El amante de Lady Chatterley (17 page)

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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

Por esta razón el cotilleo era humillante. Y por la misma razón la mayoría de las novelas, especialmente las populares, son humillantes también. Actualmente el público responde sólo positivamente cuando se apela a sus vicios.

En cualquier caso, a través de las charlas de la señora Bolton se adquiría una nueva visión de Tevershall. Era como un terrible crisol de sordideces; y no en absoluto esa llanura gris que parecía desde fuera Clifford, desde luego, conocía de vista a la mayoría de la gente de que se hablaba. Connie sólo conocía a uno o dos. Pero realmente parecía más un recuento de la jungla centroafricana que de un pueblo inglés.

—¡Supongo que ya han oído que la señorita Allsopp se casó la semana pasada! ¡Imagínense! La señorita Allsopp, la hija del viejo James Allsopp, el zapatero. Ya saben que se hicieron una casa en Pye Croft. El viejo se murió el año pasado después de una caída; tenía ochenta y tres años y estaba fuerte como un chaval. Pero se cayó en Bestwood Hill por la pista de nieve que los chicos habían hecho el invierno pasado y se rompió la cadera; eso acabó con él, pobre hombre, una verdadera pena. Bueno, pues le dejó todo el dinero a Tattie: ni una perra para los chicos. Y Tattie, yo lo sé, tiene cinco años más…, sí, hizo cincuenta y tres el otoño pasado. ¡Y ya saben que eran muy de iglesia, pero mucho! Ella había enseñado la catequesis los domingos durante treinta años; hasta que murió su padre. Y entonces empezó a liarse con uno de Kinbrook, no sé si le conocen ustedes, uno ya mayor, con la nariz roja, muy señorito, Willcoock, que trabaja en el aserradero de Harrison. Bueno, pues o tiene sesenta y cinco años o no tiene ninguno; pues viéndolos así, cogiditos del brazo, dándose el pico en la puerta, parecían una pareja de tórtolos: sí, y ella sentada en sus rodillas en la ventana que da a la calle de Pye Croft, que los podía ver todo el mundo. Y él tiene hijos de más de cuarenta años: sólo hace dos años que se murió su mujer. Si el viejo James Allsopp no se ha levantado de su tumba es porque los muertos no resucitan: ¡porque la tenía amarrada bien corto! Ahora se han casado y se han ido a vivir a Kinbrook, y dicen que ella se pasea en salto de cama de la mañana a la noche, hecha una visión. ¡Horrible, a la vejez viruelas! Claro, si son peores que los viejos, y mucho más sucias. Para mí que la culpa la tiene el cine. Pero no hay manera de acabar con las películas. Yo siempre decía: se puede ir a ver una buena película, una película instructiva, pero que no vayan a ver esos melodramas y esas películas de amores. ¡O por lo menos que no las vean los niños! Pero, ya ven, los mayores son peor todavía que los niños: y los viejos los peores. ¡Háblenles de moral! A nadie le importa nada. La gente hace lo que le da la gana, y la verdad es que hay que reconocer que les va mejor así. Pero van a tener que apretarse los cinturones ahora que las minas van tan mal y todo el mundo anda sin dinero. Y cómo se quejan, es horrible, especialmente las mujeres. ¡Los hombres son tan buenos y tienen tanta paciencia…! ¿Qué pueden hacer los pobres? ¡Pero las mujeres no se cansan nunca! No les gusta más que presumir: ponen dinero para un regalo de bodas para la princesa Mary y cuando ven lo estupendos que son los regalos se enfurecen: «¡Se habrá creído que es mejor que los demás! ¿Por qué no me da a mí Swan & Edgar un abrigo de pieles, en lugar de darle seis a ella? ¡Si lo llego a saber no doy los seis chelines! ¿Qué es lo que me va a dar ella a mí? Me gustaría saberlo. Mi padre trabaja como un burro y yo no puedo comprarme un abrigo de entretiempo y a ella se los regalan por toneladas. Ya es hora de que los pobres tengan algo de dinero para gastar; bastante tiempo lo han tenido los ricos. A mí me hace falta un abrigo de entretiempo, me hace falta de verdad, ¿y quién va a dármelo?» Yo les digo: «¡Podéis estar contentas de estar alimentadas y bien vestidas sin todos esos lujos inútiles!» Y me sueltan: «¿Por qué no se contenta la princesa Mary con unos harapos y con no tener nada? A la gente como ella les dan carretadas de cosas y yo no puedo tener ni un abrigo de entretiempo. Es una vergüenza. ¡Princesa! ¡El dinero es lo importante, y como ella tiene mucho le dan más todavía! A mí nadie me da nada y tengo tanto derecho como el que más. No me hables de educación. Es el dinero lo que cuenta. Yo necesito un abrigo de entretiempo, porque lo necesito, pero me quedo sin él porque no hay dinero… Eso es lo único que les importa, trapos. Les da igual gastarse siete u ocho guineas en un abrigo de invierno —hijas de mineros, imagínense y dos guineas en un gorrito de verano para el niño. Y así se presentan en la capilla metodista con su sombrerito de dos guineas niñas que habrían estado orgullosas en mis tiempos de tener uno de cuatro chelines. ¡Yo he oído decir que en el aniversario metodista de este año, cuando instalan una plataforma para los niños de la catequesis, un catafalco que casi llega hasta el techo, he oído decir a la señorita Thompson, la que da la primera catequesis de niñas, le he oído que iba a haber más de mil libras de ropa de domingo encima de la plataforma! ¡Y eso con los tiempos que estamos viviendo! Pero no hay manera de pararlas. La ropa las vuelve locas. Y con los chicos pasa igual. Se gastan hasta la última perra: ropa, tabaco, bebidas en la cantina de la Asociación de Mineros y una escapada a Sheffield dos o tres veces a la semana. ¡Cómo ha cambiado el mundo! ¡Los jóvenes no tienen miedo a nada ni respetan nada! Los viejos tienen paciencia, son buena gente; la verdad es que dejan que las mujeres hagan lo que quieran. Así pasa lo que pasa. Las mujeres son peor que demonios. Pero los chicos no han salido como sus padres. No están dispuestos a sacrificarse por nada, por nada: no piensan más que en sí mismos. Si se les dice que piensen en ahorrar un poco para comprarse una casa, dicen: «Eso puede esperar, no hay prisa, lo que hay que hacer es divertirse uno mientras pueda. ¡Y todo lo demás que espere!» Son brutales y egoístas. Y todo se echa sobre las espaldas de los viejos; mala pinta tienen las cosas.

Clifford había comenzado a adquirir una idea diferente de su propio pueblo. Un pueblo que siempre le había asustado, pero que él consideraba hasta entonces más o menos estable. ¿Y ahora?

—¿Hay mucho socialismo, bolchevismo, entre la gente? —preguntó.

—¡Oh! —dijo la señora Bolton—. Hay algunos que abren demasiado la boca. Pero la mayoría son mujeres que tienen deudas. Los hombres no se preocupan de eso. No creo que nadie logre convertir a los hombres de Tevershall en rojos. Demasiado buena gente para eso. Los jóvenes a veces se van de la lengua. Pero no es que les preocupe en realidad. Lo único que quieren es algo de dinero en el bolsillo para gastarlo en el casino de los obreros o para ir a dar una vuelta a Sheffield. Eso es lo único que les importa. Cuando andan sin una perra, entonces escuchan la palabrería de los rojos. Pero en el fondo nadie cree una palabra.

—¿O sea, que usted cree que no hay peligro?

—¡Claro que no! Si los negocios marchan bien no hay ninguno. Pero si las cosas marcharan mal durante mucho tiempo, a los jóvenes les daría por pensar tonterías. Ya le digo, son un montón de gente egoísta y mimada. Pero no creo que llegaran a hacer nada. Nunca toman nada en serio, excepto presumir de moto y bailar en el Palais-de-danse en Sheffield. Y nada les hará volverse serios. Los más formales se ponen un traje por la tarde y van al Pally a presumir delante de las chicas y bailar esos nuevos charlestones y lo que se les ocurra. A veces el autobús está lleno de jóvenes de traje oscuro, mineros, que van al Pally: además de los que van con sus chicas en moto o en motocicleta. Y no se paran a pensar en nada ni un segundo; a no ser en las carreras de Doncaster y en el Derby: porque todos apuestan en las carreras. ¡Y el fútbol! Aunque ni siquiera el fútbol es lo que era, en absoluto. Se parece demasiado al trabajo, dicen. No, prefieren ir en motocicleta a Sheffield o a Nottingham los sábados por la tarde.

—¿Pero qué hacen una vez allí?

—Oh, dar vueltas y tomar té en algún sitio elegante como el Mikado, luego ir al Pally, o al cine, o al Empire, con alguna chica. Las chicas son tan libres como ellos. Hacen lo que les da la gana.

—¿Y qué hacen cuando no tienen dinero para esas cosas?

—Parece que se las arreglan siempre para sacarlo de algún lado. Es entonces cuando dicen cosas malas. Pero no veo cómo van a hacerse bolcheviques si lo único que quieren es tener dinero y divertirse; y las chicas lo mismo con la ropa elegante: es lo único que les preocupa. No tienen inteligencia para hacerse socialistas. Les falta seriedad para tomarse algo realmente a pecho, y no la tendrán nunca.

Connie pensó que las clases bajas parecían una copia exacta de todas las demás clases. Siempre la misma copla una y otra vez; fuera en Tevershall, en Mayfair o en Kensington. Sólo había una clase hoy día: chicos con dinero. El chico con dinero y la chica con dinero; la única diferencia era cuánto se tenía y cuánto se quería tener.

Bajo la influencia de la señora Bolton, Clifford comenzó a sentir de nuevo interés por las minas. Comenzó a sentir que era parte de ellas. Comenzó a adquirir una nueva especie de seguridad en sí mismo. Después de todo, él era el verdadero amo de Tevershall, él era las minas. Era una nueva sensación de poder, algo que, por miedo, había evitado hasta entonces.

Las minas de Tevershall eran cada vez menos productivas. Sólo quedaban dos minas: Tevershall mismo y New London. Tevershall había sido en tiempos una mina famosa y había producido un dinero famoso. Pero su mejor época había pasado ya. New London no había sido nunca una mina muy rica y en tiempos normales daba justo lo suficiente para seguir adelante no mal del todo. Pero aquélla era una mala época y eran las minas como New London las que se cerraban.

—Muchos de los hombres de Tevershall se han despedido y se han ido a Stacks Gate y a Whiteover —dijo la señora Bolton—. Usted no ha visto las nuevas fábricas de Stacks Gate que abrieron después de la guerra, ¿no es verdad, Sir Clifford? Tiene usted que ir un día, son totalmente nuevas: con grandes complejos químicos en la boca del pozo, no se parece en nada a una mina. Dicen que sacan más dinero de los derivados químicos que del carbón; ya no me acuerdo de lo que fabrican. ¡Y las casas nuevas y grandes para los hombres, verdaderos palacios! Claro que eso ha hecho que venga la peor gente de todo el país. Pero muchos hombres de Tevershall se han ido allí, y les va bien, mucho mejor que a los que se han quedado. Dicen que Tevershall está muerto, acabado: sólo es cuestión de algunos años más y tendrá que cerrar. Y que New London cerrará primero. La verdad es que va a ser poco divertido cuando el pozo de Tevershall deje de funcionar. Ya es duro cuando hay huelga, pero la verdad es que si se cierra del todo será como el fin del mundo. Cuando yo era niña era el mejor pozo del país, y un hombre se consideraba afortunado si podía trabajar aquí. Cuidado que se ha ganado dinero en Tevershall. Y ahora los hombres dicen que es un barco que se va a pique y que ya es hora de que se vayan todos. ¿No le parece horrible? Pero desde luego hay muchos que sólo se irán si no les queda otro remedio. No les gustan esas minas nuevas, tan de colmillo retorcido, tan profundas y con tanta maquinaria. A muchos les asustan esos obreros metálicos, como les llaman, esas máquinas que desmenuzan el carbón, algo que siempre hacían antes los hombres. Y además dicen que se pierde mucho carbón con ese sistema. Pero lo que se pierde en carbón se gana en sueldos; más todavía. Casi parece que pronto los hombres no servirán para nada sobre la superficie de la tierra, no habrá más que máquinas. Pero eso mismo dicen que es lo que dijo la gente cuando hubo que dejar de trabajar en los viejos telares. Yo me acuerdo todavía de uno o dos. Pero, lo que yo digo, ¡cuantas más máquinas, parece que hay más gente! Dicen que no salen los mismos productos químicos de Tevershall que de Stacks Gate; y, qué raro, si no están ni a tres millas. Pero lo dicen. Todo el mundo dice que es una vergüenza que no se pueda hacer algo para que a los hombres les vaya mejor y las chicas tengan trabajo. ¡Todas las chicas a Sheffield, a dar vueltas por allí todos los días! —Lo que yo digo, qué cosa si las minas de Tevershall respiraran un poco, después de que todo el mundo haya dicho que se han acabado, y eso del barco que se hunde y que los hombres tendrían que dejarlas como al barco que se va a pique que no se queda ni una rata. Pero la gente habla demasiado. Desde luego todo fue muy bien durante la guerra, cuando Sir Geoffrey logró hacerse apoderado y puso el dinero a buen recaudo para siempre, fuera pomo fuera. ¡Eso es lo que dicen! Pero dicen que ahora ni los amos ni los dueños sacan mucho del asunto. ¡Casi no puede creerse! ¿Verdad? Yo siempre he creído que la mina no se acabaría nunca. ¿Quién se lo hubiera imaginado cuando yo era niña? Pero New England está cerrada y lo mismo pasa con Colwick Wood: sí, es una bonita excursión atravesar el bosquecillo y ver Colwick Wood abandonada entre los árboles, los matorrales tapando la boca de la mina y los raíles oxidados. Es como la muerte misma; una mina muerta. ¿Qué íbamos a hacer si se cerrara Tevershall? No le cabe a una en la cabeza. Siempre hemos visto ese bullicio de la mina, menos cuando había huelgas, e incluso entonces no se paraban los ventiladores hasta que no habían subido los caballos. La verdad es que el mundo es una locura, nunca se sabe qué va a pasar al año siguiente, no hay manera de saberlo.

Fueron las conversaciones con la señora Bolton lo que realmente despertó un nuevo espíritu combativo en Clifford. Sus rentas, como ella le hizo notar, estaban seguras gracias al fideicomiso establecido por su padre, aunque la cantidad no era excesiva. Las minas no le interesaban realmente. Era otro mundo el que quería conquistar, el mundo de la literatura y la fama; el mundo del prestigio, no el del trabajo.

Ahora se daba cuenta de la diferencia entre el éxito popular y el éxito laboral: el populacho del placer y el populacho del trabajo. El, como individuo privado, había estado sirviendo con sus narraciones al populacho del placer. Y había triunfado. Pero por debajo del populacho del placer estaba el populacho del trabajo, siniestro, deprimente y un tanto horrible. También ellos tenían que tener sus proveedores. Y era un asunto mucho más siniestro cubrir las necesidades del populacho del trabajo que las del populacho del placer. Mientras él escribía sus historias y «salía a flote» en el mundo, Tevershall se estaba hundiendo.

Se daba cuenta ahora de que la diosa bastarda del éxito tenía esencialmente dos apetitos: uno, el de la adulación, la lisonja, las caricias y cosquilleos que le proporcionaban los escritores y artistas; pero el otro era un apetito más siniestro de sangre y huesos. Y la sangre y los huesos para la diosa bastarda los proporcionaban los hombres que ganaban su dinero en la industria.

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