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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (65 page)

«Nos empujan a esto —pensó—. Crean todo este lujo y esplendor, nos ofrecen todo lo que deseamos, y luego sutilmente nos empujan. Sé dios. Profetiza. Mantén nuestra ilusión por nosotros. Y muere. Muere para que podamos seguir creyendo.»

Normalmente se mantenía alejado del tejado. Prefería estar allí abajo, donde la perspectiva limitada le hacía más fácil ignorar la perspectiva mayor. Era más sencillo concentrarse en cosas simples, como su vida en ese momento.

—¿Divina gracia? —llamó en voz baja Llarimar, acercándose.

Sondeluz no respondió.

—¿Os encontráis bien, divina gracia?

—Ningún hombre debería ser tan importante —dijo el dios.

—¿Divina gracia? —preguntó Llarimar, deteniéndose a su lado.

—Produce cosas extrañas. No fuimos hechos para esto.

—Sois un dios, divina gracia. Fuisteis hecho para esto.

—No. No soy ningún dios.

—Disculpadme, pero en realidad no podéis elegir. Nosotros os adoramos, y eso os convierte en nuestro dios. —Llarimar hablaba con su habitual seriedad. ¿Es que ese hombre no se irritaba nunca?

—No me ayudas.

—Pido disculpas, divina gracia. Pero tal vez deberíais dejar de discutir sobre las mismas cosas de siempre.

Sondeluz sacudió la cabeza.

—Hoy hay algo distinto. No estoy seguro de qué hacer.

—¿Os referís a las órdenes de Madretodos?

El dios asintió.

—Creí que lo tenía claro, Veloz. No puedo seguir el ritmo de todas las cosas que planea Encendedora… Nunca he sido bueno con los detalles.

Llarimar no respondió.

—Iba a renunciar —continuó Sondeluz—. Madretodos estaba haciendo un trabajo fantástico manteniendo su postura. Pensé que si le entregaba mis órdenes, sabría qué hacer. Ella comprendería si es mejor apoyar a Encendedora u oponerse a ella.

—Podríais dejarla hacer. También le disteis vuestras órdenes.

—Lo sé.

Guardaron silencio.

«Así que se reduce a esto —pensó Sondeluz—. El primero de nosotros que cambie esas órdenes tomará el control de los veinte mil sinvidas. El otro quedará fuera.»

¿Qué elegir? ¿Quedarse sentado y dejar pasar la historia, o intervenir y crear un caos?

«Sea quien sea —pensó—, sea lo que sea que haya ahí fuera y me enviara de vuelta, ¿por qué no pudiste dejarme en paz? Ya he vivido una vida. Ya he tomado mis decisiones. ¿Por qué tuviste que enviarme de vuelta?»

Lo había intentado todo y, sin embargo, la gente seguía acudiendo a él. Sabía con seguridad que era uno de los Retornados más populares, visitado por peticionarios que le ofrecían más obras de arte que a casi ninguno de los otros. «Sinceramente —pensó—, ¿qué le pasa a esta gente?» ¿Tanta necesidad tenían de adorar a algo que lo elegían a él en vez de preocuparse de que su religión pudiera ser falsa?

Madretodos decía que algunos pensaban así. Le preocupaba la falta de fe que percibía entre la gente corriente. Sondeluz no estaba seguro de ello. Conocía las historias: los dioses que vivían más eran los más débiles porque el sistema animaba a los mejores a sacrificarse rápidamente. Sin embargo, seguía recibiendo el mismo número de peticionarios que cuando empezó. Además, se elegían demasiados pocos dioses en conjunto para que la estadística fuera válida.

¿O se estaba distrayendo con detalles irrelevantes? Se apoyó en la balaustrada, contemplando el jardín y sus brillantes pabellones.

Éste podía ser el momento culminante para él. Finalmente podría demostrar que era un derrochador indolente. Era perfecto. Si no hacía nada, entonces Madretodos se vería obligada a hacerse con los ejércitos y resistirse a Encendedora.

¿Era eso lo que quería? Madretodos se mantenía aislada de los otros dioses. No asistía a muchas asambleas de la corte y no escuchaba los debates. Encendedora estaba implicada al máximo. Conocía bien a todos los dioses. Comprendía los problemas, y era muy lista. De todos los dioses, sólo ella había empezado a dar pasos para asegurar sus ejércitos.

«Siri no constituye ninguna amenaza», pensó Sondeluz. Pero ¿y si había alguien manipulándola? ¿Tendría Madretodos la inteligencia política para comprender el peligro? Sin su preocupada guía y consejo, ¿se encargaría Encendedora de que Siri no fuera aplastada?

Si Sondeluz se retiraba, habría un precio. La culpa sería suya, por renunciar.

—¿Quién era ella, Llarimar? —preguntó en voz baja—. La joven de mis sueños. ¿Mi esposa?

El sumo sacerdote no respondió.

—Necesito saberlo —dijo Sondeluz, volviéndose—. Esta vez, necesito saberlo de verdad.

—Yo… —Llarimar frunció el ceño, y apartó la mirada—. No —musitó—. No era vuestra esposa.

—¿Mi amante?

El otro negó con la cabeza.

—Pero ¿era importante para mí?

—Mucho.

—¿Y sigue viva?

Llarimar vaciló, pero acabó por asentir.

«Sigue viva», pensó Sondeluz.

Si la ciudad caía, entonces ella correría peligro. Todos los que adoraban a Sondeluz, todos los que contaban con él, correrían peligro.

T'Telir no podía caer. Aunque hubiera guerra, la lucha no llegaría aquí. Hallandren no corría peligro. Era el reino más poderoso del mundo.

¿Y qué pasaba con sus sueños?

Sólo le habían dado un verdadero deber en el gobierno. Tomar el mando de diez mil sinvidas. Decidir cuándo había que emplearlos. Y cuándo no.

«Sigue viva…»

Se dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras.

* * *

El Enclave Sinvida era técnicamente parte de la Corte de los Dioses. El enorme edificio se alzaba en la base del llano del patio, conectado por un largo pasillo cubierto.

Sondeluz bajó las escalinatas seguido por su séquito. Pasaron ante varios puestos de guardia, aunque no estaba seguro de qué falta hacían en un pasillo que nacía en la corte. Sólo había visitado el enclave un par de veces, durante sus primeras semanas como retornado, cuando se le pidió que diera la frase de seguridad a sus diez mil soldados.

«Tal vez debería haber venido más a menudo», pensó. Pero ¿para qué? Los criados se ocupaban de los sinvida, asegurándose de que su ícor-alcohol estuviera fresco, que hicieran ejercicio, y que… hicieran todo lo que fuera que hacían los sinvida.

Llarimar y varios sacerdotes jadeaban por la larga y veloz caminata cuando llegaron al pie de las escaleras. Sondeluz, naturalmente, no tuvo ningún problema, ya que estaba en perfecto estado físico. Había algunas cosas sobre la divinidad de las que nunca se quejaba. Un par de guardias abrieron las puertas del complejo. Era gigantesco, naturalmente: tenía cabida para cuarenta mil sinvidas. Había cuatro grandes zonas de almacenamiento para los diferentes grupos, una pista para que corrieran, una sala llena de piedras y bloques de metal para que los levantaran y mantuvieran los músculos fuertes, y una enfermería donde se probaba y reponía su ícor-alcohol.

Atravesaron varios pasadizos serpenteantes, diseñados para confundir a intrusos que pudieran atacar a los sinvida, y luego llegaron a un puesto de guardia situado junto a una gran puerta abierta. Sondeluz pasó ante los guardias humanos vivos y contempló a los sinvida.

Se había olvidado de que los mantenían a oscuras.

Llarimar indicó a un par de sacerdotes que alzaran las lámparas. La puerta daba a una plataforma elevada. El suelo del almacén se extendía debajo, lleno de filas de silenciosos guardias a la espera. Tenían puestas sus armaduras y llevaban sus armas envainadas.

—Hay huecos en las filas —observó Sondeluz.

—Algunos se estarán ejercitando —respondió Llarimar—. He enviado a un criado a recogerlos.

Sondeluz asintió. Los sinvida estaban de pie, con los ojos abiertos. No se movían ni tosían. Al contemplarlos, Sondeluz recordó de pronto por qué nunca sentía deseos de inspeccionar sus tropas. Eran simplemente demasiado enervantes.

—Todo el mundo fuera —ordenó Sondeluz.

—¿Divina gracia? ¿No queréis que se queden algunos sacerdotes?

El dios negó con la cabeza.

—No. Me ocuparé de esto yo solo.

Llarimar vaciló, pero asintió e hizo lo que le ordenaban.

En opinión de Sondeluz, no había una buena manera de conservar las frases de control. Dejarlas en manos de un solo dios era arriesgarse a perder la frase a raíz de un asesinato. Sin embargo, cuanta más gente conociera las frases, más probable era que el secreto se obtuviera por medio de sobornos o torturas.

El único factor mitigador era el rey-dios. Al parecer, con su poderosa biocroma, podía domar a los sinvida más rápidamente. Con todo, tomar el control de diez mil soldados requeriría semanas, incluso al rey-dios.

La opción quedaba en manos de los Retornados individuales. Podían permitir que algunos sacerdotes oyeran la frase de mando para que, si algo le sucedía al dios, el sacerdote pudiera transmitir la frase al siguiente retornado. Si el dios decidía no comunicar la frase a sus sacerdotes, entonces su carga se hacía aún mayor. Años antes, a Sondeluz esa opción le había parecido una tontería, y había incluido a Llarimar y otros sacerdotes en el secreto.

Esta vez le parecía aconsejable guardarse la frase para sí. Si tenía oportunidad, se la susurraría al rey-dios. Pero sólo a él.

—Línea final azul —dijo—. Os doy una nueva frase de mando. —Vaciló—. Pantera roja. Pantera roja. Dad un paso a la derecha de la sala.

Un grupo de sinvidas de delante, los que podían oír su voz, se dirigieron a un lado. Sondeluz suspiró, cerrando los ojos. Una parte de él tenía la esperanza de que Madretodos hubiera llegado primero, que ya hubiera cambiado la frase de mando.

Pero no lo había hecho. Abrió los ojos y bajó los escalones hasta la planta del almacén. Volvió a hablar, cambiando la frase para otro grupo. Podía hacer unos veinte o treinta seguidos: recordaba que el proceso había durado horas la última vez.

Continuó. Dejaría a los sinvida con sus instrucciones básicas para obedecer a los sirvientes cuando le pidieran a las criaturas que ejercitaran o fueran a la enfermería. Les imprimiría una orden menor que pudiera ser utilizada para moverlos y hacerlos marchar a localizaciones específicas, como cuando fueron dispuestos en formación ante la ciudad para recibir a Siri, y otra para hacerlos acompañar a los guardias de la ciudad como fuerza de complemento.

Sin embargo, sólo habría una persona que conociese la orden definitiva. Una persona que podía hacerlos ir a la guerra. Cuando terminara en esa sala, continuaría, para tomar el control de los diez mil soldados de Madretodos.

Atraería ambos ejércitos. Y, al hacerlo, ocuparía su puesto en el mismo corazón del destino de dos reinos.

Capítulo 48

Susebron no salía ya por las mañanas.

Siri yacía en la cama junto a él, ligeramente acurrucada, su piel contra la suya. Él dormía apaciblemente, su pecho subía y bajaba, las sábanas blancas desprendiendo prismas de colores a su alrededor ya que reaccionaban inevitablemente a su presencia. Unos meses atrás, ¿quién habría imaginado dónde se encontraría Siri? No sólo casada con el rey-dios de Hallandren, sino enamorada de él también.

Todavía le parecía sorprendente. Él era la figura seglar y religiosa más importante de toda la zona del mar Interior. Era la base de la adoración de los Tonos Iridiscentes de Hallandren. Una criatura temida y odiada por la mayoría de los habitantes de Idris.

Y estaba durmiendo tranquilamente a su lado. Un dios del color y la belleza, su cuerpo tan perfectamente esculpido como una estatua. ¿Y qué era Siri? No era perfecta, de eso estaba segura. Sin embargo, de algún modo, ella le había traído algo que necesitaba. Una pizca de espontaneidad. Un soplo del exterior, no domado por sus sacerdotes y su reputación.

Suspiró, apoyando la cabeza en su pecho. Habría un precio que pagar por su felicidad de las últimas noches. «Qué tontos somos —pensó—. Sólo tenemos que evitar una cosa: darle un hijo a los sacerdotes, y no hemos tomado precauciones. Nos encaminamos directos hacia el desastre.» Le costaba reprocharse con demasiada firmeza. Sospechaba que su farsa no habría engañado a los sacerdotes mucho más tiempo. Recelarían, o al menos se sentirían frustrados, si ella seguía sin engendrar un heredero. Podía imaginarlos entrometiéndose si seguían retrasándolo.

Fuera lo que fuese que Susebron y ella hicieran para cambiar los acontecimientos, tendrían que hacerlo rápidamente.

Él se agitó a su lado, y ella se volvió para mirarlo a la cara cuando abrió los ojos. Susebron la contempló durante unos minutos, acariciándole el pelo. Era sorprendente lo rápido que se habían sentido cómodos en su intimidad.

Él echó mano a su pizarrita. «Te amo.»

Ella sonrió. Siempre era lo primero que escribía por las mañanas.

—Y yo a ti —respondió.

«Sin embargo, probablemente tenemos problemas, ¿verdad?»

—Sí.

«¿Cuánto tiempo? Hasta que quede claro que engendrarás un hijo, quiero decir.»

—No estoy segura. No tengo mucha experiencia con esto, obviamente. Sé que algunas mujeres allá en Idris se quejaban de no poder tener hijos tan rápido como querían, así que tal vez no suceda siempre de manera inmediata. Conozco a otras mujeres que parieron hijos casi nueve meses exactos después de la noche de bodas.

Susebron parecía pensativo.

«Dentro de un año a partir de ahora, podría ser madre», pensó Siri. La idea le parecía abrumadora. Hasta hacía muy poco, no se había considerado realmente una persona adulta. «Pero, según lo que nos han dicho, todo hijo que engendre del rey-dios nacerá muerto.» Aunque eso fuera mentira, su hijo correría peligro. Siri seguía sospechando que los sacerdotes lo quitarían de en medio, para sustituirlo por un retornado, Con toda probabilidad, entonces también la harían desaparecer a ella.

«Dedos Azules intentó advertirme. Habló de peligro, no sólo para Susebron, sino para mí», pensó.

Susebron escribió: «He tomado una decisión.»

Siri alzó una ceja.

«Quiero que la gente y los otros dioses me conozcan. Quiero tomar el control de mi reino por mí mismo.»

—Creí que habíamos decidido que eso sería demasiado peligroso.

«Lo será. Pero empiezo a pensar que es un riesgo que debemos correr.»

—¿Y tus objeciones de antes? No puedes gritar la verdad, y es probable que los guardias te lleven rápidamente si intentas algo parecido a escapar.

«Sí, pero tú tienes bastantes menos guardias, y puedes gritar.»

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