿Qué pasa? —preguntó Sondeluz, y apuró el resto de su bebida. Inmediatamente fue sustituida por otra, esta vez azul.

—Hablar contigo es como nadar en un río —dijo ella—. Siempre me lleva la corriente y nunca estoy segura de cuándo podré volver a respirar.

—Ten cuidado con las rocas, Receptáculo —advirtió el sumo sacerdote—. Parecen insignificantes, pero tienen bordes afilados bajo la superficie.

—Bah —dijo Sondeluz—. Son los cocodrilos con los que hay que tener cuidado. Pueden morder. Y… ¿de qué estábamos hablando exactamente?

—De los reyes-dioses —le recordó Siri—. Cuando murió el último, ¿ya había un heredero?

—En efecto —contestó el sacerdote—. De hecho, se había casado el año anterior. El niño nació sólo semanas antes de que él muriera.

Siri se reclinó en su silla, pensativa.

—¿Y el rey-dios anterior a él?

—Murió para curar a los niños de una aldea que había sido atacada por bandidos —dijo Sondeluz—. Al pueblo le encanta esa historia. El rey se conmovió tanto por su sufrimiento que se entregó a esa gente sencilla.

—¿Y se había casado el año anterior?

—No, Receptáculo —contestó el sacerdote—. Fue varios años después de su matrimonio. Aunque murió sólo un mes después de que naciera su segundo hijo.

Siri alzó la cabeza.

—¿El primer hijo fue una niña?

—Sí. Una mujer sin poderes divinos. ¿Cómo lo sabías?

«¡Colores!», pensó Siri. En ambas ocasiones, justo después de que naciera el heredero. ¿Tener un hijo guardaba relación con que los reyes-dioses desearan de algún modo entregar sus vidas? ¿O era algo más siniestro? Una plaga curada o una aldea sanada eran cosas que, con un poco de propaganda creativa, podían inventarse para cubrir otra causa de la muerte.

—Me temo que no soy ningún experto en estos asuntos, Receptáculo —continuó el sumo sacerdote—. Y me temo que mi señor Sondeluz no lo es tampoco. Si le presionas, bien podría empezar a inventarse cosas.

—¡Veloz! —exclamó el dios, indignado—. Eso es difamación. Oh, por cierto, tu sombrero está ardiendo.

—Gracias —dijo Siri—. A ambos. Ha sido de mucha ayuda.

—Si pudiera sugerir… —dijo el sacerdote.

—Por favor.

—Prueba con un narrador de historias profesional, Receptáculo. Puedes mandar llamar a uno de la ciudad, y él podrá recitar relatos imaginativos. Proporcionan mucha mejor información que nosotros.

Siri asintió. «¿Por qué no son así de serviciales los sacerdotes de nuestro palacio?» Naturalmente, si estaban encubriendo el verdadero motivo por el que morían sus reyes-dioses, tenían buenos motivos para evitar ayudarla. De hecho, era probable que si pedía un narrador, le proporcionarían uno que le contaría lo que querían que oyese.

Siri frunció el ceño.

—¿Podrías… hacer eso por mí, Sondeluz?

—¿Qué?

—Mandar llamar a un narrador. Me gustaría que tú estuvieras presente, por si tengo alguna pregunta.

Él se encogió de hombros.

—Supongo que sí. No oigo a ningún narrador desde hace tiempo. Hazme saber cuándo.

No era un plan perfecto. Sus sirvientas estaban escuchando y podrían informar a los sacerdotes. Sin embargo, si un narrador acudía al palacio de Sondeluz, al menos habría alguna posibilidad de que Siri oyera la verdad.

—Gracias —dijo, poniéndose en pie.

—¡Ah, ah, ah! No tan rápido —la detuvo Sondeluz, alzando un dedo.

Ella se quedó inmóvil.

Sondeluz bebió de su copa.

—¿Y bien? —preguntó ella por fin.

Él alzó de nuevo un dedo mientras seguía bebiendo y echaba la cabeza atrás, para engullir los últimos trocitos de hielo del fondo de la copa. La dejó a un lado, la boca teñida de azul.

—Qué refrescante. Idris. Maravilloso lugar. Montones de hielo. Cuesta bastante traerlo aquí, o eso he oído. Es bueno no tener que pagar nunca nada, ¿eh?

Siri alzó una ceja.

—Estoy esperando.

—Prometiste responder a mis preguntas.

—Oh —dijo ella, sentándose—. Por supuesto.

—Muy bien. ¿Conoces a algún vigilante urbano en tu casa?

Ella ladeó la cabeza.

—¿Vigilante urbano?

—Ya sabes, tipos que se encargan de hacer cumplir la ley. Policías. Comisarios. Los hombres que atrapan a los maleantes y vigilan los calabozos.

—Conozco a un par, supongo. Mi ciudad no era grande, pero era la capital. Atraía a gente que podía ser difícil en ocasiones.

—Ah, bien. Ten la amabilidad de describírmelos. No a los tipos difíciles. A los vigilantes.

Ella se encogió de hombros.

—No sé. Solían ser cuidadosos. Interrogaban a los recién llegados, patrullaban las calles buscando malhechores, ese tipo de cosas.

—¿Dirías que eran curiosos?

—Sí —dijo Siri—. Supongo. Quiero decir, tanto como cualquiera. Tal vez más.

—¿Hubo alguna vez algún asesinato en tu ciudad?

—Un par. No tendría que haberlos habido: mi padre siempre decía que esas cosas no deberían suceder en Idris. Decía que el asesinato era propio de… bueno, de Hallandren.

Sondeluz se echó a reír.

—Sí, los cometemos todo el tiempo. Por pura diversión. Dime, ¿investigaron los policías esos crímenes?

—Por supuesto.

—¿Sin que se lo pidieran?

Ella asintió.

—¿Cómo lo hicieron?

—No lo sé. Haciendo preguntas, hablando con testigos, buscando pistas. Yo no tuve relación.

—Ya —dijo Sondeluz—. Pero si hubieras sido una asesina, te habrían condenado a algo terrible, ¿no? ¿Como exiliarte a otro país?

Siri palideció. Sus cabellos se volvieron más claros.

Sondeluz soltó una risita.

—No me tomes tan en serio, majestad. Sinceramente, dejé de preguntarme si eras una asesina hace días. Ahora, si tus sirvientes y los míos nos esperan aquí, creo que puedo tener algo importante que decirte.

Siri dio un respingo cuando Sondeluz se levantó. Empezó a marcharse del pabellón, y sus sirvientes se quedaron donde estaban. Confusa pero entusiasmada, la reina se levantó también y fue tras él. Lo alcanzó un poco más allá, en el pasillo de piedra que discurría entre los diversos palcos del anfiteatro. Abajo, los atletas continuaban su exhibición.

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