El amante de Lady Chatterley (15 page)

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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

Estaba sentada a la puerta de la choza como en un sueño, absolutamente olvidada del tiempo y de los detalles concretos. Estaba tan ausente que él pudo echarle una mirada furtiva y ver su expresión expectante y de una absoluta tranquilidad. Para él era una expresión expectante. Y una pequeña lengua de fuego se encendió repentinamente en sus muslos, en la raíz de su espalda y sintió un gemido interior. Temía, con una repulsión casi mortal, volver a tener un contacto humano íntimo. Deseaba por encima de todo que ella se marchara y le dejara su intimidad no compartida. Temía su voluntad, su voluntad femenina y su insistencia de mujer moderna. Y por encima de todo temía su impudicia fría, de clase alta, de alguien dispuesto a conseguir lo que se propone. Porque, después de todo, él no era más que un asalariado. Rechazaba la presencia de aquella mujer.

Connie volvió en sí con una desazón repentina. Se puso en pie. La tarde se estaba transformando en atardecer, y sin embargo no era capaz de irse. Se acercó al hombre, que se puso firme, la cara de rasgos maduros rígida e inexpresiva, sus ojos vigilándola.

—Es tan agradable este sitio, tan tranquilizante —dijo ella—. Nunca había estado aquí.

—¿No?

—Creo que vendré a sentarme aquí de vez en cuando.

—¿Sí?

—¿Cierra usted la choza cuando no está?

—Sí, excelencia.

—¿Y cree que podría conseguir una llave para que yo pueda venir? ¿Hay dos llaves?

—No, yo sólo sé de una.

Había vuelto al dialecto local. Connie dudó; notaba su resistencia. Después de todo, ¿era de él la choza?

—¿Podríamos conseguir otra llave? —preguntó con una voz dulce, teñida en parte por el timbre de una mujer dispuesta a llegar a donde se ha propuesto.

—¡Otra! —dijo él, mirándola con un relámpago de furia mezclado de burla.

—Sí, una copia —dijo ella ruborizándose.

—Puede que Sir Clifford lo sepa —dijo él desentendiéndose.

—¡Sí! —dijo ella—, quizás tenga otra. Si no, podemos mandar hacer una copia de la suya. Estaría en un día o dos, supongo. Puede prescindir de ella durante ese tiempo.

—¡No lo sé, excelencia! No conozco a nadie que haga llaves por aquí.

De repente Connie se puso roja de ira.

—¡Muy bien! —dijo—. Yo me encargaré de eso.

—De acuerdo, excelencia.

Sus ojos se encontraron. En los de él había una mirada fría y fea de asco y desprecio, al mismo tiempo que una indiferencia total ante lo que pudiera suceder. Los de ella ardían de odio.

Pero el corazón de Connie se vino abajo, se daba cuenta de cómo la odiaba él cuando ella se le oponía. Y le vio caer en una especie de desesperación.

—¡Buenas tardes!

—¡Buenas tardes, excelencia! —saludó y se volvió bruscamente.

Ella había despertado en él los perros dormidos de la antigua furia voraz, furia contra la mujer entestada. Se encontraba indefenso, indefenso. ¡Y lo sabía!

Y ella estaba enfurecida con el macho obstinado. ¡Y además un criado! Despechada, volvió a casa.

Se encontró bajo el haya grande de la parte alta del parque con la señora Bolton, que la estaba buscando.

—Me preguntaba si llegaría usted, excelencia —dijo la mujer amablemente.

—¿Llego tarde? —preguntó Connie.

—Oh… es sólo que Sir Clifford estaba esperando para el té.

—¿Y por qué no lo ha preparado usted?

—Oh, creo que no hubiera estado bien. Me parece que a Sir Clifford no le habría gustado, excelencia.

—No sé por qué no —dijo Connie.

Entró al estudio de Clifford, donde la vieja pava de cobre para el agua humeaba sobre la bandeja.

—¿Me he retrasado, Clifford? —dijo ella mientras dejaba las escasas flores y recogía la lata de té, de pie, con sombrero y bufanda, ante la bandeja—. ¡Lo siento! ¿Por qué no le dijiste a la señora Bolton que te preparara el té?

—No se me ocurrió —dijo él irónicamente—. No acabo de imaginármela presidiendo la mesa.

—No hay nada sacrosanto en una tetera de plata —dijo Connie.

Él levantó la mirada hacia ella con curiosidad.

—¿Qué has hecho toda la tarde? —dijo.

—Pasear y sentarme en un sitio tranquilo. ¿Sabes que el acebo grande tiene bayas todavía?

Se quitó la bufanda, conservando el sombrero, y se sentó a preparar el té. Las tostadas debían estar ya resecas como el cuero. Puso la funda sobre la tetera y se levantó a buscar un florero para las violetas. Las pobres flores colgaban alicaídas de sus tallos.

—¡Se pondrán derechas! —dijo, colocándolas en el florero ante él para que pudiera olerlas.

—Más dulces que los párpados de los ojos de Juno —citó él.

—No veo la menor relación con las violetas de verdad —dijo ella—. Los poetas isabelinos exageran un poco.

Le sirvió el té.

—¿Crees que hay una copia de la llave de la choza de al lado de John's Wells, donde se crían los faisanes? —dijo ella.

—Quizás sí. ¿Por qué?

—La descubrí hoy por casualidad; no la había visto nunca. Creo que es una monería de sitio. Podría ir a sentarme allí a veces, ¿no crees?

—¿Estaba allí Mellors?

—Sí. Por eso la descubrí: el martilleo. No pareció gustarle que yo apareciera. En realidad se portó casi como un grosero cuando le pregunté si había otra llave.

—¿Qué dijo?

—No, nada: sólo la forma de comportarse, y dijo que no sabía nada de llaves.

—Puede que haya una en el estudio de mi padre. Betts las distingue, están todas allí. Le diré que mire.

—¡Sí, por favor! —dijo ella.

—Conque Mellors se portó casi como un grosero.

—¡Oh, en realidad no ha sido nada! Pero me parece que no le ha gustado del todo la idea de que invadan su castillo.

—Me lo puedo imaginar.

—Pero sigo sin entender por qué le importa. ¡Después de todo él no vive allí! No es su residencia privada. Y no entiendo por qué no voy a poder ir a sentarme un rato allí si quiero.

—¡Desde luego! —dijo Clifford—. Es un poco creído ese hombre.

—¿Crees que sí?

—¡Sin ninguna duda! Se cree algo excepcional. Sabes, estaba casado y no se llevaba bien con su mujer, así que se enroló en mil novecientos quince y le mandaron a la India, me parece. En cualquier caso fue herrero de caballería en Egipto durante algún tiempo; siempre ha estado relacionado con caballos, y para eso vale mucho. Luego le cayó bien a algún coronel de la India y le ascendieron a teniente. Sí, le hicieron oficial. Creo que volvió a la India con su coronel, a la frontera del noroeste. Cayó enfermo; le han dado una pensión. No dejó el ejército hasta el año pasado, creo; naturalmente no es fácil para un hombre así volverse a amoldar a su clase. Es natural que pierda el sentido del equilibrio. Pero, por lo que a mí respecta, hace bien su trabajo. Lo único que no tolero es que trate de comportarse como el teniente Mellors.

—¿Cómo pudieron ascenderle a teniente hablando ese vulgar dialecto de Derbyshire?

—No lo habla más que cuando quiere. Puede hablar perfectamente para un hombre como él. Supongo que piensa que si ha vuelto a ser soldado raso, es mejor hablar como un soldado raso.

—¿Por qué no me has hablado de él antes?

—Oh, esas historias románticas me aburren. Acaban con cualquier clase de orden establecido. Y es una verdadera lástima que sucedan.

Connie se sentía inclinada a darle la razón. ¿Para qué servían los descontentos que no tenían lugar en ningún sitio?

Aprovechando la racha de buen tiempo, Clifford decidió ir también al bosque. El viento era frío, pero no insoportable, y el sol era cálido y pleno como la vida.

—Es asombroso —dijo Connie— lo diferente que se siente uno cuando hace un día fresco y agradable. Normalmente parece que el aire está muerto. La gente está matando hasta el aire.

—¿Crees que es la gente? —preguntó él.

—Lo creo. Los vapores de tanto aburrimiento, tanto descontento y tanta ira matan la vitalidad del aire. Estoy segura.

—Quizás sea que algo que haya en la atmósfera disminuya la vitalidad de la gente —dijo él.

—No, es el hombre el que envenena el universo —aseguró ella.

—Pudre su propio nido —señaló Clifford.

La silla de motor avanzaba traqueteante. En el macizo de avellanos colgaban los amentos de un color dorado pálido, y en los lugares a donde llegaba el sol, las anémonas silvestres estaban abiertas, como proclamando la alegría de vivir, como en los buenos tiempos en que la gente podía hacer lo mismo que ellas. Soltaban un ligero aroma de flor de manzano. Connie recogió algunas para Clifford.

Él las tomó y las observó con curiosidad.

—Tú, esposa aún inviolada de la calma —citó—. Parece más apropiado para las flores que para las urnas griegas.

—¡Inviolada es una palabra tan horrorosa! —dijo ella—. Sólo la gente es capaz de violar cosas.

—No sé, no sé… Los caracoles y tal… —dijo él.

—Incluso los caracoles lo único que hacen es comérselas, y las abejas no violan.

Estaba enfurecida con él por su manía de transformarlo todo en palabras. Las violetas eran los párpados de Juno, y las anémonas esposas invioladas. Cómo odiaba las palabras, siempre interponiéndose entre ella y la vida: ellas violaban, si es que algo lo hacía; palabras y frases hechas, sorbiendo la savia de todo lo vivo.

El paseo con Clifford no podía llamarse un éxito. Había entre él y Connie una tensión que ambos pretendían ignorar, pero que estaba allí. Repentinamente, con toda la fuerza de su instinto femenino, ella le rechazaba. Quería librarse de él, y especialmente de su egoísmo, de sus palabras, de su obsesión por sí mismo, de su inacabable obsesión de noria por sí mismo y sus propias palabras.

El tiempo volvió a ser lluvioso. Pero después de un día o dos ella salió, a pesar de la lluvia, y se dirigió al bosque. Una vez allí fue hacia la choza. Llovía, pero no hacía demasiado frío y el bosque emanaba silencio y recogimiento, inaccesible en la neblina de la lluvia.

Llegó al claro. ¡No había nadie! La choza estaba cerrada con llave, pero se sentó en los escalones de troncos bajo el porche rústico y se arrebujó en su propio calor. Así permaneció sentada, mirando la lluvia y escuchando sus muchos sonidos silenciosos y los extraños lamentos del viento en las ramas superiores, a pesar de que no parecían moverse. Los viejos robles la rodeaban con sus troncos grises, potentes, ennegrecidos por la lluvia, redondos y vitales, llenos de audaces brotes nuevos. El terreno no era abundante en maleza, las anémonas brotaban, había un matorral o dos de saúco o bola de nieve y una maraña púrpura de zarzamoras: el canela viejo de los helechos desaparecía casi bajo los collarines verdes de las anémonas. Quizás era aquél uno de los lugares inviolados. ¡Inviolados! El mundo entero estaba violado.

Hay cosas que no pueden violarse. No puede violarse una lata de sardinas. Y hay tantas mujeres que son así…; y hombres. ¡Pero la tierra…!

La lluvia estaba cediendo. Desaparecía la oscuridad de entre los robles. Connie quería irse; pero siguió sentada, aunque empezaba a tener frío; aun así, la inercia invencible de su resentimiento interno la sujetaba a aquel lugar como paralizada.

¡Violada! Hasta qué punto puede una sentirse violada sin que la toquen siquiera. Violada por palabras muertas que se vuelven innobles y por ideas muertas que se transforman en obsesiones.

Una perra marrón, húmeda, llegó corriendo, sin ladrar, levantando la empapada pluma de su rabo. Le siguió el hombre, con una chaqueta de cuero negro mojada, como un chófer, y la cara algo sofocada. Ella notó que había aminorado su paso impetuoso al verla. Connie se puso en pie en el reducido espacio seco bajo el porche rústico. Él saludó sin hablar y se fue acercando lentamente. Ella empezó a retirarse.

—Ya me iba —dijo.

—¿Estaba esperando para entrar? —preguntó él, mirando a la choza y no a ella.

—No, sólo me he sentado unos minutos para resguardarme —dijo ella con una tranquila dignidad. Él la miró, ella parecía tener frío.

—¿No tiene llave Sir Clifford? —preguntó él.

—No, pero no importa. Puedo resguardarme perfectamente bajo el porche. ¡Buenas tardes!

Le disgustaba que utilizara siempre el dialecto.

Él la observó con detenimiento mientras se alejaba. Luego se levantó la chaqueta y metió la mano en el bolso del pantalón, sacando la llave de la choza.

—Entonces es mejor que se quede con esta llave. Ya encontraré otro nido para los pájaros.

Ella le miró.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—Quiero decir que puedo buscar otro sitio que valga para criar los faisanes. Si quiere usted venir aquí, no le gustará que yo le esté estorbando todo el tiempo. Ella le miró, tratando de comprenderle entre las brumas del dialecto.

—¿Por qué no habla usted inglés normal? —dijo fríamente.

—¡Yo! Creía que era normal —contestó en dialecto.

Ella enmudeció un momento, enfurecida.

—Si quiere la llave, será mejor que la coja. O quizás será mejor que se la dé mañana y saque todos los cacharros. ¿Le parece bien?

Ella se enfureció aún más.

—No quiero su llave —dijo—. No quiero que saque nada. ¡No se me ha ocurrido ni por un instante echarle de su choza, gracias! Sólo quería poder venirme a sentar aquí alguna vez, como hoy. Pero puedo sentarme perfectamente bajo el porche, así que se acabó.

Él volvió a mirarla con sus ojos azules, perversos.

—Bueno —comenzó él en su dialecto lento y vulgar—. Su excelencia puede disponer con gusto de la choza, de la llave y de todo como está. Lo único es que en esta época del año hay que atender a las crías, y yo tengo que venir muchas veces y cuidarlas y todo eso. En invierno no necesito venir aquí casi nunca. Pero ahora es primavera y Sir Clifford quiere que se críen los faisanes… Y su excelencia no querrá que yo la ande molestando todo el tiempo cuando ella venga a descansar.

Ella le escuchaba con un ligero matiz de asombro.

—¿Y por qué iba a importarme que esté usted aquí? —preguntó.

Él la miró con curiosidad.

—¡Por el estorbo! —dijo cortante pero de modo significativo.

Ella se ruborizó.

—¡Muy bien! —dijo ella finalmente—. No le molestaré. Pero no creo que me hubiera importado verle trabajar con los faisanes. Hasta me hubiera gustado. Claro que si usted cree que eso le impide trabajar, no voy a molestarle, no tenga miedo. Es usted el guarda de Sir Clifford, no el mío.

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