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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (56 page)

«Si debemos permanecer encerrados aquí dentro —pensó—, al menos podrían tener la cortesía de proporcionarnos una vista decente.»

—En nombre de los Tonos Iridiscentes, ¿qué estás haciendo?

Sondeluz no necesitó mirar para saber que Encendedora estaba de pie ante él, con los brazos en jarras. Tiró otra piedrecita.

—Sabes, siempre me ha parecido raro —dijo—. Cuando hacemos ese tipo de juramentos, usamos los colores. ¿Por qué no utilizar nuestros propios nombres? Supuestamente, somos dioses.

—A la mayoría de los dioses no les gusta que se usen sus nombres como juramento —respondió ella, sentándose a su lado.

—Entonces son demasiado pomposos para mi gusto —dijo Sondeluz, arrojando otra piedrecita. Falló, y un criado la recogió—. Personalmente, me resultaría muy halagador que usaran mi nombre como juramento. ¡Sondeluz el Audaz! O: ¡Por Sondeluz el Audaz! Supongo que llena demasiado la boca. ¡Tal vez deberíamos dejarlo en Sondeluz a secas!

—Chico, juro que cada día te vuelves más extraño.

—Pues lo cierto es que no. No has jurado al decir eso. A menos que estés proponiendo que juremos usando los pronombres y adjetivos posesivos.

Ella gruñó entre dientes.

Sondeluz la miró.

—No me lo merezco todavía. Apenas he empezado. Hay algo más que te molesta.

—Madretodos —dijo ella.

—¿Sigue sin darte las órdenes?

—Incluso se niega a hablar conmigo.

Él coló una piedrecita en una urna.

—Ah, si supiera la refrescante sensación de frustración que se pierde al negar relacionarse contigo…

—¡No soy tan frustrante! —dijo Encendedora—. He sido bastante amable con ella.

—Entonces imagino que ése es el problema. Somos dioses, querida, y nos cansamos rápidamente de nuestras inmortales existencias. Buscamos estados extremos de emoción: bueno o malo, no importa. En cierto modo, es el valor absoluto de la emoción lo que importa, no la naturaleza positiva o negativa de esa emoción.

Encendedora guardó silencio. También lo hizo él.

—Sondeluz, querido —dijo ella por fin—. Por tu nombre, ¿qué significaba eso?

—No estoy seguro del todo. Se me acaba de ocurrir. Pero puedo visualizar lo que significa en mi cabeza. Con números.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella, verdaderamente preocupada.

Imágenes de guerra destellaron en la mente de Sondeluz. Su mejor amigo, un hombre a quien no conocía, muriendo con una espada en el pecho.

—No estoy seguro —respondió—. Las cosas han sido muy raras para mí últimamente.

Ella guardó un breve silencio.

—¿Quieres venir a mi palacio y retozar? Eso siempre me hace sentir mejor.

Él arrojó una piedra, sonriendo.

—Querida, eres incorregible.

—Soy la diosa de la lujuria, por tu bien. Tengo que cumplir con mi función.

—La última vez que lo comprobé, eras la diosa de la sinceridad.

—La sinceridad y las emociones sinceras, querido —repuso ella dulcemente—. Y déjame que te diga que la lujuria es la más sincera de todas las emociones. ¿Qué estás haciendo con esas tontas piedrecitas?

—Cuento.

—¿Cuentas tus locuras?

—Eso —dijo él, lanzando otra—, y el número de sacerdotes que entran por las puertas vistiendo los colores de los diferentes dioses.

Encendedora frunció el ceño. Era mediodía, y las puertas estaban siempre ocupadas con las idas y venidas de sirvientes y faranduleros. Sólo muy esporádicamente se veían sacerdotes o sacerdotisas, ya que llegaban temprano para atender a sus dioses.

—Cada vez que entra un sacerdote de un dios concreto —dijo Sondeluz—, lanzo una piedrecita a la urna que representa a ese dios.

Encendedora lo vio arrojar y fallar, otra piedra. Como Sondeluz había instruido, uno de los criados recogió la piedra y la metió en la urna adecuada. Violeta y plata. Al lado, una de las sacerdotisas de Esperanzador cruzó el jardín en dirección al palacio de su dios.

—Estoy impresionada —dijo Encendedora por fin.

—Es fácil. Ves a alguien vestido de púrpura y tiras una piedrecita a la urna de ese color.

—Sí, querido. Pero ¿por qué?

—Para llevar el cómputo de cuántos sacerdotes de cada dios entran en la corte, por supuesto. Se han reducido a un hilillo. Veloz, ¿te importa contar?

Llarimar hizo una reverencia y luego reunió a varios sacerdotes y escribas, a los que ordenó vaciar las urnas y contar el contenido de cada una.

—Mi querido Sondeluz —dijo Encendedora—, pido disculpas si te he estado ignorando últimamente. Madretodos ha sido descortésmente ajena a mis sugerencias. Si mi falta de atención ha causado que tu frágil mente se quebrante…

—Mi mente no está quebrantada, gracias —respondió él, irguiéndose en el asiento para ver contar a los criados.

—Entonces debes de estar muy aburrido. Tal vez podamos encontrar algo para entretenerte.

—Estoy bien entretenido.

Sonrió incluso antes de que los resultados del conteo concluyeran. Mercestrella tenía una de las pilas más pequeñas.

—¿Sondeluz? —preguntó Encendedora. Su actitud juguetona había desaparecido.

—Mandé llamar a mis sacerdotes temprano —dijo él, mirándola—. Y les dije que se colocaran aquí, delante de las puertas, antes incluso de que saliera el sol. Llevamos ya seis horas contando sacerdotes.

Llarimar se acercó y le tendió una lista de los dioses y el número de sacerdotes que habían entrado vistiendo sus colores. Sondeluz le echó un vistazo y asintió para sí.

—Algunos dioses tienen más de cien sacerdotes a su servicio, pero un par de ellos apenas disponen de una docena. Mercestrella es uno de estos últimos.

—¿Y qué? —preguntó Encendedora.

—Voy a enviar a mis sacerdotes a vigilar y contar al palacio de Mercestrella, para que hagan el cómputo de los sacerdotes que hay allí. Me da la impresión de que ya sé el resultado. Mercestrella no tiene menos sacerdotes que el resto de nosotros. Simplemente entran en la corte por otro sitio.

Encendedora lo miró desconcertada, pero entonces ladeó la cabeza.

—¿Los túneles?

Sondeluz asintió.

Ella se echó hacia atrás, suspirando.

—Bueno, al menos no estás loco ni aburrido. Sólo estás obsesionado.

—Algo pasa en esos túneles, Encendedora. Y está relacionado con el criado que fue asesinado.

—¡Sondeluz, tenemos problemas mucho mayores de los que preocuparnos! —La diosa sacudió la cabeza, llevándose las manos a la frente como si tuviese jaqueca—. No me puedo creer que sigas enredado con esto. ¡De veras! El reino está a punto de entrar en guerra, por primera vez tu posición en la asamblea es importante, y ¿te preocupas por cómo entran los sacerdotes en la corte?

Sondeluz hizo una pausa.

—Mira —dijo por fin—, déjame demostrarte mi argumento.

Recogió una cajita del suelo. La alzó, mostrándosela a Encendedora.

—Una caja —dijo ella, sin ningún interés—. Desde luego, un argumento muy convincente.

Él abrió la caja y mostró en la mano una pequeña ardilla gris. Estaba perfectamente inmóvil, mirando sin ver, el pelaje agitado por la brisa.

—Un roedor sinvida —dijo Encendedora—. Eso está mejor. Ya me noto extasiada.

—Quien irrumpió en el palacio de Mercestrella usó esto como distracción. ¿Sabes algo de domar sinvidas, querida?

Ella se encogió de hombros.

—Yo no sabía nada tampoco —dijo Sondeluz—. No hasta que le ordené a mis sacerdotes que domaran a éste. Al parecer, hacen falta semanas para tomar el control de un sinvida del que no tienes las frases de seguridad adecuadas. Ni siquiera estoy seguro de cómo funciona el proceso: tiene algo que ver con el aliento y la tortura, al parecer.

—¿Tortura? Los sinvida no pueden sentir.

Sondeluz hizo un gesto de indiferencia.

—Sea como sea, mis sirvientes domaron a éste por mí. Cuanto más fuerte y más habilidoso es el despertador que creó al sinvida, más difícil es domarlo.

—Por eso necesitamos conseguir las frases de Madretodos —dijo Encendedora—. Si le sucediera algo, sus diez mil sinvidas serían inútiles. ¡Harían falta años para domar a tantos sinvidas!

—El rey-dios y algunas de las sacerdotisas de Madretodos tienen también los códigos.

—Oh, ¿y crees que él nos los va a dar? ¿Suponiendo que se nos permita siquiera hablarle?

—Únicamente señalo que un solo asesino no podría destruir todo nuestro ejército —repuso Sondeluz, alzando la ardilla—. Ese no es el asunto. El asunto es que quienquiera que hiciera esta ardilla tenía una buena cantidad de aliento y sabía lo que se hacía. La sangre de la criatura ha sido sustituida por ícor-alcohol y las suturas son perfectas. Las órdenes que controlaban al roedor eran extremadamente fuertes. Es una maravillosa pieza de arte biocromático.

—¿Y qué?

—Pues que la soltó en el palacio de Mercestrella, creando una distracción para poder colarse en esos túneles. Alguien más siguió al intruso, y esta segunda persona mató a un hombre para impedirle revelar lo que había visto. Haya lo que haya en esos túneles, conduzcan a donde conduzcan, es lo suficientemente importante para desperdiciar aliento. Y para matar.

Encendedora sacudió la cabeza.

—Sigo sin poder creer que te preocupe todo esto.

—Dijiste que sabías de los túneles. Hice preguntar a Llarimar, y hay otros que también los conocen. Se usan para almacenar material bajo los palacios, según dicen. Distintos dioses los han construido en diversas épocas durante la historia de la corte.

»Pero —continuó, entusiasmado—, ¡también podrían ser el lugar perfecto para establecer una operación clandestina! La corte está fuera de la jurisdicción de los guardias regulares de la ciudad. ¡Cada palacio es como un pequeño país autónomo! Imagina unos cuantos de esos sótanos para que sus túneles conecten unos con otros, cada uno hasta más allá de las murallas para poder entrar y salir en secreto…

—Sondeluz, si algo tan secreto estuviera en marcha, ¿entonces por qué iban a usar los sacerdotes esos túneles para entrar en la corte? ¿No sería un poco sospechoso? Quiero decir, si hasta tú te has dado cuenta, no sería muy difícil de descubrir.

Sondeluz vaciló y se ruborizó ligeramente.

—Por supuesto —admitió—. ¡Me esfuerzo tanto en pretender ser útil que me olvido de mí mismo! Gracias por recordarme que soy un idiota.

—Sondeluz, no pretendía…

—No; es verdad —replicó él, poniéndose en pie—. ¿Para qué molestarse? Tengo que recordar quién soy, Sondeluz, el dios que se detesta a sí mismo. La persona más inútil a quien jamás se concedió la inmortalidad. Pero respóndeme a una pregunta.

Encendedora vaciló.

—¿Qué pregunta?

—¿Por qué? —quiso saber él, mirándola—. ¿Por qué tengo que odiar ser dios? ¿Por qué actúo de manera tan frívola? ¿Por qué socavo mi propia autoridad? ¿Por qué?

—Siempre he dado por hecho que te divertía el contraste.

—No. Encendedora, fui así desde el primer día. Cuando desperté, me negué a creer que era un dios. Me negué a aceptar mi lugar en este panteón y esta corte. He actuado así desde entonces. Y, si puedo decirlo, me he ido haciendo un poco más listo a medida que han pasado los años, pero eso ahora no importa. En lo que debo concentrarme, el punto crucial es por qué.

—No lo sé —reconoció ella.

—Yo tampoco. Pero fuera quien fuese yo antes, está intentando salir. Sigue susurrándome que indague este misterio. Sigue advirtiéndome que no soy ningún dios. Sigue instándome a tratar con todo esto de una manera frívola. —Sacudió la cabeza—. No sé quién fui… nadie quiere decírmelo. Pero estoy empezando a tener sospechas. Fui una persona que no podía quedarse sentada y dejar que algo sin explicación se escurriera en la bruma de la memoria. Fui un hombre que odiaba los secretos. Y ahora estoy empezando a comprender cuántos secretos hay en esta corte.

La diosa pareció sorprendida.

—Bien, si me disculpas, tengo unos asuntos que atender —dijo él, y salió del pabellón seguido por sus sirvientes.

—¿Qué asuntos? —preguntó Encendedora, incorporándose.

Él se volvió para mirarla.

—Voy a ver a Madretodos. Hay algunas órdenes sinvida con las que he de tratar.

Capítulo 39

Una semana viviendo en las calles sirvió para alterar drásticamente la perspectiva que Vivenna tenía sobre la vida.

Vendió su pelo al segundo día por una insignificante suma de dinero. La comida que compró ni siquiera le llenó el estómago, y no tuvo fuerzas para volver a hacer crecer sus mechones. El corte de pelo ni siquiera tuvo la dignidad de estar bien hecho: era un trabajo a base de trasquilones, y el cabello restante habría seguido siendo blanco, de no ser porque estaba opaco y ennegrecido por la suciedad y el hollín.

Había pensado en vender su aliento, pero ni siquiera sabía adonde ir ni cómo abordar el asunto. Además, tenía la sensación de que Denth estaría vigilando en los sitios donde pudiera hacerlo. Aparte de eso, no tenía ni idea de cómo sacar los alientos de su chal, ahora que los había metido allí dentro.

Tenía que permanecer en secreto, invisible. No podía llamar la atención.

Se hallaba sentada en la acera, tendiendo la mano a los peatones, la cabeza gacha. No recibió ninguna limosna. Ignoraba cómo lo hacían los otros mendigos, pero sus exiguas ganancias parecían un tesoro sorprendente. Sabían algo que ella no sabía: cómo sentarse, cómo suplicar. Los transeúntes aprendían a evitar a los mendigos, incluso con los ojos. Los mendigos de éxito, pues, eran aquellos que conseguían atraer la atención.

Vivenna no estaba segura de querer llamar la atención. Aunque la creciente hambre había acabado por empujarla hacia las calles concurridas, temía que Denth o Vasher pudieran encontrarla.

Cuanta más hambre tenía, menos le preocupaba todo lo demás. Comer era un problema acuciante. Denth o Vasher eran un problema para después.

La riada de gente con sus vestidos de colores continuaba pasando. Vivenna los miraba sin fijarse en sus caras o cuerpos. Sólo veía colores. Como una rueda, cada uno mostraba un tono diferente. «Denth no me encontrará aquí —pensó—. No verá a la princesa en la mendiga callejera.»

El estómago le gruñó. Estaba aprendiendo a ignorarlo. Igual que la gente la ignoraba a ella. No se consideraba una auténtica mendiga o una hija de la calle, apenas llevaba una semana en esa situación. Pero sí estaba aprendiendo a imitarlas, y su mente se sentía aturdida últimamente. Desde que se había deshecho de su aliento.

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